domingo, 30 de octubre de 2022

La casa de los monstruos

 

Los sueños son asquerosos, y nadie debería tener que soportarlos. Nadie merece soñar, acostarse todas la noches de su vida sabiendo que va a ser juguete de aquello mismo que emplea cada día en reprimir.


El mal menor, C.E. Feiling

 

 

No recuerdo la última vez que realmente pude dormir. El cansancio es tal que me lo impide. Un martillo parece haber caído sobre mi cuerpo. Y, aun así, aunque no lo sienta, tengo energías suficientes para continuar con mis rutinas: desayunar, leer, cenar… Todo menos dormir. No sé con exactitud cómo paso de un día al otro: las noches se confunden tanto como los días. A veces, en la vigilia, creo soñar; pero las imágenes se vuelven difusas y carentes de contorno, como malos recuerdos de algo que nunca ocurrió, y no sueños. Lo único que no me permite dudar son las pesadillas. Porque los sueños tienen lógica, lógica que ignoramos pero que creemos real. Las pesadillas no tienen lógica. Algo rompe la lógica del sueño, transformándolo en una pesadilla, algo siniestro que no podemos describir con facilidad. Ese vago sentimiento de que lo que está ocurriendo cada vez se distorsiona más hasta carecer de sentido, que me produce repulsión y terror, las delata. Despierto de ellas exaltado, sudado y con el corazón martilleándome el pecho, convenciéndome de que lo que vi no es real (aunque a veces no lo logre).
Por más que el tiempo, mi tiempo, se suspenda, con su transcurrir, el dormir -haber vencido al día y subir lentamente las escaleras hasta el altillo, hacia las once de la noche, para acostarme- comenzó a generarme aversión y un miedo que tiende a calar hondamente en mi cuerpo. Otra vez me enfrentaría a las sábanas, a las almohadas, a la oscuridad (y no solo la que aparece ante la ausencia de luz, sino la que aparece en los lugares donde el velador no llega, también), al ruido del silencio, a las imágenes sin forma, a mitad de camino entre los sueños y las pesadillas. El simple hecho de pensarlo me estremece.

En los momentos en los que mi voluntad no me abandona, puedo quedarme despierto, levantado, mejor dicho. Leo pero me distraigo fácilmente. Ahora, a mitad de una oración, una mosca se ha posado sobre el escritorio. La observo detenidamente. Frota sus pequeñas patitas delanteras con velocidad y luego pasa a hacerlo con el resto. Por momentos pienso que quizá ella también me examina con detenimiento, sin siquiera saber qué o quién soy. Cuando retoma su vuelo, vuelvo a las páginas sin recordar bien por dónde iba.

La traba provoca al abrirse un pequeño golpe seco. Abro la puerta que une el hall con el garage, ubicada a un costado de las escaleras que llevan al altillo. Con dificultad, limpio el camino lleno cosas viejas y telarañas. Desde chico tengo el miedo de que, al pasar, algo caiga de arriba en mi cuello o en mi cabeza, mordiéndome o simplemente produciéndome terror. El garage es pequeño, con el techo bajo y, dada la cantidad de cajas que se han ido acumulando con los años, genera un extraño sentimiento de claustrofobia. Cuando hay un auto, algo que no ocurre hace años, es imposible caminar.
Prendo el único foco, pegado junto a la puerta, que tira una luz sucia y cálida. Bajo los dos escalones. Algunas cajas indican lo que contienen: “Enciclopedias”, “Libros de Agronomía”, “Casettes y Vinilos”, “Años”, “Ropa para regalar”, “Álbumes de fotos”, “Casamiento”. Haciendo fuerza para levantar las dos cajas que tiene encima, saco la que dice “Álbumes de fotos”. La mayoría son de las vacaciones que pasaron mis papás antes de mi nacimiento. Otros tienen fotos que van desde mi nacimiento hasta 1977, cuando yo tenía ocho años. Luego no hay más nada. No tengo fotos posteriores a esa edad. Los álbumes dejan de tener fotos y quedan las filminas vacías. En una estoy con mis papás, por el año que marca la foto debo tener cuatro años y, también por el año, debemos estar en una calle de Rennes, en Francia. Se nos ve felices, ambos miran hacia mí con una sonrisa. Mi papá, ya sin gran parte de su pelo, a pesar de ostentar una juventud que a su edad sería envidiable, y mi mamá, con su pelo rubio, todavía más marcado por el sol, teniéndome en brazos, podrían ser el ejemplo perfecto de una familia modelo.

Cuando nos mudamos a esta casa, luego de nuestra estadía en Francia y un breve año viviendo en una casita de las afueras, tenía seis años. La casa había sido modernizada enteramente, aunque la estructura permaneció igual. Habíamos visitado la obra de cuando en cuando, más que nada cuando estaba el arquitecto, amigo de mi papá. En esas visitas, la casa me resultaba enorme; a diferencia de ahora, que cada día parece más chica. La ausencia de muebles, creo, también alimentaba esa idea. Aunque cuando finalmente nos mudamos, cuando ya estaba amueblada como lo está ahora, la casa aún aparentaba dimensiones extraordinarias. 
La pieza que me tocó fue la que se encontraba entre la de mis papás, más cercana a la puerta de entrada, y la de mi abuela, más cercana al living. Al igual que la casa, la habitación me resultaba enorme, sentía que era mi propio departamento, conectado mediante dos puertas con los otros dos departamentos y una que conectaba al hall. A su vez, al estar en medio de la casa, la luz que llegaba a la habitación era nula. Pasaba desde la mañana hasta la noche en la oscuridad, con los veladores prendidos.
Las primeras noches en la nueva casa fueron casi traumáticas. No paraba de tener pesadillas de diversa índole, despertaba en medio de la noche mojado, con el colchón oloroso. Tenía que caminar en la oscuridad hasta la pieza de mis papás, lloroso y angustiado, para que me limpiaran y cambiaran las sábanas. Recuerdo tan solo tres de las pesadillas. La primera ocurría desde mi cama. Arriba de la puerta que conecta con el hall hay una ventana rectangular. En ella veo la inmensidad de una ballena pasar, mientras arrasa con toda cosa que se le cruza en el camino y tengo miedo de que salga de la ventana rectangular y llegue finalmente hacia mí. La segunda ocurría en el hall. Desde el altillo, lugar en el que ese momento guardábamos cosas varias, aparece un esqueleto o, mejor dicho, un hombre vestido de esqueleto, maquillado de blanco. No baja por las escaleras, tan solo se queda quieto mirándome, como si esperara algo. Pero yo me quedo mirándolo, paralizado del miedo. La tercera, quizá la más recurrente, que me acosó por unas cinco noches, ocurría en el living. Miro entretenido la televisión cuando de repente se corta la luz de mi casa y comienzo a tener frío y temblar. Desde la pantalla, salen monstruos, con sus tentáculos, miles de ojos, la piel gelatinosa, gritando, rugiendo o lo que sea que emitan los monstruos cuando abren la boca. Intento huir de ellos, yendo para el patio pero al abrir la puerta doy con más de ellos. Todos juntos me agarran. Era ahí cuándo me despertaba.

 

Solo queda prendido el velador que tengo junto a la cama. Aunque me ilumina en cono, lo suficiente como para leer, el resto de la habitación permanece en la oscuridad. El sonido de un vidrio rompiéndose me distrae de mi lectura. Me acerco hasta la puerta y miro hacia abajo, hacia el hall. La espesa negrura no me deja ver con claridad, tan solo algunas siluetas. El interruptor de la luz está dentro de mi pieza. Al apretarlo, la lámpara de araña descubre todo. La foto de mis bisabuelos se ha caído de la pared. Bajo las escaleras con calma. Aunque el vidrio está roto, el marco ovalado y la foto permanecen intactos. No comprendo del todo cómo se ha caído.
Recorro toda la casa hasta el lavadero. Agarro la palita y la escoba y vuelvo al hall. Limpio con cuidado el piso, levantando todos los pedazos de vidrio en unas páginas del diario. Levanto la foto del suelo y la cuelgo nuevamente. Han quedado dos cristales en el marco que parecieran apuntar, como flechas, hacia mis bisabuelos. Tanto ella como él miran hacia la cámara. Están vestidos elegantemente (según recuerdo, era su casamiento): él con un traje negro, moño y camisa blanca; ella de vestido blanco y un ramo de flores en la mano. Pareciera que están en una iglesia, porque apenas si se llegan a ver unos candelabros del lado derecho, detrás de mi bisabuela. El aire de la foto parece no tener mucha relación con la felicidad que produciría un matrimonio, sino es más bien lúgubre.

Algunas de las cajas estaban bastante ordenadas. Por lo pequeña que es, prefiero ordenar la biblioteca llena de herramientas y papeles. A mi derecha, junto al escalón de la puerta, tengo una bolsa de residuos que se ha ido llenando en lo que va de la tarde. Primero muevo las herramientas, poniéndolas en la caja que tengo a mis pies. Luego, las montañas de papeles, junto a un diccionario. Algunos son apuntes de la facultad, otros facturas de gas, luz y agua. Todo viejo, de años que parecen aún más viejos.
Aunque me deshago de casi todo, aún queda una pila bastante grande, en el pie de la biblioteca. Son hojas mecanografiadas en francés y sus respectivas traducciones. Deben haber sido de mi mamá. Se trata en su mayoría de libros infantiles, el único género que le gustaba traducir. No porque fuera sencillo, sino porque le gustaba cómo sonaban cuando uno los leía en voz alta. Cuando estaba aburrido, leía para mí. Estábamos horas, que para mí parecían minutos, metiéndonos en historias con seres fantásticos, con aventuras inverosímiles, incluso con relatos terroríficos que todavía resurgen cuando menos lo espero.

La recurrencia de las pesadillas durante mi infancia me permitió desarrollar cierta estrategia para despertarme de ellas. A medida que la pesadilla se iba construyendo, comenzaba a sospechar que me encontraba dentro de una. Algunas veces tardaba más, otras menos. Cuanto más tardaba corría el riesgo de despertar angustiado y aterrorizado. Cuando finalmente constataba que estaba dentro de una, cerraba fuertemente mis ojos, tanto en la pesadilla como en la realidad. Automáticamente todo se desdibujaba, y me invadía una feliz sensación de alivio.

Tocan el timbre. Desde el altillo apenas se escucha. Bajo, sin dudar quién es el que me espera, y, una vez en el zaguán, abro la pequeña ventanita romboide en el medio de la puerta. El chico del otro lado, como siempre, me dice que tiene mi paquete. Le digo que lo deje en el escaloncito y le alcanzo la plata a través del hueco. El chico la agarra y me saluda. Escucho cómo sube a su bicicleta y se aleja, haciendo sonar una campanita. Dejo pasar unos minutos para que esté lo más lejos posible de la casa, tanto para que no logre verlo, ni él verme a mí. Abro la puerta rápidamente, entro el paquete y vuelvo a cerrar.
Con una trincheta, corto, deslizándola sobre la superficie con rapidez, la cinta adhesiva que sujeta las dos pequeñas puertas de la caja. Adentro, como era de esperar, hay dos cajas negras de VHSs. Prendo el televisor y luego la videocasetera. Inserto uno de los VHSs en la ranura del reproductor.
La grabación comienza con cuatro palomas, en una plaza, paseándose tranquilas. Un señor, sentado en un banco, las observa. Parece feliz por su compañía, aunque las palomas ignoren su presencia. Tiene una bolsa al lado suyo. Saca de ella un pedazo de pan, que comienza a cortar con la mano. Con cierta precisión va diseminando los pedazos en el suelo para que las palomas coman. La cámara luego se enfoca en una chica que pasa, rápidamente, con su bicicleta. Una chica de no más de 20 años que canta algo que no conozco. Al hacerlo, ahuyenta a las palomas, quizá sin quererlo. El señor, nuevamente foco principal de la cámara, no se entristece, sino que comienza a tirar un poco más de pan, como si supiera que las palomas volverán por más. Y es así: vuelven, ya no cuatro, sino siete palomas.
Abruptamente, con manchas feas en el televisor, la grabación ahora pasa a otra escena. Detrás de una ventana se ve una mesa, con un rollo de servilletas, una gaseosa, un salero… Aparece desde la derecha una mujer, que lleva en sus manos una fuente con comida caliente. La deja sobre la mesa y grita algo inentendible. Desde la izquierda aparece un hombre, que se sienta en la cabecera de la mesa. Se le suman, casi de inmediato, dos nenes, un varón y una mujer. Todos parecen felices. Ríen, tomando pausas para comer; a veces ni siquiera, ríen mientras comen. La madre pareciera estar abstraída en sus pensamientos, ausente para el resto de su familia. Aunque el padre de vez en cuando parece notarlo, no le habla o hace nada. La grabación otra vez termina de forma abrupta, sin pasar a otra escena.

Si bien la casa me generaba cierto miedo, ocurría más a la noche. El terror que me genera (porque aún lo hace) la oscuridad, mezclado con la extraña arquitectura de la casa, me ha dado ciertos hábitos que hasta el día de hoy mantengo. Cuando era más chico, ya en la hora de la cena, tenía que pasar por el pasillo que conecta las piezas. Primero por la mía (solía quedarme mucho en la pieza de mis papás ya que ellos no la usaban más que para dormir) y luego la de mi abuela. Ambas siempre con la luz apagada. Ir por la galería era tanto o más tétrico que por dentro, entonces corría. Las maderas del suelo hacían que mis pasos sonaran como una estampida. Si bien ya no corro por las piezas por temor a la oscuridad, prendo la luz primero en la habitación antes de entrar, incluso cuando sé perfectamente la disposición de las cosas y las dimensiones de las salas. Siempre que se puede, acerco mi mano hasta los márgenes de la puerta del lado de la oscuridad y busco el interruptor para que se prenda la luz.

El living está en la penumbra. El comedor está, de una forma más o menos delimitada, iluminado por dos lámparas que cuelgan encima de la mesa. El resto es oscuridad. No se ven siquiera los muebles. No hay nada. Algo debería estar pasando, pero nada ocurre. De las sombras, emerge mi mamá. Con total naturalidad me dice que la casa está llena de… No le entiendo cuando los nombra, pero al decirlo siento cierto miedo, porque parece querer cuidarme de algo. Me dice que me quede donde estoy, siempre bajo la luz. Que ella va a volver en un instante y luego desaparece en la oscuridad. Desconozco dónde está mi papá. Tampoco creo que sea relevante para la situación.
Aunque sigo estando en el living, bajo la única lámpara prendida, entro en vaivén entre dos situaciones: esta, solo, frente a la oscuridad, y estar escondido debajo de algo, viendo cómo cuerpos (diría hombres, diría personas, pero dudo que lo sean) persiguen a mi mamá que se acerca hacia mí rápidamente, entre aterrorizada y feliz.
Finalmente aparece mi padre y el vaivén finaliza. Ahora vuelvo a estar en el living. Él está frente a mí. No logro entender nada de lo que me dice. Pero sé que cada palabra me asusta cada vez más que la anterior. Es cuando termina de hablar que despierto exaltado y transpirado, dándome cuenta de que todo fue una pesadilla.

Creo haberme desenmarañado de un sueño, pero no estoy seguro de haberlo soñado. Mi cabeza está despierta pero no quiero abrir los párpados. Siento el cuerpo como en un sarcófago. Suspiro hondamente y abro los ojos. Oscuridad cortada por minúsculos rayos que se filtran de la calle a través de los postigones. Prendo el velador. Aunque no me ciega totalmente, hace que mis ojos resecos duelan y tiren un poco.
Al incorporarme, una mosca llega y se posa sobre mi mano. Intento no moverme. Frota sus pequeñas patitas delanteras con velocidad y luego pasa a hacerlo con el resto. Es una mosca bastante grande. Los ojos verdes divididos en miríada de rombos, octógonos o hexágonos; imposible saber con seguridad qué forma tienen.
  
Interrumpe mi observación un ruido proveniente de abajo. Quizá sean los gatos que muchas veces se pasean por el patio interno. Me acerco hasta la puerta. Miro abajo, hacia la oscuridad que parece respirar bajo mis pies, en la que apenas se distinguen algunas cosas por la luz que sale del altillo. El ruido, similar al sonido que hace una persona que está ahogándose, pareciera venir, no del patio interno, sino del mismo hall. Antes de siquiera bajar, prendo la luz desde mi altillo. Ni bien se prende, la lámpara de araña descubre un simple hall. No hay ni un atisbo de algo que podría haber producido semejante sonido. Apago la luz pero, inmediatamente, el sonido vuelve, ahora mezclado con ronquidos profundos. Vuelvo a prender la luz. Nada. Todas las cosas en orden, como están hace años. Las lámparas, los cuadros, las mesas. Todo está igual que siempre. Apago la luz. Ya no se escucha nada.

Ni bien me siento, prendo el televisor. Empieza la grabación. Dos góndolas surcan un pasillo de supermercado. Del lado derecho, se pueden ver, en filas más o menos iguales, diferentes tipos de latas de conservas. De otro lado, paquetes de fideos. Pasan por delante de la cámara algunas mujeres y familias, ya sea con changuitos, sea con canastas, llenas o a medio llenar. Algunas personas se dan cuenta de que están siendo filmadas. Actúan, al hacerlo, de manera poco natural, o directamente se fuerzan por salir del plano. Me pregunto dónde habrá escondido la cámara el chico.
La grabación sigue en ese plano por unos minutos, cuando, abruptamente, cambia a otra escena. Nenes juegan en lo que parece ser un patio de jardín de infantes (tendrán entre 3 y 5 años). Algunos juegan a la pelota, otros al pato ñato. Las nenas juegan con muñecas. Las maestras, que parecieran estar simplemente presentes, también están alertas a lo que hacen los chicos. Cuando ven que ocurre algo que ellas consideran peligroso o inapropiado, gritan para que paren. En ese mismo momento, detrás de las nenas, dos chicos empiezan a pegarse frenéticamente, empujando a todo aquel que esté a su alrededor. Unos nenes miran, riéndose. Una de las maestras corre, aunque está bastante cerca, para separarlos. Los reta y luego pone a uno en la esquina del patio, solo. Al otro, el que al parecer fue el golpeado y no el golpeador, lo toma de la mano y lo tiene a su lado, mientras llora. De vez en cuando otros nenes se acercan al golpeador pero la maestra les grita y dice que no se le acerquen. La grabación luego termina.

Todavía recuerdo, no sin cierto dolor, la última vez que vi a mis papás. Sería verano, cuando tenía ocho años y, en unos meses, cumpliría nueve. Desde hacía ya un año que no eran los mismos (de esto me daría cuenta recién a mis veinte años). Papá empezó a tener grandes ojeras y mamá no paraba de fumar. Habíamos dejado de salir de la casa, incluso ante mis insistencias por ir a la plaza a jugar o ir a visitar a un amigo. Solo iba al colegio y volvía acompañado por mi abuela, la única que salía con naturalidad. A veces, mis papás consentían esas salidas ociosas, pero siempre de manera lacónica.
Nunca pude sospechar que ambos me dejarían. De un día para otro ya tenían hechas las valijas. Era de noche, no muy tarde pero noche al fin y al cabo. Ambos me dijeron que recordara todo lo que me habían enseñado (aunque ahora desconozco qué quisieron decir), que ellos volverían en un tiempo, que irían nuevamente a Rennes y me traerían algún regalo. No entendía por qué no podía ir con ellos, como la última vez, y debía quedarme con mi abuela. Ella tampoco quiso explicarme. Aunque, a veces, pienso que esta despedida fue tan solo una pesadilla que se me ha mezclado con alguna realidad. Que nunca los vi partir; que mi mente ha imaginado para mí una despedida y esa despedida me resulta más aterradora que la realidad.
Es por esto, quizá, que ahora, cuando limpio la caja del garage rotulada “Años”, siento cierto malestar. Me fuerzo a no revolver en el pasado, en las conversaciones, en las ideas, en los recuerdos, porque sé con certeza que en algún lugar perdido deben estar, si me propongo buscarlas. En cada foto que veo, en cada escrito, en cada nota de diario, hago el esfuerzo imposible de no depositar ahí el recuerdo o tan solo la idea de un recuerdo.

Nuevamente el insomnio me impide dormir aunque sea unas horitas. Ni siquiera hay un atisbo de sueño, aunque sí de cansancio. Escucho en el hall el ruido de un cuadro cayéndose. Prendo la luz. Nuevamente se ha caído el retrato de mis bisabuelos. Bajo rápidamente. Al levantarlo me doy cuenta de que lo que quedaba de vidrio se ha terminado de romper. Veo el retrato y comienzo a temblar. Ni mi bisabuelo, ni mi bisabuela están en la foto. Ha quedado tan solo el escenario, la iglesia.

Las luces de la cocina me encandilan un poco al entrar. Me sirvo un vaso de agua, con la mano temblándome aún. Sin esperanzas, busco una pastilla, algo que me calme, pero no hay nada. Desde el patio escucho un ruido. Me quedo a un metro de la puerta. El sonido parece un grito asfixiado y sufrido. Quiero acercarme pero no puedo. La puerta parece temblar. El estruendo de sus vidrios al romperse no me asusta tanto como las manos y tentáculos que comienzan a salir de los pequeños recuadros.
Hago fuerzas por correr y finalmente lo logro. En la galería, detrás del ventanal, está el esqueleto o, mejor dicho, el hombre vestido de esqueleto, maquillado de blanco. Me mira a medida que corro. Pienso en ir por el zaguán pero de allí comienzan a salir lo que parecen ser cuerpos carentes de formas y otros como si fueran humanos bañados en ácido. Debo llegar a la luz del altillo. Huir de la oscuridad.
Desde la puertita que une el hall con el garage, salen, como en crisol, sombras con relieve. Subo por las escaleras. Algo me agarra el pie. Es un brazo pálido, con uñas negras y alargadas. Sin fuerzas siquiera, hago lo imposible por sacármelo de encima antes de que me arrastre hacia abajo. Con la poca luz puedo ver su boca desproporcionada, lista para engullirme, y sus ojos cobalto relucientes. De una patada logro que me suelte. Algunos escalones se rompen, haciendo florecer brazos, manos, muñones, tentáculos, cuando logro cerrar la puerta del altillo.
Ahora todo es silencio. Trato de convencerme de que estoy dentro de una pesadilla, que nada de esto es real, que lo puedo controlar. La luz se apaga súbitamente. Han cortado la luz. Los escucho ahí, en la inmensa oscuridad, acercándose, tomándose su tiempo. Intentaré cerrar los ojos, con la esperanza inútil de despertar. Pero no creo que esta pesadilla lo tolere.



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