miércoles, 12 de mayo de 2021

La sirena

Lo conocí por casualidad, una tarde de brisa otoñal y olor a tabaco quemado. El sol apenas calentaba el lugar y el cuerpo. Él estaba en la terraza contigua, justo enfrente mío, y ensayaba un arte marcial que –según me contó-  se llamaba wushu y se practicaba con espadas, aunque él se arreglaba con un palo de escoba viejo. Entablamos una conversación inverosímil sobre su día a día y, automáticamente, los días siguientes seguimos la misma conversación hasta que me invitó a su casa.

El hombre –Francisco- vivía en un tugurio. Entre el pasto del pequeño patio interno yacían pilas de diarios y objetos del más variado tipo: caballetes, tablas de madera, fuentes, sillas oxidadas, etc. Cuando entré a su casa, sumergida –como ya temía- en un abismo de cosas, vi una foto en un anaquel. En ella, había unos hombres apenas reconocibles vestidos con abrigos verdes, se abrazaban como lo hacen los hombres duros en las fotos: con cierto compañerismo y afecto. Todos ellos en fila miraban hacia la cámara. En un borde se leía: Malvinas ’82. Junto a la foto había una pequeña estatua. La observé con cuidado: era la figura de una sirena sentada sobre una piedra. Al ver mi interés por la figura, comenzó a relatarme la siguiente historia[1]:

 

“El viento allá te helaba las bolas. Lo peor: te daba ganas de mear y el pis por poco salía hecho un hielo. Siempre igual había maneras de calentarse, pero eran las menos. Lo cierto es que había dos cosas que calentaban: el sol y la caca. Por eso aprovechábamos las noches de guardia, cuando hacía más frio, para salir a cagar por ese limbo y sentir un poco de calor.

Una de las primeras guardias que hice, cerca de la costa, me tocó con Molina, quizá mi mejor amigo en la guerra. Él ya había cagado atrás de una colina y yo buscaba mi lugar. Caminando, tropecé. Un inglés estaba tendido, muerto, con su pistola en mano. Con Molina nos miramos, incrédulos y cagados de que algún inglés nos salte, o peor: uno de los nuestros. Registramos el cuerpo, todavía tibio; entre sus pertenencias había: una navaja suiza, un reloj, cigarrillos, un encendedor niquelado y, por último, la pequeña estatua de la sirena. Nos llevamos todo, Molina se quedó con la mayoría de las cosas, menos con la estatuilla. Me la guardé en las pelotas para que nadie me la sacara.

Los generales, que tenían sus carpitas, dormían muy calentitos pero nosotros dormíamos en las trincheras improvisadas que armábamos, todos juntos, tratándonos de dar calor. Cuando terminamos la guardia, dormí un rato con la mano en los huevos cuidando la estatuilla. Te mangueaban todo, peor era si te veían los generales. Inevitablemente la tuve que sacar. Algunos, los que todavía podían hablar o querían hacerlo, me preguntaron por ella. Les conté la historia. El Gordo, uno de mis compañeros, me la sacó de las manos y me dijo: “Por fin algo con que pajearnos. Ya no tenemos que ir a culearnos a las ovejas.” Y era verdad, uno se había garchado a una oveja unas semanas antes. Se lo llevaron. Estaba loco, decían. El hijo de puta zafó de la guerra y volvió a su casita. Pero yo no dejé que nadie me sacara la estatuilla.

En las noches me le quedaba mirando. Era muy bella, el pelo cayéndole en los pechos que apenas se veían. Sentada en una posición de suma inocencia. Caía muchas veces rendido ante el cansancio y soñaba con ella. En todos esos sueños ella estaba sobre su piedra, en la costa de aquel infierno helado, llamándome, pidiéndome que me acercara, mientras entonaba una canción que me cantaba mi mamá antes de dormir. Mientras más me acercaba, más me alejaba del sueño. Terminaba despertándome, sobresaltado, pensando que quizá alguien me la había robado.

Una vez el Gordo logró sacármela de las manos. Lo encontré con los pantalones abajo, haciéndose una paja, detrás de una colina, mirándola. Una furia galopante me invadió. Palpé la pistola pero logré serenarme. Solo nos cagamos a palos y la obtuve nuevamente.

Luego ocurrieron variaciones en los sueños. La escena era siempre la misma: la sirena, el canto, la costa; pero de repente aparecía un hombre que también quería  poseerla. Cegado por la ira cual loco, yo le disparaba. Despertaba justo cuando el hombre caía al suelo. Otra variación era que el hombre lograba dispararme a mí y así.

Mi última guardia la tuve que hacer con el Gordo. Molina había terminado herido en un combate. El Gordo me contaba que uno había empezado a vomitar sangre. Se decía que porque alguien envenenó el agua, contaba. Pero nadie estaba seguro. Poco me importaba la historia de aquel tipo, yo tenía una mano en mi pistola y otra en la estatuilla que había puesto en un bolsillo de mi campera. En un momento, el Gordo decide irse a cagar. Mientras, prendí un cigarrillo a duras penas. Saqué la estatuilla y la contemplé, magnánimo ante su belleza. En las cercanías comenzó a escucharse una cancioncita. Extrañado, fui hacia dónde provenía, casi mecánicamente. Al llegar a la costa, la vi. Angelical, entonaba los versos que mi mamá me había cantado tantas veces antes de dormir. Mis pasos se movieron solos hacia ella, poseídos por el canto. De repente, alguien me llamaba. El Gordo miraba la escena desde arriba de un médano. Bajó hasta quedar junto a mí, maravillado también por el canto. La ira se precipitó en mis venas. Tomé la pistola y disparé. El Gordo cayó sin un quejido.

La sirena me abrazó. Le acaricié el pelo y el cuerpo con delicadeza. Sentí sus besos suaves en los labios y en las zonas de mi cara donde mi barba rala descubría la piel. De a poco se fue sumergiendo, tomándome de las manos. Me sumergí con ella. El agua se volvió caliente. De pronto el terror se apoderó de mí. Aquel rostro bello, similar al de una diosa, se transformó en el del más macabro demonio. Los dientes, similares a las más bellas perlas, ahora se volvían astillas enormes alineadas. Los hermosos pelos rubios que coronaban su cabeza se tornaron grises.

Y me hundió.

El resto es relato, no recuerdo qué pasó después. Sé que perdí la estatuilla. Un compañero me encontró en la costa, rozando la hipotermia. Una vez me visitó en la enfermería improvisada, poco antes de que yo volviera a Argentina. Comentaba un hallazgo inusual en una de sus guardias: un inglés estaba tirado en el piso, inmóvil; en su mano llevaba una pequeña estatua de una bella sirena, la misma que yo había perdido. Exactamente esa que tenés en la mano, Tomás.”



[1] Nota de transcripción. No pude confirmar ninguna de las cosas dichas por Francisco. No he encontrado registro de él en ninguno los testimonios que la guerra de Malvinas ha brindado. Supongo que a otros interlocutores les habrá parecido un delirio, una especie de trauma metaforizado en su relato, y han preferido omitirlo. Sin embargo, esas hipótesis me resultan pomposas. Todo lo relatado es verosímil en el marco de una guerra. (O así parece serlo).

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