Los sueños son
asquerosos, y nadie debería tener que soportarlos. Nadie merece soñar,
acostarse todas la noches de su vida sabiendo que va a ser juguete de aquello
mismo que emplea cada día en reprimir.
El mal menor,
C.E. Feiling
No recuerdo la
última vez que realmente pude dormir. El cansancio es tal que me lo
impide. Un martillo parece haber caído sobre mi cuerpo. Y, aun así, aunque no
lo sienta, tengo energías suficientes para continuar con mis rutinas: desayunar,
leer, cenar… Todo menos dormir. No sé con exactitud cómo paso de un día al
otro: las noches se confunden tanto como los días. A veces, en la vigilia, creo
soñar; pero las imágenes se vuelven difusas y carentes de contorno, como malos
recuerdos de algo que nunca ocurrió, y no sueños. Lo único que no me permite
dudar son las pesadillas. Porque los sueños tienen lógica, lógica que ignoramos
pero que creemos real. Las pesadillas no tienen lógica. Algo rompe la lógica
del sueño, transformándolo en una pesadilla, algo siniestro que no podemos
describir con facilidad. Ese vago sentimiento de que lo que está ocurriendo
cada vez se distorsiona más hasta carecer de sentido, que me produce repulsión
y terror, las delata. Despierto de ellas exaltado, sudado y con el corazón
martilleándome el pecho, convenciéndome de que lo que vi no es real (aunque a
veces no lo logre).
Por más que
el tiempo, mi tiempo, se suspenda, con su transcurrir, el dormir -haber vencido
al día y subir lentamente las escaleras hasta el altillo, hacia las once de la
noche, para acostarme- comenzó a generarme aversión y un miedo que tiende a
calar hondamente en mi cuerpo. Otra vez me enfrentaría a las sábanas, a las
almohadas, a la oscuridad (y no solo la que aparece ante la ausencia de luz,
sino la que aparece en los lugares donde el velador no llega, también), al
ruido del silencio, a las imágenes sin forma, a mitad de camino entre los
sueños y las pesadillas. El simple hecho de pensarlo me estremece.
En los
momentos en los que mi voluntad no me abandona, puedo quedarme despierto,
levantado, mejor dicho. Leo pero me distraigo fácilmente. Ahora, a mitad de una
oración, una mosca se ha posado sobre el escritorio. La observo detenidamente.
Frota sus pequeñas patitas delanteras con velocidad y luego pasa a hacerlo con
el resto. Por momentos pienso que quizá ella también me examina con detenimiento,
sin siquiera saber qué o quién soy. Cuando retoma su vuelo, vuelvo a las
páginas sin recordar bien por dónde iba.
La traba
provoca al abrirse un pequeño golpe seco. Abro la puerta que une el hall con el
garage, ubicada a un costado de las escaleras que llevan al altillo. Con
dificultad, limpio el camino lleno cosas viejas y telarañas. Desde chico tengo
el miedo de que, al pasar, algo caiga de arriba en mi cuello o en mi cabeza,
mordiéndome o simplemente produciéndome terror. El garage es pequeño, con el
techo bajo y, dada la cantidad de cajas que se han ido acumulando con los años,
genera un extraño sentimiento de claustrofobia. Cuando hay un auto, algo que no
ocurre hace años, es imposible caminar.
Prendo el
único foco, pegado junto a la puerta, que tira una luz sucia y cálida. Bajo los
dos escalones. Algunas cajas indican lo que contienen: “Enciclopedias”, “Libros
de Agronomía”, “Casettes y Vinilos”, “Años”, “Ropa para regalar”, “Álbumes de
fotos”, “Casamiento”. Haciendo fuerza para levantar las dos cajas que tiene
encima, saco la que dice “Álbumes de fotos”. La mayoría son de las vacaciones
que pasaron mis papás antes de mi nacimiento. Otros tienen fotos que van desde
mi nacimiento hasta 1977, cuando yo tenía ocho años. Luego no hay más nada. No
tengo fotos posteriores a esa edad. Los álbumes dejan de tener fotos y quedan
las filminas vacías. En una estoy con mis papás, por el año que marca la foto
debo tener cuatro años y, también por el año, debemos estar en una calle de
Rennes, en Francia. Se nos ve felices, ambos miran hacia mí con una sonrisa. Mi
papá, ya sin gran parte de su pelo, a pesar de ostentar una juventud que a su
edad sería envidiable, y mi mamá, con su pelo rubio, todavía más marcado por el
sol, teniéndome en brazos, podrían ser el ejemplo perfecto de una familia
modelo.
Cuando nos
mudamos a esta casa, luego de nuestra estadía en Francia y un breve año
viviendo en una casita de las afueras, tenía seis años. La casa había sido
modernizada enteramente, aunque la estructura permaneció igual. Habíamos
visitado la obra de cuando en cuando, más que nada cuando estaba el arquitecto,
amigo de mi papá. En esas visitas, la casa me resultaba enorme; a diferencia de
ahora, que cada día parece más chica. La ausencia de muebles, creo, también
alimentaba esa idea. Aunque cuando finalmente nos mudamos, cuando ya estaba
amueblada como lo está ahora, la casa aún aparentaba dimensiones
extraordinarias.
La pieza que
me tocó fue la que se encontraba entre la de mis papás, más cercana a la puerta
de entrada, y la de mi abuela, más cercana al living. Al igual que la casa, la
habitación me resultaba enorme, sentía que era mi propio departamento,
conectado mediante dos puertas con los otros dos departamentos y una que
conectaba al hall. A su vez, al estar en medio de la casa, la luz que llegaba a
la habitación era nula. Pasaba desde la mañana hasta la noche en la oscuridad,
con los veladores prendidos.
Las primeras
noches en la nueva casa fueron casi traumáticas. No paraba de tener pesadillas
de diversa índole, despertaba en medio de la noche mojado, con el colchón
oloroso. Tenía que caminar en la oscuridad hasta la pieza de mis papás, lloroso
y angustiado, para que me limpiaran y cambiaran las sábanas. Recuerdo tan solo
tres de las pesadillas. La primera ocurría desde mi cama. Arriba de la puerta
que conecta con el hall hay una ventana rectangular. En ella veo la inmensidad
de una ballena pasar, mientras arrasa con toda cosa que se le cruza en el camino
y tengo miedo de que salga de la ventana rectangular y llegue finalmente hacia
mí. La segunda ocurría en el hall. Desde el altillo, lugar en el que ese
momento guardábamos cosas varias, aparece un esqueleto o, mejor dicho, un
hombre vestido de esqueleto, maquillado de blanco. No baja por las escaleras,
tan solo se queda quieto mirándome, como si esperara algo. Pero yo me quedo
mirándolo, paralizado del miedo. La tercera, quizá la más recurrente, que me
acosó por unas cinco noches, ocurría en el living. Miro entretenido la televisión
cuando de repente se corta la luz de mi casa y comienzo a tener frío y temblar.
Desde la pantalla, salen monstruos, con sus tentáculos, miles de ojos, la piel
gelatinosa, gritando, rugiendo o lo que sea que emitan los monstruos cuando
abren la boca. Intento huir de ellos, yendo para el patio pero al abrir la
puerta doy con más de ellos. Todos juntos me agarran. Era ahí cuándo me
despertaba.
Solo queda prendido el
velador que tengo junto a la cama. Aunque me ilumina en cono, lo suficiente
como para leer, el resto de la habitación permanece en la oscuridad. El sonido
de un vidrio rompiéndose me distrae de mi lectura. Me acerco hasta la puerta y
miro hacia abajo, hacia el hall. La espesa negrura no me deja ver con claridad,
tan solo algunas siluetas. El interruptor de la luz está dentro de mi pieza. Al
apretarlo, la lámpara de araña descubre todo. La foto de mis bisabuelos se ha
caído de la pared. Bajo las escaleras con calma. Aunque el vidrio está roto, el
marco ovalado y la foto permanecen intactos. No comprendo del todo cómo se ha
caído.
Recorro toda
la casa hasta el lavadero. Agarro la palita y la escoba y vuelvo al hall.
Limpio con cuidado el piso, levantando todos los pedazos de vidrio en unas
páginas del diario. Levanto la foto del suelo y la cuelgo nuevamente. Han
quedado dos cristales en el marco que parecieran apuntar, como flechas, hacia
mis bisabuelos. Tanto ella como él miran hacia la cámara. Están vestidos
elegantemente (según recuerdo, era su casamiento): él con un traje negro, moño
y camisa blanca; ella de vestido blanco y un ramo de flores en la mano.
Pareciera que están en una iglesia, porque apenas si se llegan a ver unos
candelabros del lado derecho, detrás de mi bisabuela. El aire de la foto parece
no tener mucha relación con la felicidad que produciría un matrimonio, sino es
más bien lúgubre.
Algunas de
las cajas estaban bastante ordenadas. Por lo pequeña que es, prefiero ordenar la
biblioteca llena de herramientas y papeles. A mi derecha, junto al escalón de
la puerta, tengo una bolsa de residuos que se ha ido llenando en lo que va de
la tarde. Primero muevo las herramientas, poniéndolas en la caja que tengo a
mis pies. Luego, las montañas de papeles, junto a un diccionario. Algunos son
apuntes de la facultad, otros facturas de gas, luz y agua. Todo viejo, de años
que parecen aún más viejos.
Aunque me
deshago de casi todo, aún queda una pila bastante grande, en el pie de la
biblioteca. Son hojas mecanografiadas en francés y sus respectivas
traducciones. Deben haber sido de mi mamá. Se trata en su mayoría de libros
infantiles, el único género que le gustaba traducir. No porque fuera sencillo,
sino porque le gustaba cómo sonaban cuando uno los leía en voz alta. Cuando
estaba aburrido, leía para mí. Estábamos horas, que para mí parecían minutos,
metiéndonos en historias con seres fantásticos, con aventuras inverosímiles,
incluso con relatos terroríficos que todavía resurgen cuando menos lo espero.
La
recurrencia de las pesadillas durante mi infancia me permitió desarrollar
cierta estrategia para despertarme de ellas. A medida que la pesadilla se iba
construyendo, comenzaba a sospechar que me encontraba dentro de una. Algunas
veces tardaba más, otras menos. Cuanto más tardaba corría el riesgo de despertar
angustiado y aterrorizado. Cuando finalmente constataba que estaba dentro de
una, cerraba fuertemente mis ojos, tanto en la pesadilla como en la realidad.
Automáticamente todo se desdibujaba, y me invadía una feliz sensación de
alivio.
Tocan el timbre. Desde
el altillo apenas se escucha. Bajo, sin dudar quién es el que me espera, y, una
vez en el zaguán, abro la pequeña ventanita romboide en el medio de la puerta.
El chico del otro lado, como siempre, me dice que tiene mi paquete. Le digo que
lo deje en el escaloncito y le alcanzo la plata a través del hueco. El chico la
agarra y me saluda. Escucho cómo sube a su bicicleta y se aleja, haciendo sonar
una campanita. Dejo pasar unos minutos para que esté lo más lejos posible de la
casa, tanto para que no logre verlo, ni él verme a mí. Abro la puerta
rápidamente, entro el paquete y vuelvo a cerrar.
Con una
trincheta, corto, deslizándola sobre la superficie con rapidez, la cinta
adhesiva que sujeta las dos pequeñas puertas de la caja. Adentro, como era de
esperar, hay dos cajas negras de VHSs. Prendo el televisor y luego la
videocasetera. Inserto uno de los VHSs en la ranura del reproductor.
La grabación
comienza con cuatro palomas, en una plaza, paseándose tranquilas. Un señor,
sentado en un banco, las observa. Parece feliz por su compañía, aunque las
palomas ignoren su presencia. Tiene una bolsa al lado suyo. Saca de ella un
pedazo de pan, que comienza a cortar con la mano. Con cierta precisión va
diseminando los pedazos en el suelo para que las palomas coman. La cámara luego
se enfoca en una chica que pasa, rápidamente, con su bicicleta. Una chica de no
más de 20 años que canta algo que no conozco. Al hacerlo, ahuyenta a las
palomas, quizá sin quererlo. El señor, nuevamente foco principal de la cámara,
no se entristece, sino que comienza a tirar un poco más de pan, como si supiera
que las palomas volverán por más. Y es así: vuelven, ya no cuatro, sino siete
palomas.
Abruptamente,
con manchas feas en el televisor, la grabación ahora pasa a otra escena. Detrás
de una ventana se ve una mesa, con un rollo de servilletas, una gaseosa, un
salero… Aparece desde la derecha una mujer, que lleva en sus manos una fuente
con comida caliente. La deja sobre la mesa y grita algo inentendible. Desde la
izquierda aparece un hombre, que se sienta en la cabecera de la mesa. Se le
suman, casi de inmediato, dos nenes, un varón y una mujer. Todos parecen
felices. Ríen, tomando pausas para comer; a veces ni siquiera, ríen mientras
comen. La madre pareciera estar abstraída en sus pensamientos, ausente para el
resto de su familia. Aunque el padre de vez en cuando parece notarlo, no le habla
o hace nada. La grabación otra vez termina de forma abrupta, sin pasar a otra
escena.
Si bien la casa me
generaba cierto miedo, ocurría más a la noche. El terror que me genera (porque
aún lo hace) la oscuridad, mezclado con la extraña arquitectura de la casa, me
ha dado ciertos hábitos que hasta el día de hoy mantengo. Cuando era más chico,
ya en la hora de la cena, tenía que pasar por el pasillo que conecta las piezas.
Primero por la mía (solía quedarme mucho en la pieza de mis papás ya que ellos
no la usaban más que para dormir) y luego la de mi abuela. Ambas siempre con la
luz apagada. Ir por la galería era tanto o más tétrico que por dentro, entonces
corría. Las maderas del suelo hacían que mis pasos sonaran como una estampida.
Si bien ya no corro por las piezas por temor a la oscuridad, prendo la luz
primero en la habitación antes de entrar, incluso cuando sé perfectamente la
disposición de las cosas y las dimensiones de las salas. Siempre que se puede,
acerco mi mano hasta los márgenes de la puerta del lado de la oscuridad y busco
el interruptor para que se prenda la luz.
Aunque sigo
estando en el living, bajo la única lámpara prendida, entro en vaivén entre dos
situaciones: esta, solo, frente a la oscuridad, y estar escondido debajo de
algo, viendo cómo cuerpos (diría hombres, diría personas, pero dudo que lo
sean) persiguen a mi mamá que se acerca hacia mí rápidamente, entre aterrorizada
y feliz.
Finalmente
aparece mi padre y el vaivén finaliza. Ahora vuelvo a estar en el living. Él
está frente a mí. No logro entender nada de lo que me dice. Pero sé que cada
palabra me asusta cada vez más que la anterior. Es cuando termina de hablar que
despierto exaltado y transpirado, dándome cuenta de que todo fue una pesadilla.
Creo haberme
desenmarañado de un sueño, pero no estoy seguro de haberlo soñado. Mi cabeza
está despierta pero no quiero abrir los párpados. Siento el cuerpo como en un
sarcófago. Suspiro hondamente y abro los ojos. Oscuridad cortada por minúsculos
rayos que se filtran de la calle a través de los postigones. Prendo el velador.
Aunque no me ciega totalmente, hace que mis ojos resecos duelan y tiren un
poco.
Al incorporarme, una mosca llega y se posa sobre mi
mano. Intento no moverme. Frota sus pequeñas patitas delanteras con
velocidad y luego pasa a hacerlo con el resto. Es una mosca bastante grande.
Los ojos verdes divididos en miríada de rombos, octógonos o hexágonos; imposible
saber con seguridad qué forma tienen.
Ni bien me
siento, prendo el televisor. Empieza la grabación. Dos góndolas surcan un
pasillo de supermercado. Del lado derecho, se pueden ver, en filas más o menos
iguales, diferentes tipos de latas de conservas. De otro lado, paquetes de
fideos. Pasan por delante de la cámara algunas mujeres y familias, ya sea con
changuitos, sea con canastas, llenas o a medio llenar. Algunas personas se dan
cuenta de que están siendo filmadas. Actúan, al hacerlo, de manera poco
natural, o directamente se fuerzan por salir del plano. Me pregunto dónde habrá
escondido la cámara el chico.
La grabación
sigue en ese plano por unos minutos, cuando, abruptamente, cambia a otra
escena. Nenes juegan en lo que parece ser un patio de jardín de infantes
(tendrán entre 3 y 5 años). Algunos juegan a la pelota, otros al pato ñato. Las
nenas juegan con muñecas. Las maestras, que parecieran estar simplemente
presentes, también están alertas a lo que hacen los chicos. Cuando ven que
ocurre algo que ellas consideran peligroso o inapropiado, gritan para que
paren. En ese mismo momento, detrás de las nenas, dos chicos empiezan a pegarse
frenéticamente, empujando a todo aquel que esté a su alrededor. Unos nenes
miran, riéndose. Una de las maestras corre, aunque está bastante cerca, para
separarlos. Los reta y luego pone a uno en la esquina del patio, solo. Al otro,
el que al parecer fue el golpeado y no el golpeador, lo toma de la mano y lo
tiene a su lado, mientras llora. De vez en cuando otros nenes se acercan al
golpeador pero la maestra les grita y dice que no se le acerquen. La grabación
luego termina.
Todavía recuerdo, no sin
cierto dolor, la última vez que vi a mis papás. Sería verano, cuando tenía ocho
años y, en unos meses, cumpliría nueve. Desde hacía ya un año que no eran los
mismos (de esto me daría cuenta recién a mis veinte años). Papá empezó a tener
grandes ojeras y mamá no paraba de fumar. Habíamos dejado de salir de la casa,
incluso ante mis insistencias por ir a la plaza a jugar o ir a visitar a un
amigo. Solo iba al colegio y volvía acompañado por mi abuela, la única que
salía con naturalidad. A veces, mis papás consentían esas salidas ociosas, pero
siempre de manera lacónica.
Nunca pude
sospechar que ambos me dejarían. De un día para otro ya tenían hechas las
valijas. Era de noche, no muy tarde pero noche al fin y al cabo. Ambos me
dijeron que recordara todo lo que me habían enseñado (aunque ahora desconozco
qué quisieron decir), que ellos volverían en un tiempo, que irían nuevamente a
Rennes y me traerían algún regalo. No entendía por qué no podía ir con ellos,
como la última vez, y debía quedarme con mi abuela. Ella tampoco quiso
explicarme. Aunque, a veces, pienso que esta despedida fue tan solo una
pesadilla que se me ha mezclado con alguna realidad. Que nunca los vi partir;
que mi mente ha imaginado para mí una despedida y esa despedida me resulta más
aterradora que la realidad.
Es por esto,
quizá, que ahora, cuando limpio la caja del garage rotulada “Años”, siento
cierto malestar. Me fuerzo a no revolver en el pasado, en las conversaciones,
en las ideas, en los recuerdos, porque sé con certeza que en algún lugar
perdido deben estar, si me propongo buscarlas. En cada foto que veo, en cada
escrito, en cada nota de diario, hago el esfuerzo imposible de no depositar ahí
el recuerdo o tan solo la idea de un recuerdo.
Nuevamente el
insomnio me impide dormir aunque sea unas horitas. Ni siquiera hay un atisbo de
sueño, aunque sí de cansancio. Escucho en el hall el ruido de un cuadro
cayéndose. Prendo la luz. Nuevamente se ha caído el retrato de mis bisabuelos.
Bajo rápidamente. Al levantarlo me doy cuenta de que lo que quedaba de vidrio
se ha terminado de romper. Veo el retrato y comienzo a temblar. Ni mi
bisabuelo, ni mi bisabuela están en la foto. Ha quedado tan solo el escenario,
la iglesia.
Las luces de la cocina me encandilan un poco al entrar. Me sirvo un
vaso de agua, con la mano temblándome aún. Sin esperanzas, busco una pastilla,
algo que me calme, pero no hay nada. Desde el patio escucho un ruido. Me quedo
a un metro de la puerta. El sonido parece un grito asfixiado y sufrido. Quiero
acercarme pero no puedo. La puerta parece temblar. El estruendo de sus vidrios
al romperse no me asusta tanto como las manos y tentáculos que comienzan a
salir de los pequeños recuadros.
Hago fuerzas por correr y finalmente lo logro. En la galería, detrás
del ventanal, está el esqueleto o, mejor dicho, el hombre vestido de esqueleto,
maquillado de blanco. Me mira a medida que corro. Pienso en ir por el zaguán
pero de allí comienzan a salir lo que parecen ser cuerpos carentes de formas y otros
como si fueran humanos bañados en ácido. Debo llegar a la luz del altillo. Huir
de la oscuridad.
Desde la puertita que une el hall con el garage, salen, como en crisol,
sombras con relieve. Subo por las escaleras. Algo me agarra el pie. Es un brazo
pálido, con uñas negras y alargadas. Sin fuerzas siquiera, hago lo imposible
por sacármelo de encima antes de que me arrastre hacia abajo. Con la poca luz
puedo ver su boca desproporcionada, lista para engullirme, y sus ojos cobalto
relucientes. De una patada logro que me suelte. Algunos escalones se rompen,
haciendo florecer brazos, manos, muñones, tentáculos, cuando logro cerrar la
puerta del altillo.
Ahora todo es silencio. Trato de convencerme de que estoy dentro de una
pesadilla, que nada de esto es real, que lo puedo controlar. La luz se apaga
súbitamente. Han cortado la luz. Los escucho ahí, en la inmensa oscuridad,
acercándose, tomándose su tiempo. Intentaré cerrar los ojos, con la esperanza
inútil de despertar. Pero no creo que esta pesadilla lo tolere.
No hay comentarios:
Publicar un comentario