domingo, 4 de julio de 2021

Los hombres

El agua ya me ciñe los tobillos cuando reconozco que esta es mi muerte. No hay ángeles, no hay trompetas. Solo el silencio y dos hombres de saco detrás mío. Y las estrellas, similares a la de aquella noche.

Estábamos el Negro y yo tomando vino en su casa, cuando llegó el Ruso para invitarnos a una fiesta cruzando el charco, un cumpleaños de una mujer que traía loco al Negro, una tal Susana. Debatimos, aunque no había mucho que debatir, los pros y los contras de asistir. El Negro estaba pintado. Era la primera vez que lo veía vestirse tan pulcramente: traje negro, la corbata rayada con dos tonalidades de negro, incluso estaba peinado con gomina. No sé de donde había venido, la verdad.

Nos reunimos con los muchachos en una esquina. Cuando llegamos al muelle, nos subimos al barco. Hasta 5 aguantaba. El Ruso remaba con fuerza. El resto charlábamos de mujeres, del trabajo. Alguno que otro tambaleaba junto con el barco. El Negro jodía con que podía darlo vuelta.

Llegamos a La Plata como salimos de Ensenada: oliendo a colonia y tabaco. Ni bien entramos en la fiesta, cada uno intentó perderse con una mujer. Mi única compañía, quizá por timidez, fue una columna en la galería mientras el resto bailaba. Una mujer, salida del humo y el festejo, se me acercó. La corona una cabellera indómitamente rubia. Un vestido esmeralda, supuse que de seda, le cubría su figura esbelta, que me daba ganas de agarrarla. Iba maquillada, con los labios pintados de carmesí. La invité a bailar. Rió, revelando sus dientes blancos. Su sonrisa era más hermosa que su silueta. Bailamos quien sabe que canción. La besé como deseaba desde que se acercó. Mis manos se deslizaron por su espalda. Comprobé que se trataba de seda, aunque bien podría haber confundido el vestido con su piel. De reojo, por encima de su hombro, vi al Negro perdido, como un ciego en la neblina. Con su suave voz, la mujer me dijo algo que prefería no haber escuchado. Tomó mis manos y me llevó hacia dentro de la casa, a una de las tantas habitaciones. Cerró la puerta con llave. Cuando nos acercamos nuestras ropas se habían esfumado como el polvo en el viento. Nuestra piel de a poco se volvió una. Gemía mi nombre: “Francisco… Francisco”. La tome por las manos, luego por la cintura, le bese el cuello. Le dije lentamente su bello nombre al oído: “Susana”.

Ahora, los hombres me arrastran nuevamente a este presente, el único. Me piden unas últimas palabras antes de matarme como a un perro. Aquella noche me resulta lejana. Es lejana. Ya no hay más Negro, ni fiesta, ni Susana. Se disuelven en la infinita nada del recuerdo. Tiemblo.

***   

¿Últimas palabras?, le repito, pero es como si desapareciera. El casanova ni voltea a vernos. La luna baña su cuerpo desnudo. Apenas noto que tiembla. Nos acercamos, facas en mano, y mientras mi compañero lo agarra, le encajo cuantas puñaladas puedo. Él solo alcanza a gritar: “¡Como a un perro!”. Como si la vergüenza le hubiera vencido finalmente.

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