Lo que sé arruina lo que deseo
E.M. Cioran
Oublier ces heures
Qui tuaient parfois
A coups de pourquoi
Le coeur du bonheur
Jacques Brel
… Las horas transcurrirían, incesantes, sin que ellos lo notaran. Y entrarían nuevamente a lo que sería su casa, enojados o felices, pero entrarían. No se despedirían, como la hacían al principio, con un beso. No emprenderían la vuelta a sus respectivas camas. Ella no entraría al edificio, inmediatamente después de despedirse con un beso, ni él comenzaría a caminar por la calle mal iluminada hasta llegar a su casa. No. Entrarían juntos, dormirían juntos, en su casa, todas las noches, uno al lado del otro. Ella roncaría, él se desvelaría o simplemente se despertaría, riéndose, y volvería a dormirse, con la seguridad de que la próxima mañana ella, acostada a su lado derecho, seguiría ahí. Todo seguiría ahí. Intacto.
Visto de afuera, el edificio A parece un enorme ladrillo blanco y homogéneo, de dos pisos de altura, con ventanas que, idénticas y equidistantes unas de las otras, interrumpen, vislumbrando los pasillos y las oficinas, la monotonía estructural. Un ventanal recorre, de un lado a otro, la pared que mira al predio de la Universidad. Tanto las paredes laterales, como aquella que mira hacia fuera del predio, son del mismo blanco que la estructura superior. El edificio forma un triángulo casi perfecto con el edificio B y el C. Dentro, consta de innumerables oficinas y puertas de madera en las que se ha pegado un cartel aclarando qué se encuentra detrás de ellas y los horarios de atención particular de cada oficina. La planta baja, el primer piso y el segundo están conectados por dos escaleras de cemento acerado, con barandas de metal: una en el centro del edificio y otra hacia el fondo del edificio, en dirección al campo de deportes, que recorren el edificio en zigzag. A medida que Augusto sube, con pasos lentos y fatigados sin razón aparente, como todas las mañanas, comienza a sentir que cada piso reduce su tamaño. Al llegar al segundo piso, mira, primero la derecha, luego a la izquierda, como si buscara algo, el estrecho y largo pasillo. Una oscuridad teñida por el sol que se filtra desde sus extremos domina los intermedios del pasillo. Augusto dobla hacia la izquierda, el tramo más largo. A medida que avanza comienza a sentir que, en vez de acercarse a su oficina, la A216, se aleja; la vaga impresión de no avanzar, como si se encontrara en una cinta móvil, no tarda en volverse algo terrorífico y claustrofóbico, haciendo que la mirada de Augusto rebote en otro punto y no en la última puerta del pasillo, iluminada por el sol que se filtra por las ventanas. Mira las puertas, los carteles, sus zapatos como si fuera a encontrar, ahí, algo nuevo, y no las mismas puertas, los mismos carteles, los mismos zapatos marrones que ve todas las mañanas, todos los días, todas las tardes, todos los cinco días de la semana.
La puerta de la oficina ya se encuentra abierta cuando Augusto llega. Aunque espera encontrarse con alguien, del otro lado no hay nadie. Los cuatro monitores cuadrados, dos más acá de la puerta, dos más allá, dándose la espalda, las cuatro sillas con ruedas, algo desgastadas por el uso, y el archivero se encuentran impolutos, como los había dejado ayer. Aunque la pequeña ventana rectangular filtra algo de luz, los tubos fluorescentes, surcando en paralelo el centro del techo, están prendidos. Augusto se sienta en su silla, al lado del archivero. Prende el CPU, luego el monitor. Espera unos segundos y la pantalla instantáneamente se ilumina. Los ojos, aun algo cansados, se acomodan, dolorosos, a la luz artificial.
La paloma muerta, había pensado, debió ser algún tipo de mal augurio. Cuando repasaba los hechos de manera insistente, como si en ese examen se encontrara, en un momento de iluminación, algo omitido la vez anterior (un gesto, una sonrisa o la ausencia de ella, cierta articulación de las palabras) que daría la clave, la confluencia de un sentido a todo esto, la paloma aparecía siempre.
Apareció minutos antes de la primera cita. Augusto esperaba cruzar la calle, cuando de repente se dio cuenta que, casi siendo unos con el empedrado, se veían los intestinos, entre rojos y sucios, a la intemperie. La paloma era, gracias a todos los autos que debieron pasar por encima de ella, casi irreconocible como paloma: parecía cualquier otra cosa que una paloma. Quizá una mancha, similares a los que veía uno en las películas, acompañadas de un psicólogo. La observó detenidamente, con cierto asco extraño, sin poder despegar los ojos de su forma: las alas extendidas hacia ambos lados, los intestinos -lo intactos por lo menos- desparramados hacia los bordes, sin ningún tipo de contención. El rostro era lo menos reconocible.
Las horas deben estar transcurriendo. Las horas deben estar, a su manera, avanzando, aunque él no lo crea. No encuentra, por más que lo intente, la diferencia entre el momento en el que ha subido, con pasos lentos y fatigados sin razón aparente, como todas las mañanas, las escaleras, y este, en el que ahora pareciera encontrarse, frente a la computadora, con los mails que llegan, uno tras otro, único en la oficina, quizá en el edificio. No ha venido nadie en lo que va del día. Ni Francisca, ni Graciela, menos aún Sergio. Cree, por momentos, cuando escucha pasos en los pasillos, que alguien se acerca, pero los pasos frenan, súbitos, de manera que esa pequeña esperanza de que alguien entre, se disipa ni bien pareciera completarse.
El sol de la tarde volvía todo más real: la cama, las sábanas, el escritorio, el cuadro en la pared, las paredes blancas, Francisca, acostada boca arriba, su piel broncínea, sus pelos rubios, levemente ondulados, los ojos verdosos que lo miran con detenimiento, hipnotizada, los dientes blancos, el rostro, los pequeños pelos, imperceptibles de lejos, notorios de cerca, que se aparecen aquí y allá en sus cachetes, sus pezones, sus tetas, queriendo caer, sin lograrlo del todo, una a cada costado de su torso; Augusto también se volvía más real, su cuerpo delgado, incorporado al lado del de ella, apoyado sobre la pared, los pelos indomables de sus piernas y brazos, algunos que asoman, como pequeños puntos, en la pera y las facciones marcadas, el pecho lampiño, las manos acariciando suavemente los cachetes de Francisca, la verga replegándose, nuevamente, sobre sí misma, entre sus piernas, aún húmeda. Algún diablo debe estar entre nosotros dos, había dicho él o ella, aunque ella creía que era algo que solo podría decir él y no ella; pero, por otro lado, dada la situación, podía ser algo que, enajenada en su extraña melancolía, podría decir ella. Ninguno -de esto si estaban seguros- había dicho nada después. La reflexión sólo interrumpió el silencio y flotó, quizá densamente, aunque ellos lo desconocieran, por la habitación.
Irían un domingo a la casa de sus suegros, los de ella o los de él, con los chicos, si es que tendrían chicos. Comerían todos juntos un almuerzo. Renegarían con los chicos si no quisieran comer o si se portaran mal. Augusto hablaría con su suegro sobre temas de hombres. Francisca hablaría con su suegra sobre temas de mujeres. Los abuelos les mostrarían a sus nietos fotos de cuando sus padres eran más jóvenes. Cuando tenían la edad de ellos, o cuando tenían la edad que ellos iban a tener. Les enseñarían cosas simples que para ellos, con su poco conocimiento del mundo, serían el principio de algo inimaginable.
En el pasado, creía, debía encontrarse, quizá, el error, el instante, la decisión, antes de la decisión, consciente o inconsciente, que hubiera torcido, resquebrajado, el marco y el cristal en el que se disponía todo lo pudo haber sido.
El sol de la tarde desnudaba lo que se resistía a ser dicho. Si habían llegado a esa hora de la tarde sin hablar ni un poco de nada, era porque ambos sabían que hablar era ponerle fin. No querían dirigirse la mirada. Nunca, en estos momentos, se había dirigido la mirada. Ninguno tenía la culpa del final. O, mejor dicho, ambos tenían la culpa. Ambos, a su manera, habían tomado la decisión. Aunque ella aclarara que había arrepentimiento de su parte, que ella no quería que esto, la relación, terminara, él no creía, en ese momento, ambos desnudos, ante el sol de la tarde, que hubiera arrepentimiento. Si se iba a Alemania y lo quería hacer sola, era porque ya estaba determinada, y él, Augusto, poca relevancia tenía en la decisión. No había nada que hacer al respecto. Los proyectos de vida, ella en Alemania, él aun en la Universidad, inevitablemente, colisionaron. No hay nada que hacer, entonces, dijo él, largando ya la primera lágrima. No, no hay nada que hacer, le respondió.
Visto de afuera, el edificio A parece un enorme ladrillo blanco y homogéneo, de dos pisos de altura, con ventanas que, idénticas y equidistantes unas de las otras, interrumpen, vislumbrando los pasillos y las oficinas, la monotonía estructural. Un ventanal recorre, de un lado a otro, la pared que mira al predio de la Universidad. Tanto las paredes laterales, como aquella que mira hacia fuera del predio, son del mismo blanco que la estructura superior. El edificio forma un triángulo casi perfecto con el edificio B y el C. Dentro, consta de innumerables oficinas y puertas de madera en las que se ha pegado un cartel aclarando qué se encuentra detrás de ellas y los horarios de atención particular de cada oficina. La planta baja, el primer piso y el segundo están conectados por dos escaleras de cemento acerado, con barandas de metal: una en el centro del edificio y otra hacia el fondo del edificio, en dirección al campo de deportes, que recorren el edificio en zigzag. A medida que Francisca sube, con pasos lentos, apoyando la sandalia con seguridad sobre el escalón, como todas las mañanas, comienza a sentir que cada piso reduce su tamaño. Al llegar al segundo piso, mira el estrecho y largo pasillo a su izquierda. Una oscuridad teñida por el sol que se filtra desde sus extremos domina los intermedios del pasillo. Francisca avanza en dirección a la oficina.
Repasaba los hechos de manera insistente, como si en ese examen se encontrara, en un momento de iluminación, algo omitido la vez anterior (un gesto, una sonrisa o la ausencia de ella, cierta articulación de las palabras) que daría la clave, la confluencia de un sentido a todo esto. Los viajes a la costa, las peleas, los besos, cada momento en el que habían tenido sexo, los abrazos, los llantos, las promesas hechas, cumplidas y rotas, los momentos de quiebres, las distancias. Todo le resultaba inmenso y cualquier atisbo de coherencia se volvía un punto extraviado en el centro de la misma nada.
El camino, quizá, creía, era el inverso: no se encontraría el sentido del futuro revolviendo el pasado, sino que revolviendo el futuro deseado (¿por quién o quiénes?) se encontraría el sentido del pasado.
Al entrar, Francisca se acerca a Augusto y le da un beso en el cachete. Ambos tienen la vaga impresión, incluso después de tanto tiempo, de que así no se deberían saludar pero, al instante en el que se dan cuenta, recuerdan. Ella se sienta en diagonal a él, como todas las mañanas, todos los días, todas las tardes, todos los cinco días de la semana.
Ya no habría escenas de celos. La distancia entre perder –como quien dice- al otro y poseerlo se reduciría. Solo serían ellos dos. Nadie más. Quizá un hijo o una hija. Quizá dos. No desconfiarían de nada. Ella le diría Te amo, con seguridad, sin dudar de su grado de verdad. Él también le diría Te amo, con seguridad, sin dudar de su grado de verdad. Uno miraría al otro, un día, sin que éste se dé cuenta, y la felicidad lo inundaría todo. La felicidad, que se habría construido durante mucho tiempo y que, ahora, era imposible de derribar, sería la certeza de que las decisiones, los errores, los enojos, el odio, el amor, fueron, quizá por destino, quizá por azar, parte de lo que tenía que ocurrir.
Las horas deben estar transcurriendo.
Habían salido de trabajar, los dos juntos. Habían hablado, suspendiendo por un momento el presente, de estos últimos días. Mientras se dirigían hacia el estacionamiento, Francisca le contaba sobre su viaje a Alemania. No había, ni en ella, ni en él, un atisbo de enojo, remordimiento o resentimiento. La nostalgia era imprevisible, quizá necesaria.
Y, ahora, están acá, entre el pasado y el futuro, en lo que pareciera ser el presente, uno frente a otro, en el estacionamiento de la Universidad, donde habían estudiado, donde se habían conocido, mirándose, sosteniéndose la mirada, ella sus ojos verdosos, él pardos. Ambos, quizá, repasan lo que piensan que ha sido una vida con el otro, por más que hayan sido 3 años. En este momento suspendido, en el que las miradas se sostienen, parecería estar contenido el final esperado, el final imposible pero real, el sentido de todo. Entre el pasado lejano y el futuro. El futuro de todo aquello que podría haber sido; pero ambos saben, o creen saber, que no tiene sentido detenerse en todo lo que podría haber sido, sino en lo que fue.