Lo conocí por casualidad, una tarde de brisa otoñal y
olor a tabaco quemado. El sol apenas calentaba el lugar y el cuerpo. Él estaba
en la terraza contigua, justo enfrente mío, y ensayaba un arte marcial que
–según me contó- se llamaba wushu y se
practicaba con espadas, aunque él se arreglaba con un palo de escoba viejo.
Entablamos una conversación inverosímil sobre su día a día y, automáticamente,
los días siguientes seguimos la misma conversación hasta que me invitó a su
casa.
El hombre –Francisco- vivía en un tugurio. Entre el
pasto del pequeño patio interno yacían pilas de diarios y objetos del más
variado tipo: caballetes, tablas de madera, fuentes, sillas oxidadas, etc.
Cuando entré a su casa, sumergida –como ya temía- en un abismo de cosas, vi una
foto en un anaquel. En ella, había unos hombres apenas reconocibles vestidos
con abrigos verdes, se abrazaban como lo hacen los hombres duros en las fotos:
con cierto compañerismo y afecto. Todos ellos en fila miraban hacia la cámara.
En un borde se leía: Malvinas ’82. Junto a la foto había una pequeña estatua.
La observé con cuidado: era la figura de una sirena sentada sobre una piedra.
Al ver mi interés por la figura, comenzó a relatarme la siguiente historia[1]:
“El viento allá te helaba las bolas. Lo peor: te daba
ganas de mear y el pis por poco salía hecho un hielo. Siempre igual había
maneras de calentarse, pero eran las menos. Lo cierto es que había dos cosas
que calentaban: el sol y la caca. Por eso aprovechábamos las noches de guardia,
cuando hacía más frio, para salir a cagar por ese limbo y sentir un poco de
calor.
Una de las primeras guardias que hice, cerca de la
costa, me tocó con Molina, quizá mi mejor amigo en la guerra. Él ya había
cagado atrás de una colina y yo buscaba mi lugar. Caminando, tropecé. Un inglés
estaba tendido, muerto, con su pistola en mano. Con Molina nos miramos,
incrédulos y cagados de que algún inglés nos salte, o peor: uno de los nuestros.
Registramos el cuerpo, todavía tibio; entre sus pertenencias había: una navaja
suiza, un reloj, cigarrillos, un encendedor niquelado y, por último, la pequeña
estatua de la sirena. Nos llevamos todo, Molina se quedó con la mayoría de las
cosas, menos con la estatuilla. Me la guardé en las pelotas para que nadie me
la sacara.
Los generales, que tenían sus carpitas, dormían muy
calentitos pero nosotros dormíamos en las trincheras improvisadas que
armábamos, todos juntos, tratándonos de dar calor. Cuando terminamos la
guardia, dormí un rato con la mano en los huevos cuidando la estatuilla. Te
mangueaban todo, peor era si te veían los generales. Inevitablemente la tuve
que sacar. Algunos, los que todavía podían hablar o querían hacerlo, me
preguntaron por ella. Les conté la historia. El Gordo, uno de mis compañeros,
me la sacó de las manos y me dijo: “Por fin algo con que pajearnos. Ya no
tenemos que ir a culearnos a las ovejas.” Y era verdad, uno se había garchado a
una oveja unas semanas antes. Se lo llevaron. Estaba loco, decían. El hijo de
puta zafó de la guerra y volvió a su casita. Pero yo no dejé que nadie me
sacara la estatuilla.
En las noches me le quedaba mirando. Era muy bella, el
pelo cayéndole en los pechos que apenas se veían. Sentada en una posición de
suma inocencia. Caía muchas veces rendido ante el cansancio y soñaba con ella.
En todos esos sueños ella estaba sobre su piedra, en la costa de aquel infierno
helado, llamándome, pidiéndome que me acercara, mientras entonaba una canción
que me cantaba mi mamá antes de dormir. Mientras más me acercaba, más me
alejaba del sueño. Terminaba despertándome, sobresaltado, pensando que quizá
alguien me la había robado.
Una vez el Gordo logró sacármela de las manos. Lo
encontré con los pantalones abajo, haciéndose una paja, detrás de una colina,
mirándola. Una furia galopante me invadió. Palpé la pistola pero logré
serenarme. Solo nos cagamos a palos y la obtuve nuevamente.
Luego ocurrieron variaciones en los sueños. La escena
era siempre la misma: la sirena, el canto, la costa; pero de repente aparecía
un hombre que también quería poseerla.
Cegado por la ira cual loco, yo le disparaba. Despertaba justo cuando el hombre
caía al suelo. Otra variación era que el hombre lograba dispararme a mí y así.
Mi última guardia la tuve que hacer con el Gordo.
Molina había terminado herido en un combate. El Gordo me contaba que uno había
empezado a vomitar sangre. Se decía que porque alguien envenenó el agua,
contaba. Pero nadie estaba seguro. Poco me importaba la historia de aquel tipo,
yo tenía una mano en mi pistola y otra en la estatuilla que había puesto en un
bolsillo de mi campera. En un momento, el Gordo decide irse a cagar. Mientras,
prendí un cigarrillo a duras penas. Saqué la estatuilla y la contemplé,
magnánimo ante su belleza. En las cercanías comenzó a escucharse una
cancioncita. Extrañado, fui hacia dónde provenía, casi mecánicamente. Al llegar
a la costa, la vi. Angelical, entonaba los versos que mi mamá me había cantado
tantas veces antes de dormir. Mis pasos se movieron solos hacia ella, poseídos
por el canto. De repente, alguien me llamaba. El Gordo miraba la escena desde
arriba de un médano. Bajó hasta quedar junto a mí, maravillado también por el
canto. La ira se precipitó en mis venas. Tomé la pistola y disparé. El Gordo
cayó sin un quejido.
La sirena me abrazó. Le acaricié el pelo y el cuerpo
con delicadeza. Sentí sus besos suaves en los labios y en las zonas de mi cara
donde mi barba rala descubría la piel. De a poco se fue sumergiendo, tomándome
de las manos. Me sumergí con ella. El agua se volvió caliente. De pronto el
terror se apoderó de mí. Aquel rostro bello, similar al de una diosa, se
transformó en el del más macabro demonio. Los dientes, similares a las más
bellas perlas, ahora se volvían astillas enormes alineadas. Los hermosos pelos
rubios que coronaban su cabeza se tornaron grises.
Y me hundió.
El resto es relato, no recuerdo qué pasó después. Sé que perdí la estatuilla. Un compañero me encontró en la costa, rozando la hipotermia. Una vez me visitó en la enfermería improvisada, poco antes de que yo volviera a Argentina. Comentaba un hallazgo inusual en una de sus guardias: un inglés estaba tirado en el piso, inmóvil; en su mano llevaba una pequeña estatua de una bella sirena, la misma que yo había perdido. Exactamente esa que tenés en la mano, Tomás.”
[1] Nota de
transcripción. No pude confirmar ninguna de las cosas dichas por Francisco.
No he encontrado registro de él en ninguno los testimonios que la guerra de
Malvinas ha brindado. Supongo que a otros interlocutores les habrá parecido un
delirio, una especie de trauma metaforizado en su relato, y han preferido
omitirlo. Sin embargo, esas hipótesis me resultan pomposas. Todo lo relatado es
verosímil en el marco de una guerra. (O así parece serlo).
No hay comentarios:
Publicar un comentario