domingo, 30 de octubre de 2022

La casa de los monstruos

 

Los sueños son asquerosos, y nadie debería tener que soportarlos. Nadie merece soñar, acostarse todas la noches de su vida sabiendo que va a ser juguete de aquello mismo que emplea cada día en reprimir.


El mal menor, C.E. Feiling

 

 

No recuerdo la última vez que realmente pude dormir. El cansancio es tal que me lo impide. Un martillo parece haber caído sobre mi cuerpo. Y, aun así, aunque no lo sienta, tengo energías suficientes para continuar con mis rutinas: desayunar, leer, cenar… Todo menos dormir. No sé con exactitud cómo paso de un día al otro: las noches se confunden tanto como los días. A veces, en la vigilia, creo soñar; pero las imágenes se vuelven difusas y carentes de contorno, como malos recuerdos de algo que nunca ocurrió, y no sueños. Lo único que no me permite dudar son las pesadillas. Porque los sueños tienen lógica, lógica que ignoramos pero que creemos real. Las pesadillas no tienen lógica. Algo rompe la lógica del sueño, transformándolo en una pesadilla, algo siniestro que no podemos describir con facilidad. Ese vago sentimiento de que lo que está ocurriendo cada vez se distorsiona más hasta carecer de sentido, que me produce repulsión y terror, las delata. Despierto de ellas exaltado, sudado y con el corazón martilleándome el pecho, convenciéndome de que lo que vi no es real (aunque a veces no lo logre).
Por más que el tiempo, mi tiempo, se suspenda, con su transcurrir, el dormir -haber vencido al día y subir lentamente las escaleras hasta el altillo, hacia las once de la noche, para acostarme- comenzó a generarme aversión y un miedo que tiende a calar hondamente en mi cuerpo. Otra vez me enfrentaría a las sábanas, a las almohadas, a la oscuridad (y no solo la que aparece ante la ausencia de luz, sino la que aparece en los lugares donde el velador no llega, también), al ruido del silencio, a las imágenes sin forma, a mitad de camino entre los sueños y las pesadillas. El simple hecho de pensarlo me estremece.

En los momentos en los que mi voluntad no me abandona, puedo quedarme despierto, levantado, mejor dicho. Leo pero me distraigo fácilmente. Ahora, a mitad de una oración, una mosca se ha posado sobre el escritorio. La observo detenidamente. Frota sus pequeñas patitas delanteras con velocidad y luego pasa a hacerlo con el resto. Por momentos pienso que quizá ella también me examina con detenimiento, sin siquiera saber qué o quién soy. Cuando retoma su vuelo, vuelvo a las páginas sin recordar bien por dónde iba.

La traba provoca al abrirse un pequeño golpe seco. Abro la puerta que une el hall con el garage, ubicada a un costado de las escaleras que llevan al altillo. Con dificultad, limpio el camino lleno cosas viejas y telarañas. Desde chico tengo el miedo de que, al pasar, algo caiga de arriba en mi cuello o en mi cabeza, mordiéndome o simplemente produciéndome terror. El garage es pequeño, con el techo bajo y, dada la cantidad de cajas que se han ido acumulando con los años, genera un extraño sentimiento de claustrofobia. Cuando hay un auto, algo que no ocurre hace años, es imposible caminar.
Prendo el único foco, pegado junto a la puerta, que tira una luz sucia y cálida. Bajo los dos escalones. Algunas cajas indican lo que contienen: “Enciclopedias”, “Libros de Agronomía”, “Casettes y Vinilos”, “Años”, “Ropa para regalar”, “Álbumes de fotos”, “Casamiento”. Haciendo fuerza para levantar las dos cajas que tiene encima, saco la que dice “Álbumes de fotos”. La mayoría son de las vacaciones que pasaron mis papás antes de mi nacimiento. Otros tienen fotos que van desde mi nacimiento hasta 1977, cuando yo tenía ocho años. Luego no hay más nada. No tengo fotos posteriores a esa edad. Los álbumes dejan de tener fotos y quedan las filminas vacías. En una estoy con mis papás, por el año que marca la foto debo tener cuatro años y, también por el año, debemos estar en una calle de Rennes, en Francia. Se nos ve felices, ambos miran hacia mí con una sonrisa. Mi papá, ya sin gran parte de su pelo, a pesar de ostentar una juventud que a su edad sería envidiable, y mi mamá, con su pelo rubio, todavía más marcado por el sol, teniéndome en brazos, podrían ser el ejemplo perfecto de una familia modelo.

Cuando nos mudamos a esta casa, luego de nuestra estadía en Francia y un breve año viviendo en una casita de las afueras, tenía seis años. La casa había sido modernizada enteramente, aunque la estructura permaneció igual. Habíamos visitado la obra de cuando en cuando, más que nada cuando estaba el arquitecto, amigo de mi papá. En esas visitas, la casa me resultaba enorme; a diferencia de ahora, que cada día parece más chica. La ausencia de muebles, creo, también alimentaba esa idea. Aunque cuando finalmente nos mudamos, cuando ya estaba amueblada como lo está ahora, la casa aún aparentaba dimensiones extraordinarias. 
La pieza que me tocó fue la que se encontraba entre la de mis papás, más cercana a la puerta de entrada, y la de mi abuela, más cercana al living. Al igual que la casa, la habitación me resultaba enorme, sentía que era mi propio departamento, conectado mediante dos puertas con los otros dos departamentos y una que conectaba al hall. A su vez, al estar en medio de la casa, la luz que llegaba a la habitación era nula. Pasaba desde la mañana hasta la noche en la oscuridad, con los veladores prendidos.
Las primeras noches en la nueva casa fueron casi traumáticas. No paraba de tener pesadillas de diversa índole, despertaba en medio de la noche mojado, con el colchón oloroso. Tenía que caminar en la oscuridad hasta la pieza de mis papás, lloroso y angustiado, para que me limpiaran y cambiaran las sábanas. Recuerdo tan solo tres de las pesadillas. La primera ocurría desde mi cama. Arriba de la puerta que conecta con el hall hay una ventana rectangular. En ella veo la inmensidad de una ballena pasar, mientras arrasa con toda cosa que se le cruza en el camino y tengo miedo de que salga de la ventana rectangular y llegue finalmente hacia mí. La segunda ocurría en el hall. Desde el altillo, lugar en el que ese momento guardábamos cosas varias, aparece un esqueleto o, mejor dicho, un hombre vestido de esqueleto, maquillado de blanco. No baja por las escaleras, tan solo se queda quieto mirándome, como si esperara algo. Pero yo me quedo mirándolo, paralizado del miedo. La tercera, quizá la más recurrente, que me acosó por unas cinco noches, ocurría en el living. Miro entretenido la televisión cuando de repente se corta la luz de mi casa y comienzo a tener frío y temblar. Desde la pantalla, salen monstruos, con sus tentáculos, miles de ojos, la piel gelatinosa, gritando, rugiendo o lo que sea que emitan los monstruos cuando abren la boca. Intento huir de ellos, yendo para el patio pero al abrir la puerta doy con más de ellos. Todos juntos me agarran. Era ahí cuándo me despertaba.

 

Solo queda prendido el velador que tengo junto a la cama. Aunque me ilumina en cono, lo suficiente como para leer, el resto de la habitación permanece en la oscuridad. El sonido de un vidrio rompiéndose me distrae de mi lectura. Me acerco hasta la puerta y miro hacia abajo, hacia el hall. La espesa negrura no me deja ver con claridad, tan solo algunas siluetas. El interruptor de la luz está dentro de mi pieza. Al apretarlo, la lámpara de araña descubre todo. La foto de mis bisabuelos se ha caído de la pared. Bajo las escaleras con calma. Aunque el vidrio está roto, el marco ovalado y la foto permanecen intactos. No comprendo del todo cómo se ha caído.
Recorro toda la casa hasta el lavadero. Agarro la palita y la escoba y vuelvo al hall. Limpio con cuidado el piso, levantando todos los pedazos de vidrio en unas páginas del diario. Levanto la foto del suelo y la cuelgo nuevamente. Han quedado dos cristales en el marco que parecieran apuntar, como flechas, hacia mis bisabuelos. Tanto ella como él miran hacia la cámara. Están vestidos elegantemente (según recuerdo, era su casamiento): él con un traje negro, moño y camisa blanca; ella de vestido blanco y un ramo de flores en la mano. Pareciera que están en una iglesia, porque apenas si se llegan a ver unos candelabros del lado derecho, detrás de mi bisabuela. El aire de la foto parece no tener mucha relación con la felicidad que produciría un matrimonio, sino es más bien lúgubre.

Algunas de las cajas estaban bastante ordenadas. Por lo pequeña que es, prefiero ordenar la biblioteca llena de herramientas y papeles. A mi derecha, junto al escalón de la puerta, tengo una bolsa de residuos que se ha ido llenando en lo que va de la tarde. Primero muevo las herramientas, poniéndolas en la caja que tengo a mis pies. Luego, las montañas de papeles, junto a un diccionario. Algunos son apuntes de la facultad, otros facturas de gas, luz y agua. Todo viejo, de años que parecen aún más viejos.
Aunque me deshago de casi todo, aún queda una pila bastante grande, en el pie de la biblioteca. Son hojas mecanografiadas en francés y sus respectivas traducciones. Deben haber sido de mi mamá. Se trata en su mayoría de libros infantiles, el único género que le gustaba traducir. No porque fuera sencillo, sino porque le gustaba cómo sonaban cuando uno los leía en voz alta. Cuando estaba aburrido, leía para mí. Estábamos horas, que para mí parecían minutos, metiéndonos en historias con seres fantásticos, con aventuras inverosímiles, incluso con relatos terroríficos que todavía resurgen cuando menos lo espero.

La recurrencia de las pesadillas durante mi infancia me permitió desarrollar cierta estrategia para despertarme de ellas. A medida que la pesadilla se iba construyendo, comenzaba a sospechar que me encontraba dentro de una. Algunas veces tardaba más, otras menos. Cuanto más tardaba corría el riesgo de despertar angustiado y aterrorizado. Cuando finalmente constataba que estaba dentro de una, cerraba fuertemente mis ojos, tanto en la pesadilla como en la realidad. Automáticamente todo se desdibujaba, y me invadía una feliz sensación de alivio.

Tocan el timbre. Desde el altillo apenas se escucha. Bajo, sin dudar quién es el que me espera, y, una vez en el zaguán, abro la pequeña ventanita romboide en el medio de la puerta. El chico del otro lado, como siempre, me dice que tiene mi paquete. Le digo que lo deje en el escaloncito y le alcanzo la plata a través del hueco. El chico la agarra y me saluda. Escucho cómo sube a su bicicleta y se aleja, haciendo sonar una campanita. Dejo pasar unos minutos para que esté lo más lejos posible de la casa, tanto para que no logre verlo, ni él verme a mí. Abro la puerta rápidamente, entro el paquete y vuelvo a cerrar.
Con una trincheta, corto, deslizándola sobre la superficie con rapidez, la cinta adhesiva que sujeta las dos pequeñas puertas de la caja. Adentro, como era de esperar, hay dos cajas negras de VHSs. Prendo el televisor y luego la videocasetera. Inserto uno de los VHSs en la ranura del reproductor.
La grabación comienza con cuatro palomas, en una plaza, paseándose tranquilas. Un señor, sentado en un banco, las observa. Parece feliz por su compañía, aunque las palomas ignoren su presencia. Tiene una bolsa al lado suyo. Saca de ella un pedazo de pan, que comienza a cortar con la mano. Con cierta precisión va diseminando los pedazos en el suelo para que las palomas coman. La cámara luego se enfoca en una chica que pasa, rápidamente, con su bicicleta. Una chica de no más de 20 años que canta algo que no conozco. Al hacerlo, ahuyenta a las palomas, quizá sin quererlo. El señor, nuevamente foco principal de la cámara, no se entristece, sino que comienza a tirar un poco más de pan, como si supiera que las palomas volverán por más. Y es así: vuelven, ya no cuatro, sino siete palomas.
Abruptamente, con manchas feas en el televisor, la grabación ahora pasa a otra escena. Detrás de una ventana se ve una mesa, con un rollo de servilletas, una gaseosa, un salero… Aparece desde la derecha una mujer, que lleva en sus manos una fuente con comida caliente. La deja sobre la mesa y grita algo inentendible. Desde la izquierda aparece un hombre, que se sienta en la cabecera de la mesa. Se le suman, casi de inmediato, dos nenes, un varón y una mujer. Todos parecen felices. Ríen, tomando pausas para comer; a veces ni siquiera, ríen mientras comen. La madre pareciera estar abstraída en sus pensamientos, ausente para el resto de su familia. Aunque el padre de vez en cuando parece notarlo, no le habla o hace nada. La grabación otra vez termina de forma abrupta, sin pasar a otra escena.

Si bien la casa me generaba cierto miedo, ocurría más a la noche. El terror que me genera (porque aún lo hace) la oscuridad, mezclado con la extraña arquitectura de la casa, me ha dado ciertos hábitos que hasta el día de hoy mantengo. Cuando era más chico, ya en la hora de la cena, tenía que pasar por el pasillo que conecta las piezas. Primero por la mía (solía quedarme mucho en la pieza de mis papás ya que ellos no la usaban más que para dormir) y luego la de mi abuela. Ambas siempre con la luz apagada. Ir por la galería era tanto o más tétrico que por dentro, entonces corría. Las maderas del suelo hacían que mis pasos sonaran como una estampida. Si bien ya no corro por las piezas por temor a la oscuridad, prendo la luz primero en la habitación antes de entrar, incluso cuando sé perfectamente la disposición de las cosas y las dimensiones de las salas. Siempre que se puede, acerco mi mano hasta los márgenes de la puerta del lado de la oscuridad y busco el interruptor para que se prenda la luz.

El living está en la penumbra. El comedor está, de una forma más o menos delimitada, iluminado por dos lámparas que cuelgan encima de la mesa. El resto es oscuridad. No se ven siquiera los muebles. No hay nada. Algo debería estar pasando, pero nada ocurre. De las sombras, emerge mi mamá. Con total naturalidad me dice que la casa está llena de… No le entiendo cuando los nombra, pero al decirlo siento cierto miedo, porque parece querer cuidarme de algo. Me dice que me quede donde estoy, siempre bajo la luz. Que ella va a volver en un instante y luego desaparece en la oscuridad. Desconozco dónde está mi papá. Tampoco creo que sea relevante para la situación.
Aunque sigo estando en el living, bajo la única lámpara prendida, entro en vaivén entre dos situaciones: esta, solo, frente a la oscuridad, y estar escondido debajo de algo, viendo cómo cuerpos (diría hombres, diría personas, pero dudo que lo sean) persiguen a mi mamá que se acerca hacia mí rápidamente, entre aterrorizada y feliz.
Finalmente aparece mi padre y el vaivén finaliza. Ahora vuelvo a estar en el living. Él está frente a mí. No logro entender nada de lo que me dice. Pero sé que cada palabra me asusta cada vez más que la anterior. Es cuando termina de hablar que despierto exaltado y transpirado, dándome cuenta de que todo fue una pesadilla.

Creo haberme desenmarañado de un sueño, pero no estoy seguro de haberlo soñado. Mi cabeza está despierta pero no quiero abrir los párpados. Siento el cuerpo como en un sarcófago. Suspiro hondamente y abro los ojos. Oscuridad cortada por minúsculos rayos que se filtran de la calle a través de los postigones. Prendo el velador. Aunque no me ciega totalmente, hace que mis ojos resecos duelan y tiren un poco.
Al incorporarme, una mosca llega y se posa sobre mi mano. Intento no moverme. Frota sus pequeñas patitas delanteras con velocidad y luego pasa a hacerlo con el resto. Es una mosca bastante grande. Los ojos verdes divididos en miríada de rombos, octógonos o hexágonos; imposible saber con seguridad qué forma tienen.
  
Interrumpe mi observación un ruido proveniente de abajo. Quizá sean los gatos que muchas veces se pasean por el patio interno. Me acerco hasta la puerta. Miro abajo, hacia la oscuridad que parece respirar bajo mis pies, en la que apenas se distinguen algunas cosas por la luz que sale del altillo. El ruido, similar al sonido que hace una persona que está ahogándose, pareciera venir, no del patio interno, sino del mismo hall. Antes de siquiera bajar, prendo la luz desde mi altillo. Ni bien se prende, la lámpara de araña descubre un simple hall. No hay ni un atisbo de algo que podría haber producido semejante sonido. Apago la luz pero, inmediatamente, el sonido vuelve, ahora mezclado con ronquidos profundos. Vuelvo a prender la luz. Nada. Todas las cosas en orden, como están hace años. Las lámparas, los cuadros, las mesas. Todo está igual que siempre. Apago la luz. Ya no se escucha nada.

Ni bien me siento, prendo el televisor. Empieza la grabación. Dos góndolas surcan un pasillo de supermercado. Del lado derecho, se pueden ver, en filas más o menos iguales, diferentes tipos de latas de conservas. De otro lado, paquetes de fideos. Pasan por delante de la cámara algunas mujeres y familias, ya sea con changuitos, sea con canastas, llenas o a medio llenar. Algunas personas se dan cuenta de que están siendo filmadas. Actúan, al hacerlo, de manera poco natural, o directamente se fuerzan por salir del plano. Me pregunto dónde habrá escondido la cámara el chico.
La grabación sigue en ese plano por unos minutos, cuando, abruptamente, cambia a otra escena. Nenes juegan en lo que parece ser un patio de jardín de infantes (tendrán entre 3 y 5 años). Algunos juegan a la pelota, otros al pato ñato. Las nenas juegan con muñecas. Las maestras, que parecieran estar simplemente presentes, también están alertas a lo que hacen los chicos. Cuando ven que ocurre algo que ellas consideran peligroso o inapropiado, gritan para que paren. En ese mismo momento, detrás de las nenas, dos chicos empiezan a pegarse frenéticamente, empujando a todo aquel que esté a su alrededor. Unos nenes miran, riéndose. Una de las maestras corre, aunque está bastante cerca, para separarlos. Los reta y luego pone a uno en la esquina del patio, solo. Al otro, el que al parecer fue el golpeado y no el golpeador, lo toma de la mano y lo tiene a su lado, mientras llora. De vez en cuando otros nenes se acercan al golpeador pero la maestra les grita y dice que no se le acerquen. La grabación luego termina.

Todavía recuerdo, no sin cierto dolor, la última vez que vi a mis papás. Sería verano, cuando tenía ocho años y, en unos meses, cumpliría nueve. Desde hacía ya un año que no eran los mismos (de esto me daría cuenta recién a mis veinte años). Papá empezó a tener grandes ojeras y mamá no paraba de fumar. Habíamos dejado de salir de la casa, incluso ante mis insistencias por ir a la plaza a jugar o ir a visitar a un amigo. Solo iba al colegio y volvía acompañado por mi abuela, la única que salía con naturalidad. A veces, mis papás consentían esas salidas ociosas, pero siempre de manera lacónica.
Nunca pude sospechar que ambos me dejarían. De un día para otro ya tenían hechas las valijas. Era de noche, no muy tarde pero noche al fin y al cabo. Ambos me dijeron que recordara todo lo que me habían enseñado (aunque ahora desconozco qué quisieron decir), que ellos volverían en un tiempo, que irían nuevamente a Rennes y me traerían algún regalo. No entendía por qué no podía ir con ellos, como la última vez, y debía quedarme con mi abuela. Ella tampoco quiso explicarme. Aunque, a veces, pienso que esta despedida fue tan solo una pesadilla que se me ha mezclado con alguna realidad. Que nunca los vi partir; que mi mente ha imaginado para mí una despedida y esa despedida me resulta más aterradora que la realidad.
Es por esto, quizá, que ahora, cuando limpio la caja del garage rotulada “Años”, siento cierto malestar. Me fuerzo a no revolver en el pasado, en las conversaciones, en las ideas, en los recuerdos, porque sé con certeza que en algún lugar perdido deben estar, si me propongo buscarlas. En cada foto que veo, en cada escrito, en cada nota de diario, hago el esfuerzo imposible de no depositar ahí el recuerdo o tan solo la idea de un recuerdo.

Nuevamente el insomnio me impide dormir aunque sea unas horitas. Ni siquiera hay un atisbo de sueño, aunque sí de cansancio. Escucho en el hall el ruido de un cuadro cayéndose. Prendo la luz. Nuevamente se ha caído el retrato de mis bisabuelos. Bajo rápidamente. Al levantarlo me doy cuenta de que lo que quedaba de vidrio se ha terminado de romper. Veo el retrato y comienzo a temblar. Ni mi bisabuelo, ni mi bisabuela están en la foto. Ha quedado tan solo el escenario, la iglesia.

Las luces de la cocina me encandilan un poco al entrar. Me sirvo un vaso de agua, con la mano temblándome aún. Sin esperanzas, busco una pastilla, algo que me calme, pero no hay nada. Desde el patio escucho un ruido. Me quedo a un metro de la puerta. El sonido parece un grito asfixiado y sufrido. Quiero acercarme pero no puedo. La puerta parece temblar. El estruendo de sus vidrios al romperse no me asusta tanto como las manos y tentáculos que comienzan a salir de los pequeños recuadros.
Hago fuerzas por correr y finalmente lo logro. En la galería, detrás del ventanal, está el esqueleto o, mejor dicho, el hombre vestido de esqueleto, maquillado de blanco. Me mira a medida que corro. Pienso en ir por el zaguán pero de allí comienzan a salir lo que parecen ser cuerpos carentes de formas y otros como si fueran humanos bañados en ácido. Debo llegar a la luz del altillo. Huir de la oscuridad.
Desde la puertita que une el hall con el garage, salen, como en crisol, sombras con relieve. Subo por las escaleras. Algo me agarra el pie. Es un brazo pálido, con uñas negras y alargadas. Sin fuerzas siquiera, hago lo imposible por sacármelo de encima antes de que me arrastre hacia abajo. Con la poca luz puedo ver su boca desproporcionada, lista para engullirme, y sus ojos cobalto relucientes. De una patada logro que me suelte. Algunos escalones se rompen, haciendo florecer brazos, manos, muñones, tentáculos, cuando logro cerrar la puerta del altillo.
Ahora todo es silencio. Trato de convencerme de que estoy dentro de una pesadilla, que nada de esto es real, que lo puedo controlar. La luz se apaga súbitamente. Han cortado la luz. Los escucho ahí, en la inmensa oscuridad, acercándose, tomándose su tiempo. Intentaré cerrar los ojos, con la esperanza inútil de despertar. Pero no creo que esta pesadilla lo tolere.



lunes, 17 de octubre de 2022

Momento de descomposición


I. Hoy, escribo, debería ser hoy. Y, sin embargo, no siento que hoy sea hoy. Diría más bien que es ayer. Y, quizá, ayer sea algo así como mañana. Entonces, escribo, hoy debe ser mañana.

I. La pileta, enorme espejo azulado, replica un cielo limpio, sin una nube. Más allá, cerca del extremo opuesto, veo las copas ennegrecidas de los árboles. Al levantar la vista, compruebo que sus hojas son verdes. Diseminadas, suspendidas en el agua, flotan hojas, tanto recién caídas, como aquellas que han ido cayendo, imperceptiblemente, en lo que va del día, y que, ahora, de a poco, se van desintegrando. Me levanto, aun mojado, de mi silla. Junto al borde, veo mi rostro, también ennegrecido por el reflejo oscuro del espejo de agua. No se escucha ni un sonido.

I. Los cantos de los pájaros, que emigran ya, en la tenue oscuridad del día declinante, hacia su refugio, pasan con velocidad por encima mío. El humo del cigarrillo se espirala, desvaneciéndose a medida que pareciera pasar el tiempo. El silencio, que ahora intenta inundarlo todo, es mutilado por la risa de algún niño, o por los ladridos de los perros, o por la queja de alguna madre, o por las hojas de los arboles movidas por el viento, para luego recomponerse y volver a ser silencio.

I. El calor aplastante que trae el viento cálido golpea mi cuerpo tirado en la galería. Las vigas de madera, cayendo en diagonal hasta el borde, que sostienen el techo, están cubiertas de telarañas y polvo. La que cruza mi mirada, como el resto de las que no veo, hace un ángulo de 90° con la gran viga que sostiene, horizontalmente, parte del techo. Una araña, nada grande, espera pacientemente que algún bicho quede atrapado en su tela. La primera en caer es una mosca. Lucha por salir, forcejeando con la tela pero es inútil: no hay escapatoria. La araña, con lentitud sádica, se acerca a ella y comienza a comerla pacientemente.

I. Cruzo el inmenso parque, rodeando la pileta, enorme espejo azulado, con una taza de café en la mano derecha y un paquete de bizcochitos en la izquierda. Debajo de la línea de árboles, me esperan un sillón y una mesa de vidrio esmerilado. Dejo las cosas encima de ella y me siento. No se escucha nada. Tan solo un silencio matutino. En la lejanía imaginaria, escucho a algún pájaro, de esos que cantan en la madrugada, sea de día, sea de noche. Al llevarme el café a la boca, siento, más notorio aun por el verano, su calor. Soplo antes de tomar. Dejo nuevamente la taza sobre la mesa. El café, que ahora se redujo a la mitad, se mueve en vaivén, hasta quedar, otra vez, quieto.

I. Al principio: imágenes sin contornos, sin forma. Luego, a medida que me doy cuenta que estoy despertando, se van delimitando en rojo el 1 y a su lado otro 1, seguido por dos puntos, uno encima de otro, y, luego, un 2 seguido de un 1, firmado con un PM. Doy vuelta en mi cama. Quedo mirando el techo. El pequeño rombo ornamental, en el centro -aunque pareciera no tenerlo- del techo, contiene, en su centro, un cono y, de su centro, se desprende un cable que conecta con un domo que protege un foco. El sol de la mañana, o quizá de la tarde, acribilla la habitación desde los agujeros de la persiana.

I. El living está en la penumbra. Los objetos, incluso a esta hora y, quizá, por el sol aun impreso en mi retina, son difícilmente visibles. La mesa ratona, el sillón de cuero, frente a ellos el televisor, y, a su lado, una pequeña biblioteca llena de vinilos, coronada con un estéreo y escoltada por dos amplificadores. Sobre la mesa de comedor a mi izquierda, con sus cuatro sillas rodeándolas, solos, sin mayor compañía que la del mantel debajo y el libro, está el rollo de cocina y la sal. Doblo a la derecha, luego a la izquierda y camino el corto pasillo hasta mi pieza. Aunque carece de sentido, cierro la puerta detrás mío.

I. Time present and time past, leo sobre las páginas blancas. Presente y pasado, traduzco. Are both perhaps present in time future, leo. Tal vez están ambos presentes en el futuro, traduzco, escuchando a la pileta llenarse. And time future, leo, contained in time past. Y el futuro contenido en el pasado, traduzco. If all time is eternally present, leo. Si el tiempo entero, todo el tiempo, me corrijo, está eternamente presente. All time is unredeemable, leo, mientras un tero sobrevuela la quinta. Todo el tiempo es irredimible, traduzco.

I. La carne recalentada, ya reseca, no pareciera tener ningún sabor. Ni cuando la mastico, ni cuando la trago. En la televisión, única luz significante del living, hay una repetición de una película que, creo, ya he visto. Algo, quizá el actor, quizá la escena, resuena en mi mente pero, a medida que lo intento, desisto de recordar. El hombre, blanco y rubio, ve fotografías y papeles, desperdigados sobre una mesa, en una habitación de un típico motel americano. En la pared, arriba de la cabecera de la cama, hay diferentes papeles, anotaciones, fotos; todos unidos con tanzas de diferentes colores. El hombre cree escuchar algo afuera, como si alguien lo estuviera siguiendo. Asoma un poco la cara por la ventana, que se ilumina instantáneamente por el sol, pero no ve nada, ni a nadie. Se retira y se queda contemplando el gran laberinto que ha hecho en la pared.

I. La noche se hace aún más notoria en mi habitación. Aun sin recostarme, apoyado sobre la pared, prendo, en la oscuridad, el cigarrillo que cuelga de mis labios. Al principio el fuego está más a la izquierda. Rápidamente logro ponerlo debajo de su punta y prenderlo. Entre mis piernas tengo el cenicero de cristal. Cada tanto, cuando ya se ha consumido bastante el cigarrillo, tiro la ceniza que cae, creo, dentro de él. Cuando lo termino, me recuesto sobre mi lado derecho. Leo, nuevamente, en el reloj, en rojo, el 1 y a su lado otro 1, seguido por dos puntos, uno encima de otro, y, luego, un 2 seguido de un 1, firmado con un PM. Busco, con mi mano izquierda el cable. Una vez que lo encuentro lo sigo hasta el enchufe. La desconecto con fuerza.

I. El silencio, que ahora pareciera inundarlo todo, es mutilado por la risa de algún niño, o por los ladridos de los perros, o por la queja de alguna madre, o por las hojas de los arboles movidas por el viento, para luego recomponerse y volver a ser silencio. La pileta, enorme espejo azulado, comienza desparramar agua por sus bordes. Voy hacia la bomba, escondida entre las plantas, del otro lado de la pileta. Levanto sin dificultad su puerta de chapa y, sosteniéndola abierta con la mano izquierda, apago el pequeño motor. Cierro, con cuidado de apretarme los dedos. Frente mío, detrás de la ligustrina, detrás del alambrado, escucho a los hijos de los vecinos. Nunca me dejás jugar con vos, le dice la nena al nene. Nunca me dejás jugar con vos, le dice el nene a la nena. No me repitas, le dice la nena al nene. No me repitas, le dice el nene a la nena. Basta, no es gracioso, le dice la nena al nene. Basta, no es gracioso, le dice el nene a la nena. Ella rompe en llanto, quizá exagerado para lograr lo que quería: que la madre salga y rete a su hermano.

I. El agua me ciñe el cuerpo a medida que voy sumergiéndome. Cuando ya me llega hasta el cuello, hundo la cabeza, sin dudarlo. Debajo, en un azul que sé borroso, nado. Encuentro, al hacerlo, algunas hojas, algunas basuritas, que han ido cayendo, imperceptiblemente, a la pileta en lo que va del día. Emerjo en el borde opuesto de la pileta. Respiro todo el aire que puedo. Impulsándome con mis pies en la pared, vuelvo a nadar, en dirección opuesta. Emerjo en el borde opuesto de la pileta. Respiro todo el aire que puedo. Impulsándome con mis pies en la pared, vuelvo a nadar, en dirección opuesta. Emerjo en el borde opuesto de la pileta. Respiro todo el aire que puedo. Impulsándome con mis pies en la pared, vuelvo a nadar, en dirección opuesta. Descanso sobre los escalones, con mi torso aun metido en el agua.

I. Una araña, nada grande, espera pacientemente que algún bicho quede atrapado en su tela. La primera en caer es una mosca. Lucha por salir, forcejeando con la tela pero es inútil: no hay escapatoria. La araña, con lentitud sádica, se acerca a ella y comienza a comerla pacientemente. Sobre la parte desnuda de mi pecho reposa, a medio abrir, la caja de cigarrillos y, sobre la camiseta, el encendedor azul. Ambos caen hacia la derecha cuando me incorporo. Saco un cigarrillo de la caja. Haciendo clic, abro el encendedor cuadrado y luego prendo. Dos intentos bastan para que salga la llama y prenda el cigarrillo. El humo, a la luz del sol, se vuelve una espiral grisácea y espesa que se eleva, girando sobre su eje, hasta desaparecer. Vuelvo a recostarme sobre mi espalda, dejando, nuevamente, las cosas sobre mi pecho. La araña sigue aún ahí, en el centro de su tela, comiendo, lentamente, a la mosca.

I. Doy vuelta en mi cama. Quedo mirando el techo. El pequeño rombo ornamental, en el centro -aunque pareciera no tenerlo- del techo, contiene, en su centro, un cono y, de su centro, se desprende un cable que conecta con un domo que protege un foco. El sol de la mañana, o quizá de la tarde, acribilla la habitación desde los agujeros de la persiana. Sin siquiera prender una luz, me levanto y tomo, casi automáticamente, la camisa. Introduzco, sosteniéndola con la mano izquierda, el brazo derecho por la corta manga. Con la mano izquierda ya libre, busco, con dificultad, la otra manga detrás de mi espalda y me la pongo. Dejo los botones sin abrochar. Luego, la bermuda: introduzco, sosteniéndola con ambas manos, mi pierna derecha en el primer pantalón, luego mi pierna izquierda. La subo y abrocho el botón y el cierre.

I. De la heladera abierta se desprende un halo frío. Saco, con la mano izquierda, el plato con un pedazo de carne que sobró. Ella en el medio, rodeada por la grasa que ha escurrido, parece una isla, o una piedra oscura. Cierro la puerta de la heladera. El calor vuelve, húmedo y pesado. Meto el plato en el microondas ya abierto. Cierro su puerta. Aprieto el 4, el 0 y luego el botón que dice “Comenzar”. La carne empieza a girar lentamente sobre sí misma.

I. Cierro el libro y lo dejo sobre el vidrio esmerilado. La portada blanca, con lo que parece ser un ave fénix blanca en el medio, reluce aún más con el sol que reverbera en el agua de la pileta, espejo azulado. Con la lapicera ya en mano, acerco el cuaderno. Vuelvo a tomar el libro. Time present and time past, leo sobre las páginas blancas. Presente y pasado, escribo. Are both perhaps present in time future, leo. Tal vez están ambos presentes en el futuro, escribo. And time future, leo, contained in time past. Y el futuro contenido en el pasado, escribo. If all time is eternally present, leo. Si todo el tiempo, escribo, está eternamente presente. All time is unredeemable, leo. Todo el tiempo es irredimible, escribo.

I. El living está en la penumbra. Los objetos, incluso a esta hora y, quizá, por el sol aun impreso en mi retina, son difícilmente visibles. La mesa ratona, el sillón de cuero, frente a ellos el televisor, y, a su lado, una pequeña biblioteca llena de vinilos, coronada con un estéreo y escoltada por dos amplificadores. Sobre la mesa de comedor a mi izquierda, con sus cuatro sillas rodeándolas, solos, sin mayor compañía que la del mantel debajo y el libro, está el rollo de cocina y la sal. Doblo a la derecha, luego a la izquierda y camino el corto pasillo hasta mi pieza. Aunque carece de sentido, cierro la puerta detrás de mí. A oscuras, camino hasta el escritorio y prendo el velador. La luz, aunque fuerte, tarda en borrar de mis ojos el sol. Me siento en la silla. Saco del lapicero una birome. Al apretar el botón surge una punta, empapada en tinta azul. Acerco el cuaderno. La página está totalmente blanca. Hoy, escribo, debería ser hoy. Y, sin embargo, no siento que hoy sea hoy. Diría más bien que es ayer. Y, quizá, ayer sea algo así como mañana. Entonces, escribo, hoy debe ser mañana.

I. La pileta, enorme espejo azulado, replica un cielo limpio, sin una nube. Más allá, cerca del extremo opuesto, veo las copas ennegrecidas de los árboles. Al levantar la vista, compruebo que sus hojas son verdes. Diseminadas, suspendidas en el agua, flotan hojas, tanto recién caídas, como aquellas que han ido cayendo, imperceptiblemente, en lo que va del día, y que, ahora, de a poco, se van desintegrando. Me levanto, aun mojado, de mi silla. Junto al borde, veo mi rostro, también ennegrecido por el reflejo oscuro del espejo de agua. No se escucha ni un sonido. Levanto la red a un lado de la pileta, no sin antes limpiarla. La agito una, dos veces, sobre el pasto hasta que las hojas adheridas caen. Comienzo a pasarla, lentamente, sosteniendo con ambas manos el palo, por el borde de la pileta. Mi imagen, que antes era nítida, pasa, a medida que las hojas caen atrapadas, a ondularse, en movimientos suaves, para recobrar cierta nitidez cuando finalmente la red se aleja.

I. Introduzco, sosteniéndola con la mano izquierda, el brazo derecho por la corta manga. Con la mano izquierda ya libre, busco, con dificultad, la otra manga detrás de mi espalda y me la pongo. Dejo los botones sin abrochar. Luego, la bermuda: introduzco, sosteniéndola con ambas manos, mi pierna derecha en el primer pantalón, luego mi pierna izquierda. La subo y abrocho el botón y el cierre. Busco, sobre la mesita de luz, mi reloj de muñeca. Aun sin prender una lámpara, con la luz débil de la mañana, o quizá de la tarde, que acribilla la habitación desde los agujeros de la persiana, compruebo la hora: la manecilla larga apuntando entre el  3 y el 4; la manecilla corta apuntando al 9. Observo el reloj digital de la mesita de luz en rojo el 1 y a su lado otro 1, seguido por dos puntos, uno encima de otro, y, luego, un 2 seguido de un 1, firmado con un PM.

I. La noche pareciera traer más silencio y calma que el día. Words move, music moves, leo sobre las páginas blancas. Se mueven las palabras, se mueve la música, traduzco. Only in time; but that which is only living, leo. Solo en el tiempo; mas aquello que solo vive, traduzco, espantando, con mi mano derecha a la moscas, que se arremolinan bajo el foco de luz que cuelga encima mío.  Can only die. Words, after speech, reach, leo. No puede sino morir. Las palabras, tras el discurso, alcanzan, traduzco. Into the silence, leo. Words, after speech, reach into silence, releo. Las palabras, tras ser dichas, aspiran al silencio, traduzco.

I. El hombre, blanco y rubio, va en auto hacia un dirección desconocida. Aun con la mano izquierda en el volante, saca, con la otra, unas fotos del bolsillo interior de su saco. Alternando entre ellas y el camino, las observa. Las fotos, pequeños momentos suspendidos, son de diferentes cosas: personas, autos, lugares. Todas llevan anotado algo, una referencia. Una de ellas es un motel americano. La escena corta. Ahora, veo el auto estacionándose. El hombre, blanco y rubio, sale de su lado izquierdo. La escena corta. Ahora, el hombre, blanco y rubio, pide la llave de su habitación. La escena corta. Ahora, el hombre, blanco y rubio, ve fotografías y papeles, desperdigados sobre una mesa, en una habitación de un típico motel americano. En la pared, arriba de la cabecera de la cama, hay diferentes papeles, anotaciones, fotos; todos unidos con tanzas de diferentes colores. El hombre cree escuchar algo afuera, como si alguien lo estuviera siguiendo. Asoma un poco la cara por la ventana, que se ilumina instantáneamente por el sol, pero no ve nada, ni a nadie. Se retira y se queda contemplando el gran laberinto que ha hecho en la pared. Noto, después de esta escena, que la trama parecería, por decirlo de alguna manera, avanzar; pero las escenas se retrotraen, avanzan para llegar a la anterior. La única manera, al parecer, que tiene la trama de avanzar es yendo hacia atrás en el tiempo.

 

I. Una araña, nada grande, espera pacientemente que algún bicho quede atrapado en su tela. La primera en caer es una mosca. Lucha por salir, forcejeando con la tela pero es inútil: no hay escapatoria. La araña, con lentitud sádica, se acerca a ella y comienza a comerla pacientemente. Sobre la parte desnuda de mi pecho reposa, a medio abrir, la caja de cigarrillos y, sobre la camiseta, el encendedor azul. Ambos caen hacia la derecha cuando me incorporo. Saco un cigarrillo de la caja. Haciendo clic, abro el encendedor cuadrado y luego prendo. Dos intentos bastan para que salga la llama y prenda el cigarrillo. El humo, a la luz del sol, se vuelve una espiral grisácea y espesa que se eleva, girando sobre su eje, hasta desaparecer. Vuelvo a recostarme sobre mi espalda, dejando, nuevamente, las cosas sobre mi pecho. La araña sigue aún ahí, en el centro de su tela, comiendo, lentamente, a la mosca.

 

I. A pesar del calor espeso, siento, al salir de la pileta, un frío momentáneo. El agua comienza a escurrirse de mi cuerpo a medida que camino hacia el sillón. Sobre la mesa de vidrio esmerilado, la portada blanca del libro, con lo que parece ser un ave fénix blanca en el medio, reluce aún más con el sol que reverbera en el agua de la pileta, espejo azulado. A su lado está el cuaderno, forrado con un relieve similar a telas de araña, y un lápiz, ya desgastado, donde he descargado mis nervios más de una vez. La pileta, enorme espejo azulado, replica un cielo limpio, sin una nube. Más allá, cerca del extremo opuesto, veo las copas ennegrecidas de los árboles. Al levantar la vista, compruebo que sus hojas son verdes. Diseminadas, suspendidas en el agua, flotan hojas, tanto recién caídas, como aquellas que han ido cayendo, imperceptiblemente, en lo que va del día, y que, ahora, de a poco, se van desintegrando. Me levanto, aun mojado, de mi silla. Junto al borde, veo mi rostro, también ennegrecido por el reflejo oscuro del espejo de agua. No se escucha ni un sonido.

I. Cruzo el inmenso parque, rodeando la pileta, enorme espejo azulado, con una taza de café en la mano derecha y un paquete de bizcochitos en la izquierda. Debajo de la línea de árboles, me esperan un sillón y una mesa de vidrio esmerilado. Dejo las cosas sobre ella y me siento. No se escucha nada. Tan solo un silencio matutino. En la lejanía imaginaria, escuchó a algún pájaro, de esos que cantan en la madrugada, sea de día, sea de noche. Al llevarme el café a la boca, siento, más notorio aun por el verano, su calor. Soplo antes de tomar. Dejo nuevamente la taza sobre la mesa. El café, que ahora se redujo a la mitad, se mueve en vaivén, hasta quedar, otra vez, quieto.

I. Time present and time past, leo sobre las páginas blancas. Presente y pasado, traduzco. Are both perhaps present in time future, leo. Tal vez están ambos presentes en el futuro, traduzco, escuchando a la pileta llenarse. And time future, leo, contained in time past. Y el futuro contenido en el pasado, traduzco. If all time is eternally present, leo. Si el tiempo entero, todo el tiempo, me corrijo, está eternamente presente. All time is unredeemable, leo, mientras un tero sobrevuela la quinta. Todo el tiempo es irredimible, traduzco.

lunes, 10 de octubre de 2022

Artillería pesada

 

Por esta vez, Porco Rex

Se va a dejar llevar por su alma

Impresionante se ve

Como el fantasma feo de un bagre

 

Porco Rex, Carlos Alberto Solari

 

MUJERES  CALIENTES QUIEREN ACOSTARSE CONTIGO


La primera vez que Horacio vio el anuncio vaciló. Había acercado el cursor sobre él pero no sabía si apretar o no. Pensó, a pesar de su poco conocimiento en la tecnología, que no era algo confiable, que quizá hacer clic en ese pequeño recuadro podría acarrear un virus informático. (Él desconocía el término pero se imaginó el colapso de su notebook.) Además, hacía tiempo que las relaciones sexuales (y todo su ritual) no le generaban más que una mezcla rara de repulsión y animosidad. Ver, sin embargo, era algo concreto. Era algo que no estaba sujeto a las incomodidades de la interacción. Había visto todo tipo de cosas: BDSM, pegging, gonzo, interracial, Young/old, POV, deepthroat, cosplay, etc. En un breve lapso de tiempo (no llegaba a ser un año y medio) era capaz de definir concisamente varios de los infinitos subgéneros pornográficos. Lograba comprender a la perfección sus lógicas y el rol de los actores en cada uno de ellos.

 

Horacio vivía solo. Después de un matrimonio fallido, prefirió la soledad antes que cualquier cosa. Ocasionalmente llamaba o recibía llamados de amigos. O se los encontraba en la calle y hablaban un rato. A veces, las menos, salía a comer o tomar algo. Nunca más que eso.

 

Al mismo tiempo que mirar pornografía se volvió algo habitual en su rutina, Horacio comenzó a soñar cada vez más con experiencias sexuales extrañas. Parecía que todo eso que su mente procesaba durante el día rompía la tenue barrera que separaba la realidad de los sueños, contaminándolos. En un principio, todo parecía ser parte de un sueño normal: diálogos ilógicos, asimetrías espacio-temporales, etc.; pero de repente todo se tornaba siniestro, por ejemplo: una mujer lo sodomizaba (fantasía común de Horacio por un largo tiempo) cuando de pronto el pene de Horacio se empezaba a prender fuego. Horacio despertaba sudado y erecto.

 

Horacio disfrutó durante algunas semanas del género Interracial.

 

Algunos sueños le hacían recordar a uno recurrente que había tenido cuando contaba con la edad de cinco o seis años. Se encontraba en la casa de su abuela materna mirando la televisión. Del televisor comenzaban a salir diferentes esqueletos vivos. Intentaban agarrarlo. Horacio sabía que era para arrancarle su pene. Despertaba con la sensación de que había perdido algo irremplazable y primordial. Estiraba el elástico del pantalón de pijama para asegurarse de que debajo siguiera teniendo su pene.

 

BDSM. Sigla que combina las letras iniciales de las palabras Bondage, Disciplina, Dominación, Sumisión, Sadismo y Masoquismo. Abarca un conjunto de seis modalidades eróticas relacionadas entre sí y vinculadas a lo que se denomina sexualidades alternativas. A veces, en el habla cotidiana, se utilizan las expresiones “sado” o “sadomasoquismo” para referirse al BDSM.

 

Había otras razones por las cuales Horacio nunca había apretado el recuadro que lo incitaba a acostarse con mujeres calientes. Algunas similares a la principal (el virus informático) como la idea de que se trataba de algún tipo de estafa o que, a partir de ese clic, alguna entidad desconocida podría sacar datos importantes de la notebook (su dirección, su nombre, etc.). Había otras, relacionadas con su personalidad: no le interesaba tener relaciones sexuales con nadie. Hacía años que el acto sexual le generaba cierto aburrimiento. Repetidas veces, había tenido ciertos problemas con el funcionamiento de su pene. A veces estaba horas sin poder eyacular. Eventualmente Horacio se aburría o la mujer se aburría, y su pene volvía al estado flácido.


MUJERES CALIENTES QUIEREN ACOSTARSE CONTIGO


Horacio disfrutó durante algunas semanas del genero Bukkake.

 

La esposa de Horacio comenzó a engañarlo unos años antes que él se jubilara. Horacio se había vuelto alguien huraño y, a medida que su cargo docente le empezó a parecer superfluo, se había dedicado a la fotografía. Solo estaba en la casa para leer, el resto del tiempo se dividía entre la docencia y sacar fotos en la calle. Ese ensimismamiento le permitía a la esposa pensar que Horacio desconocía sus engaños. Pero él sabía de ellos y optaba por ignorarlos. Al enterarse de que su esposa se acostaba con otros hombres sintió una sensación de alivio.

 

Gonzo. El término alude al periodismo gonzo, en el que el reportero es parte de la noticia. Por analogía, la pornografía gonzo coloca al operador de la cámara directamente en la acción, hablando con los actores o siendo él uno de los actores, sin separarse de la pornografía habitual.

 

El número de masturbaciones diarias que Horacio realizaba por día había crecido significativamente desde que mirar pornografía se había tornado algo habitual. Antes apenas llegaba a masturbarse tres veces en una semana. Luego pasó a tres por día hasta llegar hasta entre ocho o diez masturbaciones diarias.


MUJERES CALIENTES QUIEREN ACOSTARSE CONTIGO


Cuando el sueño recurrente donde era perseguido por esqueletos que querían arrancarle su pene se fue disipando, Horacio comenzó a irse a dormir más tranquilo. Sin embargo, siempre despertaba con la mano en su pene. La madre, que muchas veces había observado la obsesión de su hijo por tocárselo, le preguntó por qué lo hacía. A lo que Horacio respondía: “Necesito saber que sigue ahí”.

 

Horacio disfrutó durante unos meses el género JOI.

 

La pasión que alguna vez tuvo Horacio por la literatura se vio desplazada hacia la fotografía. Sus fotos se caracterizaban por un uso extraño de la luz y por tener en el centro de la imagen el objeto más insignificante de la escena. No sacaba fotos con fines profesionales, era algo así como un hobby que cubría una parte de su desinterés.

 

Horacio notó en un breve lapso de tiempo que los rollos de papel higiénico se acababan cada vez más rápido. En dos meses había llegado a comprar cinco packs de cuatro rollos cada uno. Llegado determinado momento comenzó a comprar rollos en supermercados diferentes.

 

Hentai. Es una palabra japonesa que puede traducirse como “pervertido” o “perversión”. Hentai es el nombre que recibe el género de manga (historieta japonesa) y anime (animación de dicha historieta) de contenido pornográfico. 


MUJERES CALIENTES QUIEREN ACOSTARSE CONTIGO 


Los domingos eran los días en que la masturbación ocupaba un espacio central. En esas horas muertas y vacías, Horacio solo quería masturbarse. No solo porque no había otra cosa para hacer, sino porque ese día se había transformado con el paso del tiempo en una tradición.

 

Horacio se enteró de los engaños de su esposa, en primer lugar, porque llegaba con olor a cigarrillo y a perfume de hombre. La otra pista fue que su esposa empezó a estar más callada y distante, rasgo que para Horacio delataba su culpabilidad.

 

Horacio disfrutó durante unos días del género Homosexual.

 

En algún momento posterior a su divorcio, Horacio intentó utilizar aplicaciones de citas. Fue durante esos encuentros, azarosos y aburridos, que notó la disfuncionalidad de su pene.

 

Horacio llegaba a masturbarse hasta veinte veces los domingos.

 

Desconocía las razones de la disfuncionalidad de su pene. Creía que el hecho de haber pasado gran parte de su matrimonio con poca o nula actividad sexual debía haber dejado algún tipo de secuela. El exceso de pornografía, quizá, también.

 

En la adolescencia, Horacio, al igual que el resto de sus compañeros varones, dibujaba obsesivamente penes en las hojas o en los bancos del colegio.

 

La única manera que Horacio tenía de eyacular en el periodo posterior a su divorcio era pura y exclusivamente masturbándose por su cuenta. 


MUJERES CALIENTES QUIEREN ACOSTARSE CONTIGO

El acto de mirar pornografía se convirtió, con el paso del tiempo, en un ritual. Primero se desnudaba de cuerpo entero; luego, se sentaba en la silla de su escritorio, frente a la notebook; colocaba el rollo de papel higiénico a su izquierda; elegía un sitio pornográfico gratuito; miraba algunos videos completes hasta que finalmente seleccionaba uno que era digno de su eyaculación.

 

Fisting. Es un término inglés con el que se designa la práctica de la inserción braquioproctal o vaginal. Un acto sexual consistente en la introducción parcial o total de la mano en el recto o la vagina de la pareja. Es una práctica considerada como extrema, y se suele recomendar que no se lleve a cabo sin los necesarios cuidados previos (desinfección, limpieza, guantes de látex, lubricante, etc.) y posteriores (dilatación paulatina).

 

Un día la madre de Horacio recibió una llamada del colegio. La directora, con una voz férrea y clara, le pidió que asistiera al colegio para una reunión. La madre, entre enojada y asustada, atendió a la cita.

 

Horacio disfrutó durante unas horas del género deepthroat.

 

Cuando la madre de Horacio se sentó frente a la directora del colegio, supo que nada bueno iba a ocurrir. La directora comenzó a explicarle que Horacio había estado mostrando su “miembro” (la incomodidad de la directora se mostraba en la articulación de cada letras) a compañeros y compañeras. Y, peor aún, había estado tocándoles el “trasero” a sus compañeras.

 

A veces, el ritual de masturbación de Horacio sufría algún tipo de variación. Por ejemplo: en vez de solamente observar los primeros videos, antes de elegir el que era digno de eyaculación, empezó a mirar mientras comía algo (por lo general, snacks).

 

Horacio comenzó a notar, luego de que mirar pornografía se tornara algo habitual, que sus deseos de masturbación aparecían en los lugares más extraños: cuando daba una clase sobre vanguardias históricas, cuando esperaba que lo atendieran en la panadería, etc. Tan solo cedió ante el deseo una vez: estaba en un restaurant, comiendo con un amigo, cuando el deseo de masturbarse lo atacó. Fue hasta el baño y se masturbó ahí.

 

Cuando la madre de Horacio volvió de la reunión con la directora del colegio, le enseñó a su hijo (que no tenía más de once años), a fuerza de golpes e insultos, que no debía ni mostrar su “miembro” ni tocarle el “culo” a sus compañeras. 


MUJERES CALIENTES QUIEREN ACOSTARSE CONTIGO

El anuncio aparecía esta vez como un pequeño recuadro en el medio de la pantalla, impidiendo hacer clic en otro lado. Alejado del recuadro, en la esquina superior derecha, había una pequeña cruz para cerrar el anuncio. Horacio dudaba. Si apretaba, quizá se encontraría con alguien. Imaginaba que ese alguien femenino estaría también atravesado por la experiencia pornográfica y que sería similar a él. También pensó que podría materializar algunas de sus fantasías con dicha persona imaginaria y que ella podría materializarlas en él. La sublimación de sus más retorcidos deseos estaba al alcance de su mano. Tan solo bastaba un clic.