I
Siempre que encuentro una película
de terror (ya sea por las redes sociales, ya sea en los libros) tengo que por
lo menos ver la trama. Y siempre que ocurre, siento una extrañeza ante este
sentimiento casi in-mediato.
Me resulta extraño por dos
motivos. El primero: soy muy cagón, me asusto fácilmente con esas películas y
por lo general luego me generan ciertas paranoias que me acosan durante semanas.
El segundo: este interés por, aunque sea, leer las tramas, no me ocurre con
otros géneros. No me ocurre con la ciencia ficción, ni las películas de superhéroes,
ni con las dramáticas. No sé si será el morbo o, simplemente, la oportunidad de
imaginarme una trama compleja y macabra que después pueda utilizar en algún
cuento. La cuestión es que siento (y el sentimiento sale de algún lugar poco
claro y desconocido de mi mente) el impulso fervoroso de ver las tramas, de ver
los posters de presentación, etc. de las películas de terror y, posteriormente,
la película en sí.
Pero no cualquier tipo de películas
de terror. Específicamente hablo de las películas de terror de los años ‘70 y ‘80
(quizá algunas de los ’60 y ‘90). La industria hollywoodense del terror gozó esos
años con mucho placer. Diría, incluso (pero desconozco), que es la época más prolífica
del cine de terror. En todas las novelas, libros de cuentos o las mismas películas
(y acá me pongo algo williamsiano) que tratan sobre esas décadas estadounidenses,
los personajes van al cine y por lo general ven películas de terror. Pensemos
en Donnie Darko (2001), Less than zero (1985), la primer novela
de Bret Easton Ellis o la famosa serie Mad
Men. En todas ellas aparece directa o indirectamente el cine de terror.
II
Ese cine contiene algo que el
cine contemporáneo lentamente va cancelando con las innovaciones tecnológicas. Acá
estamos hablando de los efectos especiales. Ahora es algo bastante normal el
uso de efectos especiales digitales, pero antes los efectos se limitaban a
sangre falsa, maquillaje (cosa que todavía no ha quedado descartada del todo) y
la inventiva de los directores y personal del set para lograr generar efectos
en los espectadores. El terror al ser un género masivo y popular (y esto también
ocurre en la literatura) tendía a tener presupuestos bastante ajustados. Eran películas,
por decirlo de alguna manera, baratas, que a su vez recaudaban un dineral
cuantioso.
Lo divertido de esas películas es justamente eso: los efectos que uno
puede catalogar como “malos”, en comparación con los actuales.
Lo interesante de esas películas es observar cómo, sin tener la
facilidad de las computadoras y equipos, los directores logran captar el miedo,
la angustia y el horror con los materiales más rústicos. Pongamos como ejemplo
una película que recientemente tuve la oportunidad de ver en la pantalla
grande: The Serpent and the Rainbow [La serpiente y el arcoíris] (1988) del
maestro Wes Craven. Si bien el director ya tiene experiencia, las escenas más
asfixiantes y claustrofóbicas de la película son, esencialmente, hechas con “malos”
efectos. No hay ni una pantalla verde, ni nada por el estilo. Cuando el
protagonista se encuentra en sus pesadillas y el escenario cambia de una
habitación principal a un ataúd donde lo van a enterrar vivo, todo se logra
mediante el corte preciso de cámaras y un gran despliegue de personas detrás del
set. Nada de lo que se usa es, en esencia, algo lujoso: sangre falsa, paredes
acartonadas, corte y despliegue de tomas oblicuas.
Propongo otro ejemplo, de otro
maestro del cine de terror: John Carpenter. In
the mouth of madness [En la boca de
la locura] (1994)[1] se
centra menos en los procesos psíquicos del protagonista que La serpiente y el arcoíris, aunque si
como va sucumbiendo de a poco en la locura. Podríamos decir que, si bien la de
Craven juega con el sueño, la locura y la realidad, no se desprende del orden
de lo real (y dentro de él, lo místico y chamanico). Mientras que la de
Carpenter, convoca a escenas del orden de lo irreal. El personaje de Sam Neill
se va metiendo en una trama donde lo monstruoso prima. No hay religiones, no
hay sueños de la misma manera que funcionan en la de Craven. Los sueños, en En la boca de la locura, son reales, en La serpiente y el arcoíris no. Los
monstruos que en estos se proyectan son reales, en tanto creados por otro. Sam
Niell no logra nunca despegarse de los sueños y de sus monstruos, porque estos
son inherentes a su mundo. Y, he aquí, el tema que me importa. Los monstruos
que se pasean por la película de Carpenter son como enormes juguetes. Son
maquetas que parecen ser movidas por algún empleado del set que anda por ahí atrás
escondido. Y, sin embargo, hay algo de esa monstruosidad que asusta, que incomoda.
Por más que supongamos de que están hechos, materialmente, por fuera de la
ficción, esos monstruos, inquietan, no hay otra palabra para designar lo que producen
Podríamos, entonces, pensar que
lo que asusta no es un “buen” efecto especial para que todo aquello luzca más
parecido a las pesadillas, es decir, a como estas se le presentan al hombre: su
estructura, su contenido, etc. Para que los monstruos sean tan reales como
nosotros. Sino que lo que pareciera asustar –inquietar- al espectador es lo grotesco. ¿Qué importa que sepamos
que lo utilizado es sangre falsa y que encima esa sangre falsa se vea como si tiráramos
kétchup en un cuerpo? No importa. La mezcla entre lo “barato” y lo macabro nos
da, como si esto fuera matemática, lo grotesco. Lo grotesco es lo que nos
inquieta, lo que nos hace preguntarnos, como si hubiéramos tenido un déjà vu, “¿Por qué esto me asusta, me
inquieta, tanto? ¿De dónde viene esto? Esto yo ya lo vi” Y, confundidos, nos
daremos cuenta, que todo eso era conocido porque así son nuestras pesadillas.
Así se estructuran, así se nos presentan, así –para decirlo de una vez y sin
dudarlo- son nuestras pesadillas
III
Sin embargo, creo que es necesario
complejizar el tópico un poco más. Si bien, como dijimos hasta ahora, hay
elementos grotescos proporcionados por los efectos especiales rústicos de
aquellos años, no podemos pensar el cine de terror de los ‘70 y ’80 como un
producto cerrado. Nuestra manera de mirar los productos culturales del pasado tiene
que ver con cómo miramos los productores culturales del presente.
Hoy en día, abundan las películas
de terror de tramas psicológicas (que se mezclan, sí, con elementos
sobrenaturales o de ciencia ficción), las de índole simbólico y algunas que
tienen que ver con el índole de lo real, más allá de su verosimilitud. Nombraré
algunos ejemplos: Get Out (2017), The VVitch (2015), The Lighthouse (2018), Sinister
(2015) y Creep (2014). Otras más,
que podrían entrar en la categoría de terror, de una manera más laxa, son: Mother! (2017), Split (2016) y Midsommar (2019).
Pocas de estas películas son
similares a las que se puede encontrar en el inmenso catálogo de los ‘70 y ‘80.
Principalmente porque las películas de los ‘70 y ‘80 tenían el objetivo, intrínseco
diría, de entretener al espectador sin menospreciarlo: presentan una trama
simple (aunque no menos elaborada) y una estructura no más trabajosa. El
espectador se mete de lleno en la acción. En cambio, las películas estas últimas
dos décadas no tienen como objetivo el entretenimiento, en la cual hay una trama
y una estructura simple, sino que complejiza las formas y las tramas. Estas películas
terminan siendo morosas y el espectador tiene que estar, por demás, atento a
cada elemento que aparece en la trama, por más pequeño que sea. A diferencia de
las películas de los ’70 y ’80, estas películas no dejan al espectador relajado
para entregarse al terror. Requieren, de alguna manera, la atención constante
por lo que ocurrirá y ocurrió.
Hablemos, por ejemplo, de Sinister (2015). La trama, y es fácil
notarlo, presenta una complejidad constante. Aparecen constantemente personajes
que no sabremos cómo van a intervenir en la historia, a los cuales el
espectador tiene que prestar suma atención. Lo mismo con los elementos en los que
se encuentra inmerso Ethan Hawke: todos ellos son importantes y a la vez no. Todo
forma parte de una especie de universo (o no) de Schrödinger. Es y no es.
Nada hay en Sinister que nos permita entregarnos al terror. Tenemos que estar
sumamente atentos a cómo se desarrollan los personajes, como intervienen y se
interrelacionan, a los objetos y el hábitat de los personajes. Nada podría
estar más alejado de las películas tales como La serpiente y el arcoíris o En
la boca de la locura donde, a pesar de presentarnos algo interesante, todo
ello se desliza sutilmente sin que el espectador asuma el rol de detective.
IV
Es necesario aclararlo: es
defendible por un lado el “nuevo” cine de terror (nada de lo que diga, sin
embargo, lo cambiaría), en contraposición con el “viejo”. Propone que el
espectador tome una participación activa a la hora de reconstruir la trama a
medida que avanza. Siempre hay elementos del principio que el espectador
necesita para el presente y el futuro. Mientras que en el cine de terror “viejo”
la historia avanza, el pasado no adquiere una relevancia importante. No pesa
ignorar ciertas cosas. De hecho, este cine lo fomenta.[2] Pero
la crítica que propongo es que el cine de terror deja de ser ocioso. El espectador es un actor más, anulándose
la característica catarquica del cine de terror. El hecho de sacar al terror de
su clasificación de género menor -que tan bien le hacía-, hace que expulse a
cierta parte de los espectadores. Hace de algo placentero, un trabajo moroso.
[1]
Aunque la película sea de una década de la que no nos ocupamos, es imposible
disociar a Carpenter de su cine, y el
cine, producido por los años ‘70 y ‘80.
[2]
Podríamos decir que el cine viejo considera al tiempo lineal: la historia
avanza, pocos (por no decir todos) elementos del pasado se requieren para
resolver el presente y el futuro de la película. En cambio, en el cine nuevo
vemos que la lógica temporal se quiebra. El pasado está en el presente y en el
futuro y viceversa. No hay avance, ni retroceso, porque no hay una línea recta
del tiempo.
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