martes, 2 de noviembre de 2021

Anotaciones sobre el cine de terror

I

 

Siempre que encuentro una película de terror (ya sea por las redes sociales, ya sea en los libros) tengo que por lo menos ver la trama. Y siempre que ocurre, siento una extrañeza ante este sentimiento casi in-mediato.

Me resulta extraño por dos motivos. El primero: soy muy cagón, me asusto fácilmente con esas películas y por lo general luego me generan ciertas paranoias que me acosan durante semanas. El segundo: este interés por, aunque sea, leer las tramas, no me ocurre con otros géneros. No me ocurre con la ciencia ficción, ni las películas de superhéroes, ni con las dramáticas. No sé si será el morbo o, simplemente, la oportunidad de imaginarme una trama compleja y macabra que después pueda utilizar en algún cuento. La cuestión es que siento (y el sentimiento sale de algún lugar poco claro y desconocido de mi mente) el impulso fervoroso de ver las tramas, de ver los posters de presentación, etc. de las películas de terror y, posteriormente, la película en sí.

Pero no cualquier tipo de películas de terror. Específicamente hablo de las películas de terror de los años ‘70 y ‘80 (quizá algunas de los ’60 y ‘90). La industria hollywoodense del terror gozó esos años con mucho placer. Diría, incluso (pero desconozco), que es la época más prolífica del cine de terror. En todas las novelas, libros de cuentos o las mismas películas (y acá me pongo algo williamsiano) que tratan sobre esas décadas estadounidenses, los personajes van al cine y por lo general ven películas de terror. Pensemos en Donnie Darko (2001), Less than zero (1985), la primer novela de Bret Easton Ellis o la famosa serie Mad Men. En todas ellas aparece directa o indirectamente el cine de terror.

 

II

 

Ese cine contiene algo que el cine contemporáneo lentamente va cancelando con las innovaciones tecnológicas. Acá estamos hablando de los efectos especiales. Ahora es algo bastante normal el uso de efectos especiales digitales, pero antes los efectos se limitaban a sangre falsa, maquillaje (cosa que todavía no ha quedado descartada del todo) y la inventiva de los directores y personal del set para lograr generar efectos en los espectadores. El terror al ser un género masivo y popular (y esto también ocurre en la literatura) tendía a tener presupuestos bastante ajustados. Eran películas, por decirlo de alguna manera, baratas, que a su vez recaudaban un dineral cuantioso.

Lo divertido de esas películas es justamente eso: los efectos que uno puede catalogar como “malos”, en comparación con los actuales.

Lo interesante de esas películas es observar cómo, sin tener la facilidad de las computadoras y equipos, los directores logran captar el miedo, la angustia y el horror con los materiales más rústicos. Pongamos como ejemplo una película que recientemente tuve la oportunidad de ver en la pantalla grande: The Serpent and the Rainbow [La serpiente y el arcoíris] (1988) del maestro Wes Craven. Si bien el director ya tiene experiencia, las escenas más asfixiantes y claustrofóbicas de la película son, esencialmente, hechas con “malos” efectos. No hay ni una pantalla verde, ni nada por el estilo. Cuando el protagonista se encuentra en sus pesadillas y el escenario cambia de una habitación principal a un ataúd donde lo van a enterrar vivo, todo se logra mediante el corte preciso de cámaras y un gran despliegue de personas detrás del set. Nada de lo que se usa es, en esencia, algo lujoso: sangre falsa, paredes acartonadas, corte y despliegue de tomas oblicuas.

Propongo otro ejemplo, de otro maestro del cine de terror: John Carpenter. In the mouth of madness [En la boca de la locura] (1994)[1] se centra menos en los procesos psíquicos del protagonista que La serpiente y el arcoíris, aunque si como va sucumbiendo de a poco en la locura. Podríamos decir que, si bien la de Craven juega con el sueño, la locura y la realidad, no se desprende del orden de lo real (y dentro de él, lo místico y chamanico). Mientras que la de Carpenter, convoca a escenas del orden de lo irreal. El personaje de Sam Neill se va metiendo en una trama donde lo monstruoso prima. No hay religiones, no hay sueños de la misma manera que funcionan en la de Craven. Los sueños, en En la boca de la locura, son reales, en La serpiente y el arcoíris no. Los monstruos que en estos se proyectan son reales, en tanto creados por otro. Sam Niell no logra nunca despegarse de los sueños y de sus monstruos, porque estos son inherentes a su mundo. Y, he aquí, el tema que me importa. Los monstruos que se pasean por la película de Carpenter son como enormes juguetes. Son maquetas que parecen ser movidas por algún empleado del set que anda por ahí atrás escondido. Y, sin embargo, hay algo de esa monstruosidad que asusta, que incomoda. Por más que supongamos de que están hechos, materialmente, por fuera de la ficción, esos monstruos, inquietan, no hay otra palabra para designar lo que producen

Podríamos, entonces, pensar que lo que asusta no es un “buen” efecto especial para que todo aquello luzca más parecido a las pesadillas, es decir, a como estas se le presentan al hombre: su estructura, su contenido, etc. Para que los monstruos sean tan reales como nosotros. Sino que lo que pareciera asustar –inquietar- al espectador es lo grotesco. ¿Qué importa que sepamos que lo utilizado es sangre falsa y que encima esa sangre falsa se vea como si tiráramos kétchup en un cuerpo? No importa. La mezcla entre lo “barato” y lo macabro nos da, como si esto fuera matemática, lo grotesco. Lo grotesco es lo que nos inquieta, lo que nos hace preguntarnos, como si hubiéramos tenido un déjà vu, “¿Por qué esto me asusta, me inquieta, tanto? ¿De dónde viene esto? Esto yo ya lo vi” Y, confundidos, nos daremos cuenta, que todo eso era conocido porque así son nuestras pesadillas. Así se estructuran, así se nos presentan, así –para decirlo de una vez y sin dudarlo- son nuestras pesadillas

 

III

 

Sin embargo, creo que es necesario complejizar el tópico un poco más. Si bien, como dijimos hasta ahora, hay elementos grotescos proporcionados por los efectos especiales rústicos de aquellos años, no podemos pensar el cine de terror de los ‘70 y ’80 como un producto cerrado. Nuestra manera de mirar los productos culturales del pasado tiene que ver con cómo miramos los productores culturales del presente.

Hoy en día, abundan las películas de terror de tramas psicológicas (que se mezclan, sí, con elementos sobrenaturales o de ciencia ficción), las de índole simbólico y algunas que tienen que ver con el índole de lo real, más allá de su verosimilitud. Nombraré algunos ejemplos: Get Out (2017), The VVitch (2015), The Lighthouse (2018), Sinister (2015) y Creep (2014). Otras más, que podrían entrar en la categoría de terror, de una manera más laxa, son: Mother! (2017), Split (2016) y Midsommar (2019).

Pocas de estas películas son similares a las que se puede encontrar en el inmenso catálogo de los ‘70 y ‘80. Principalmente porque las películas de los ‘70 y ‘80 tenían el objetivo, intrínseco diría, de entretener al espectador sin menospreciarlo: presentan una trama simple (aunque no menos elaborada) y una estructura no más trabajosa. El espectador se mete de lleno en la acción. En cambio, las películas estas últimas dos décadas no tienen como objetivo el entretenimiento, en la cual hay una trama y una estructura simple, sino que complejiza las formas y las tramas. Estas películas terminan siendo morosas y el espectador tiene que estar, por demás, atento a cada elemento que aparece en la trama, por más pequeño que sea. A diferencia de las películas de los ’70 y ’80, estas películas no dejan al espectador relajado para entregarse al terror. Requieren, de alguna manera, la atención constante por lo que ocurrirá y ocurrió.

Hablemos, por ejemplo, de Sinister (2015). La trama, y es fácil notarlo, presenta una complejidad constante. Aparecen constantemente personajes que no sabremos cómo van a intervenir en la historia, a los cuales el espectador tiene que prestar suma atención. Lo mismo con los elementos en los que se encuentra inmerso Ethan Hawke: todos ellos son importantes y a la vez no. Todo forma parte de una especie de universo (o no) de Schrödinger. Es y no es.

Nada hay en Sinister que nos permita entregarnos al terror. Tenemos que estar sumamente atentos a cómo se desarrollan los personajes, como intervienen y se interrelacionan, a los objetos y el hábitat de los personajes. Nada podría estar más alejado de las películas tales como La serpiente y el arcoíris o En la boca de la locura donde, a pesar de presentarnos algo interesante, todo ello se desliza sutilmente sin que el espectador asuma el rol de detective.

 

IV

 

Es necesario aclararlo: es defendible por un lado el “nuevo” cine de terror (nada de lo que diga, sin embargo, lo cambiaría), en contraposición con el “viejo”. Propone que el espectador tome una participación activa a la hora de reconstruir la trama a medida que avanza. Siempre hay elementos del principio que el espectador necesita para el presente y el futuro. Mientras que en el cine de terror “viejo” la historia avanza, el pasado no adquiere una relevancia importante. No pesa ignorar ciertas cosas. De hecho, este cine lo fomenta.[2] Pero la crítica que propongo es que el cine de terror deja de ser ocioso. El espectador es un actor más, anulándose la característica catarquica del cine de terror. El hecho de sacar al terror de su clasificación de género menor -que tan bien le hacía-, hace que expulse a cierta parte de los espectadores. Hace de algo placentero, un trabajo moroso.



[1] Aunque la película sea de una década de la que no nos ocupamos, es imposible disociar a Carpenter de su cine, y el cine, producido por los años ‘70 y ‘80.

[2] Podríamos decir que el cine viejo considera al tiempo lineal: la historia avanza, pocos (por no decir todos) elementos del pasado se requieren para resolver el presente y el futuro de la película. En cambio, en el cine nuevo vemos que la lógica temporal se quiebra. El pasado está en el presente y en el futuro y viceversa. No hay avance, ni retroceso, porque no hay una línea recta del tiempo.

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