martes, 26 de julio de 2022

Los problemas de un problema

… es una expresión, una manera de decir


1 Nunca dudaba cuando me preguntaban si era feliz. Tan solo respondía: “Sí, bastante” sin siquiera pensar si mentía o decía la verdad. Es como cuando te preguntan el nombre o la edad: la introspección no parece necesaria.

1.1 No sé bien el por qué esta introspección ocurre ahora. Años, meses, días, horas, minutos, segundos, pensando y parece que solo ahora pienso realmente. Los recuerdos, los pensamientos, las cosas que están en mi mente, emergen solos, sin que los llame.

1.11 Cosas: no encuentro una mejor manera de definir lo que uno aloja en la mente. Hay recuerdos pero también pensamientos que articulan las diferentes ideas. La mente incluso aloja cosas de las cuales ignoramos su existencia. “Cosas”, cosas que, al no presentarse nítidas, intentamos vanamente delimitar, trazando sus contornos, para luego pensar que esos contornos caben en las palabras.

1.2 La mente es como una especie de casa con un altillo oscuro, en el que guardamos las cosas que más odiamos, apilándolas, para no tener que verlas. Con el tiempo nos vamos olvidando de ellas hasta que el altillo se vuelve insoportablemente molesto. Nos abruma su existencia, hasta que nos obliga a ordenarlo.

1.3 Las personas se interesaban continuamente por mi felicidad. La vida no había sido injusta conmigo: tenía salud, plata, un trabajo, un lugar donde vivir; veía a mis amigos regularmente, tenía relaciones amorosas, etcétera. Todo ello a la edad de treinta y tres años. Seguramente, esto debió ser percibido, incluso envidiado, por los demás.

1.31 Ignoro la exactitud de mi edad. Sé, imprecisamente, que tengo 33 años. Desconozco los meses, los días, las horas, los minutos y los segundos en los que mi existencia ha estado transcurriendo. Decir que soy “joven” es tanto o más impreciso.

1.4 La pregunta logró repetirse interminablemente en mi cabeza, hasta adquirir, en determinado momento, importancia. La pregunta dejó de exigir la repuesta sencilla, ahora inquiría una compleja, aun no formulada. Intenté, inútilmente, acertar siquiera una palabra pero quedé sola frente al silencio.

2 Las palabras me resultan inútiles. Los significados se dispersan, se confunden, carecen de exactitud. No hay una posibilidad real de que sea comprendida por los otros. Las intenciones primeras que guían esta selección de palabras no serán, no podrán ser, comprendidas.

2.1 El uso de las palabras, mi uso de las palabras, para describir mi situación, su profundidad, responde más a la resignación que a la creencia firme en ellas. (No creo tampoco que nadie más que yo logre entender que significa, aquí, “profundidad” o “resignación”.)

2.11 Zoe Amenábar, mi nombre, incluso, ha persistido por resignación. El nombre pasará de definir a una mujer, profesora de filosofía, de pelo rubio, blanca, de ojos verdes, de complexión media, de voz suave, a definir la nada, absoluta y total.

2.12 “Rubio”, “blanca”, “verdes”, “media”, “suave”: ninguna de estas palabras le permitirá a nadie siquiera imaginar quién o qué es Zoe Amenábar.

2.2 No creo haber sido siempre así. La enfermedad, este mal que me muerde, ha, tan solo, aparecido, emergiendo, como nuestro alrededor cuando uno abre los ojos.

2.3 Intento buscar la palabra justa, la que mejor exprese las cosas que ocurren en mi mente. Cada intento resulta exhaustivo, hasta que, finalmente, renuncio a mi entusiasmo por siquiera contar una anécdota banal, de mi vida rutinaria.

2.31 Una demostración de esto ocurrió en mi estudio. Mecanografiaba una carta dirigida a un familiar pero, y sin advertirlo, las palabras se comenzaron a atomizar. No había palabra que pudiera definir bien qué era lo que quería decir. No sabía, no podía saber, qué comprendería el otro de mis palabras.

2.4 La imposibilidad de encontrar las palabras que puedan describir el mundo que me rodea y expresar aquello que me sucede internamente, hace que me sienta la única mujer, la única persona, que es real.

2.41 Solo, y únicamente, mis palabras poseen un sentido indudable. Las palabras del otro resultan incomprensibles, herméticas, volviéndolo a él, el otro, lejano e irreal.

2.411 Sentido: tiene dos interpretaciones básicas. La primera: la dirección en la que algo se dirige. La segunda: la inserción de algo en una cadena de significados. Ambas son correctas en este uso.

2.412 Muchos hombres y muchas mujeres me han dicho cosas tales como “Te quiero”, “Te amo”, “Sos muy linda”, etcétera, a lo largo de mi vida. Ninguna de esas veces significó, logró significar, algo.

2.43 La irrealidad del mundo, sin embargo, pareció quebrarse, fugazmente, un día en la calle cuando volvía de dar clases. Mientras esperaba que el semáforo se pusiera en rojo para poder cruzar, en el otro lado de la calle, en la otra vereda, vi a una mujer que caminaba en dirección opuesta. Por su manera de caminar, por su pelo rubio y por su perfil me reconocí en ella.

2.5 La inutilidad de las palabras, tanto propias como ajenas, me hace sentir que mi cuerpo flota suspendido, sin discernir tiempo y espacio, en el vacío universal.

3 Las llamadas telefónicas siempre me han causado un vértigo inusual. El terror de escuchar una voz sin ver el cuerpo, siquiera la boca, de quien expele las palabras es, debe ser, lo que lo provoca.

3.1 No tiendo a levantar el teléfono. A veces, el miedo al vértigo es mayor que la curiosidad. Dejo que el teléfono suene hasta que la persona deje un mensaje en la máquina contestadora. Entre el momento en el que el mensaje queda listo para ser reproducido y el momento en que lo escucho, hay un número inexacto de horas en las que me preparaba para hacerlo.

3.11 Hay veces, las menos, que, sin embargo, levanto el auricular. Ocurre tan solo a las 11:45 y a las 16:30, que son horarios en los que llaman compañías telefónicas o de tarjetas de crédito mediante máquinas automáticas, con las cuales me siento menos culpable de colgar la llamada.

3.2 Hace unos días alguien llamó y, quizá, si no hubiera atendido no me encontraría, ahora, en esta posición, en este estado. Al levantar el auricular, una voz llegó del otro lado. Era una voz suave que sonaba conocida. Sin más, la voz me pedía que nos encontráramos en una plaza, a una cuadra de mi departamento. Aunque asustada, asistí, precavida, al encuentro. Al llegar, la vi. Era una mujer, de pelo rubio, blanca, de ojos verdes, de complexión media.

3.21 La mujer me pidió que me sentara en un banco de madera en la misma plaza. No había rasgo ajeno que no se asemejara a los propios: la manera de peinarse, la manera de hablar, el tic nervioso de rasgarse el muslo.

3.22 No tardó en explicarme que no era un espejismo, que éramos, en esencia, la misma. Aunque me mostré intranquila por afrontar el hecho, no tardé en considerar que su aparición podría liberarme de mi enfermedad.

3.23 Al decir que me gustaba salir a caminar cuando el sol está bajando, ella comprendía con exactitud qué tanto, cómo y por qué me gusta salir a caminar cuando el sol está bajando. Podía sentir, de mi misma manera, la pureza de ese enunciado, como si el sentimiento estuviera impreso en su mente.

3.3 Zoe Amenábar, la otra Zoe Amenábar, y yo comenzamos desde ese entonces a conversar regularmente. Nos encontrábamos en la plaza de siempre, cuatro veces a la semana. Ignoro dónde iba ella después. Otras veces caminábamos juntas, hasta perdernos por las calles, olvidando los restos irreales del mundo.

3.31 Tímidamente, la invité a mi departamento. Ella entendía a qué la invitaba, el por qué. No desconocía nada de lo que le dije. Hablamos horas, horas que parecieron minutos. La cama nos pudo contener a ambas. Esta mañana, la mañana siguiente, no había rastros de una persona en la casa más que yo.

3.311 La melancolía renace rabiosamente en mí. Los temores, la fobia, la irrealidad, emergen, nuevamente, furiosos. Ingeriré cuantas pastillas pueda hasta que el silencio sea lo único que logre escuchar. No habrá más cosas, no habrá más palabras, tan solo la nada, absoluta y total.


a Amparo Franchi, por la conversación infinita

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