Te prometemos que en la alegría
y la risa del
festival nadie osará
dar una interpretación siniestra
a tu repentina vuelta a la forma
humana.
El asno de oro, Apuleyo
I
Hacía tiempo
que la enfermedad había empezado a esparcirse por la ciudad. Los noticieros y
diarios no tardaron en compararla con la peste que azotó a Tebas o la peste
bubónica. Los cuerpos caían en la calle y se quedaban ahí hasta pudrirse. Eso
al principio. Después empezaron a pasar camiones recolectores de basura,
destinados a los cadáveres. Nadie sabía exactamente hacia dónde se los
llevaban. La gente simplemente se sentía aliviada de no ver los cuerpos
putrefactos, apilados en pequeñas montañas, en las veredas o en los cordones.
La peste no
distinguía entre clases, ni edades, ni colores de piel. Atacaba a todos por
igual. Los primeros síntomas eran dolores de cabeza y corporales. A eso le
seguían síntomas similares a la tuberculosis. También se producían agudos
dolores, repentinos vértigos. La marca distintiva de esta enfermedad era que
dejaba unas manchas rojas: primero, unas pequeñas en el pecho y después en todo
el cuerpo, de distintos tamaños, como si se tratara de la lepra. Nadie -por lo
menos que él conociera- sabía bien cómo se contraía la enfermedad. Un día tan
solo venía y te mataba lentamente, hasta que no quedaba nada, ni una sombra de
vida.
II
Corría un
viento cálido y húmedo, que volvía denso todo movimiento y toda quietud. Los
autos pasaban por el boulevard Liverpool:
cabriolés, meharis, BMWs, Volkswagen… La gente se paseaba despreocupada,
mirando los autos y a sus conductores, o charlando, pero sobre todo ignorando
los cuerpos caídos. Franz von Prosper observaba, acodado en la terraza del bar Solaris, mientras fumaba un cigarrillo Otrov. En la otra cuadra, en dirección
para la plaza Libertador, reflectores proyectaban su luz en el cielo oscuro y
vacío. A su encuentro asistían, como si fueran polillas, parejas vestidas de
gala. Era, según había escuchado decir a unos de los mozos, la inauguración del
boliche Óneiros. Solo había oído
rumores de ese boliche: que se había construido para hacer orgías enormes, que
los dueños eran gente de alta alcurnia y un largo etcétera de hipótesis tan
descabelladas como posibles. Había pasado frente al edificio hacía no más que
unos días. Gran parte de la estructura estaba tapada por un telón traslúcido
negro, por el cual se entreveía la monstruosa construcción. Estaba cimentada
por columnas de estilo clásico que iban de la vereda al techo. Lo ornamentaban
gárgolas y pequeños recuadros tallados con formas de flores. Era semejante a
una casona antigua de tamaño colosal. El último piso estaba protegido por
paneles de vidrios de múltiples colores y por los cuales salían luces candentes.
Sintió hondos
deseos de caminar por la ciudad. Tiró unos billetes arrugados en la mesa y bajó
de la terraza del bar hacia la calle. Caminó a la par de todos esos hombres y
mujeres engalanados. No había uno que no tuviera saco y corbata, o una camisa abombada
con estampados psicodélicos metida en los pantalones. Algunos llevaban anteojos
tanto de ver, como de sol. Las mujeres lucían bellos vestidos de terciopelo, de
seda o de lentejuelas, de los más extravagantes colores: dorado, cobalto,
esmeralda, plateado… Unas iban con vinchas emplumadas o antifaces que parecían
tan suaves como la propia piel. Cruzó el boulevard, quedando en una esquina
oscura, opuesta al Óneiros. Los veía
entrar, esbozando risas lobeznas, entre el humo denso de los habanos y cigarros.
Y de repente,
el tiempo pareció detenerse.
Todos
voltearon la cabeza para dejarla quieta ante un maravilloso Chrysler negro de
capot largo, con los repuestos a los costados, pulido de tal manera que todo se
veía reflejado en él: la gente, sus caras, las luces… Frenó en la puerta del Óneiros. De aquel magnifico auto bajó
una mujer. Alta, rubia, esbelta, vestida con un largo vestido carmesí, zapatos
de taco aguja y cubierta por un tapado de piel negro. Los fotógrafos,
carroñeros por naturaleza, se agolparon en un costado ante la misteriosa mujer.
Gritaban su nombre, pero por el revuelo y la distancia von Prosper no logró
escuchar nada. La mujer caminó por la alfombra de entrada y ante el pedido de
las fotos, miró hacia los paparazzi. Los
fulminó con la mirada, bajo una pálida máscara que reflejaba el rostro más
inerte, como si de una estatua se tratara.
III
Quizá por el
aburrimiento, quizá por el sentimiento de angustia que lo laceraba en las
noches, cuando oscurecía Franz von Prosper caminaba por la ciudad. Vagaba sin
rumbo por las calles semivacías, en las que se paseaban los linyeras, los
noctámbulos y las prostitutas, intentando aflojar la cuerda que tanto lo
asfixiaba. A veces, incluso en las horas más altas de la noche, pasaba por el club
de ajedrez frente a la plaza Libertador y jugaba una partida con algún viejo
insomne, no menos apesadumbrado que él. Franz von Prosper tendía, también, a
evitar la luz de luna cuando caminaba en la noche. El viento era lo único que
acompañaba sus pasos. Soplaba con tal fuerza, a veces, que las ramas indómitas
de los arboles parecían aplaudir en la oscuridad vacua.
En una de esas
caminatas, quizá una de las más largas (o por lo menos así lo sintió), pasó por
el club de ajedrez. Raramente, estaba cerrado. No había ni un viejo, ni un
joven, ni algún instructor. Nadie. Por casualidad, quizá, terminó frente al
puesto de diarios que había a un lado del club. Estaba cerrado pero en un
lateral se mostraban los diferentes diarios y revistas. Había muchas tapas con
titulares sobre la peste. Fue ahí cuando la vio. Cubría la tapa de una revista
desconocida. La mujer del Óneiros salía
nuevamente con la máscara de rostro inerte. La coronaban sus pelos rubios y
vestía de la misma manera de la última y primera vez que la había visto. Se
leía un nombre: Camille Rouge-Mort.
IV
No eran apenas
las cuatro de la madrugada cuando recibió un llamado a su departamento. A
oscuras y somnoliento, levantó el teléfono con dificultad y preguntó quién era.
No escuchaba nada. Era un silencio con estática. Luego, empezaron a brotar
palabras inconexas, entrecortadas por la mala señal. Distinguió algunas:
“muerte”, “sala”, “gente”, “ruido”, “enfermedad”. Después un nítido “Hola”.
-¿Hola?
–preguntó Franz von Prosper pero al instante que lo dijo, la llamada se cortó.
No se pudo
volver a dormir. La llamada ya lo había despertado del todo. El cansancio le hacía
sentir el cuerpo ligero pero golpeado. Lo acribillaban las luces de la calle
que se filtraban por lo agujeros de la persiana. Prendió el velador. Agarró la
caja de cigarrillos Otrov y puso uno
en sus labios. El humo grisáceo subió en un remolino, girando lentamente sobre
su eje. Apagó el velador. La única luz era la de la punta de su cigarrillo. El
teléfono sonó de nuevo. Atendió. Una voz murmurante dijo:
-Mis ojos, por
haber sido puentes, son abismos.
Luego el
silencio y el sonido de la llamada colgándose. Franz miró extrañado el teléfono
y colgó.
No hubo más
llamadas.
V
Lo habían
invitado a la fiesta dos días antes, entre vasos de vino, olor a porro y música
envolvente. No sabía exactamente qué hacía ahí –no recordaba conocer a alguien
que estuviera invitado y del bulín tenía un vago recuerdo: perderse en su
estructura laberíntica, hasta llegar a un salón de luz roja tenue donde un
hombre vomitaba pequeñas bestias negras. Tan solo aceptó la propuesta por
alguna extraña razón que él desconocía o prefería ignorar. La casa se
encontraba en el borde del casco urbano. La fachada de la casa era pequeña.
Estaba encima de un anticuario y se entraba por una puerta a la derecha
señalizada con el nombre del lugar: Das
Labyrinth. Al llegar al lugar sintió ebriedad. La noche era húmeda y densa.
La ciudad sudaba un olor festivo.
La gente
estaba en la sala principal. Subió las escaleras angostas de madera y, en la
encrucijada del pasillo y dos puertas, entró por la del medio. El living estaba
iluminado con luces LED que alternaban aleatoriamente entre diferentes colores.
Habían puesto mantas en las ventanas para que no se filtrara la luz de los
postes de la calle. Todos bailaban poseídos por la música electrónica que hacía
temblar las paredes. El olor a porro lo golpeó en la cara al entrar. Distinguió
a dos o tres conocidos. De uno de los baños (recordaba que había dos más en
toda la casa), salían ajetreadas personas sobando sus narices, mujeres bañadas
en glitter, transpiradas, y muchos hombres con lentes oscuros excitados.
Dispuestas sobre una mesa estaban las botellas de vino, vodka, gin, agua tónica
y cerveza. Se sirvió vino tinto en un vaso descartable. Bailó un rato al ritmo
de la música, perdido entre la gente, la sudoración y el humo, afiebrado por
las baterías electrónicas en loop
retumbando desde los parlantes.
Cuando se
sintió asfixiado, salió hacia un patio interno, que era a su vez un lavadero,
adornado con cajas de plástico donde había envases vacíos, mangueras, unos
canteros con plantas muertas. Había un largo pasillo que iba hacia otra parte
de la casa, hacia otro patio interno. Prendió un cigarrillo. Las luces
cambiantes lo salpicaban de vez en cuando, pero no lo suficiente como para
notar algo. Lo único que iluminaba nítidamente era la punta del cigarrillo
consumiéndose en cada calada. A veces, salía alguno que también iba a fumar o a
charlar un rato entre amigos. En ningún momento Franz sintió el interés de
entablar diálogo con alguno, ni siquiera con las mujeres. Fumaba, con cierta
parsimonia, observando a cada persona, perdido en sus pensamientos, que
variaban entre la mujer del Óneiros,
el cuerpo putrefacto sin ojos que había visto unos días antes en la calle, la
posibilidad de enfermarse y quedar ahí, en la calle, muerto, pudriéndose sin
que quedara un rastro de lo que él creía -que sabía- que era en ese momento: un
hombre.
Al quedar solo
en el patio, Franz escuchó, con más fuerza que antes, el silencio. Miró hacia
el pasillo. Vio que algo, o alguien, salía de una puerta justo en el medio del
pasillo. Tan solo vio la silueta: un hombre musculoso, más alto que él, a pesar
de la distancia. De la cabeza sobresalía lo que parecían ser unos cuernos
imperiosos y firmes. Franz se sintió extrañado a medida que esa silueta sea
alejaba. No se contuvo y lo siguió por el extenso pasillo. Sentía que a medida
que avanzaba, el pasillo cada vez se hacía más largo, volviendo cada paso un
paso inútil. Al llegar al final del pasillo dio con una bifurcación. A su
izquierda tenía unas pequeñas escaleras que daban a un patio más amplio que el
anterior, funcionando a la manera de una terraza; a su derecha una escalera
profunda que bajaba.
Primero subió
las pequeñas escaleras para comprobar que aquella misteriosa figura no se hubiera
escapado por ahí. Dio con más canteros de flores muertas y una amplia ventana
francesa que permitía el acceso a la casa. Comprobó que las puertas no se
abrían. No había manera de que alguien, o algo, hubiera entrado por ahí.
Volvió a la
bifurcación y bajó por las escaleras. Colgaban de las paredes enredaderas
negras, petrificadas, envejecidas ya por los días y los años. Los escalones se
terminaban antes del final. Alguien había puesto una chapa para hacer de
puente. La atravesó con cuidado, flaqueando en cada paso, temeroso de tropezar.
El ruido de los pasos sobre la chapa temblorosa se repitió infinitas veces,
cada vez más bajo hasta no escucharse nada. Llegó hasta una especie de patio
pequeño cubierto por un techo de chapa. Había palets, baldes y cajones de madera
diseminados por el lugar. Una puerta corrediza algo oxidada revelaba una sala.
Entró empujando y, aunque la puerta apenas se movió, logró entrar.
La sala estaba
aún más oscura que el afuera. No había interruptores ni ningún tipo de lámpara.
Se filtraba de entre unas ventanas rectangulares que bordeaban las paredes en
la parte superior la opaca luz de la noche. A tientas, Franz von Prosper avanzaba.
El panorama no era diferente al patio de donde venía: palets, baldes, cajones
de madera. En la pared opuesta dio con una nueva puerta oxidada. Está sí se
movió. Caminó, rodeado de torres de muebles antiguos de madera nacarada que
formaban un estrecho pasillo. Comprendió que estaba en el anticuario. Dio con
una bifurcación, avanzó por la izquierda. Escuchó un ruido detrás suyo. Al
darse vuelta se encontró con una silla estilo persa, volteada, y, yéndose por
donde él vino, un gato blanco con una mancha negra en la cabeza corriendo (o
eso creía que era). Siguió su camino. El olor a humedad y a viejo era
interminable. Podía ver, en la poca luz que parecía filtrarse de algún lado, el
polvo arremolinándose. Las bifurcaciones se hacían, a su paso, más frecuentes.
Optó por seguir los caminos de la izquierda porque, recordaba, esa era la
manera de no perderse en los laberintos. Vio diferentes piezas de anticuario:
alfombras persas, sillas bizantinas, El
origen del mundo de Courbet, dagas del imperio otomano, pipas para fumar
opio (probablemente del siglo XII), una tela de Watts de 1896. No dio, sin
embargo, con ningún hombre, con ningún ser vivo más que con el gato. Hasta
llegar a la sala principal, pensó que el lugar se encontraba vacío pero, detrás
de una puerta, escuchó ruidos y luego un golpes, como si algo o alguien
quisiera salir de esa pequeña habitación. Empavorecido, retrocedió sobre sus
pasos.
Estaba, una
vez más, en el patio con techo de chapa. Escuchó cómo alguien o algo se escabullía
por la escalera pisando el puente que unía la escalera rota. Corrió a su
encuentro. Vio nuevamente a esa figura musculosa alejándose en lo alto de la
escalera. Lo siguió. Esta vez había doblado en el otro lado de la bifurcación,
hacia el patio-terraza. Se había metido por la ventana francesa. Extenso, el
pasillo iba de punta a punta. Una al lado de la otra las habitaciones se
mostraban idénticas. Todas se encontraban vacías, sumidas en la penumbra.
Algunas tenían la puerta cerrada. Al final del pasillo había una puerta. La
abrió y se encontró nuevamente con la gente bailando. Pronto, se dio cuenta de que
se había perdido y que aquel ser se debía haber ido por otra de las puertas.
Cerró la que tenía enfrente e intentó abrir otras de aquel pasillo. No había más
que salas vacías y oscuras. Pensó que su búsqueda ya era inútil, que no
encontraría a esa persona, a ese ser musculoso, con lo que parecían ser dos
cuernos imperiosos y firmes brotándole de la cabeza. Abrió donde estaba toda la
gente bailando y dejó atrás ese laberinto de puertas y escaleras.
VI
Los rayos del
sol refulgieron sobre su cara, despertándolo. Estaba -de a poco se fue dando
cuenta- en el amplio living donde horas (por no decir días, pues para Franz no
había continuidad alguna entre aquella fiesta y este amanecer triste) antes
había estado bailando, entre el humo y el calor. Ahora, no había ni un rastro
de una fiesta. No había rastros tampoco de gente, ni un ser vivo aparente, más
que alguna cucaracha que había visto beber de un vaso casi vacío. Rápidamente
se incorporó, su traje no estaba para nada desarreglado. No lograba recapitular
los hechos hasta que se había dormido. Se sinceró consigo mismo: no recordaba
nada de la fiesta. El recuerdo era como una gran ciénaga pantanosa en la que
todo parecía lo mismo y por la cual no se podía avanzar más que lentamente,
tornando cualquier tentativa de llegar algún lado inútil.
Inspeccionó
brevemente la casa. No había nadie. Nadie. Ni los conocidos, siquiera los
dueños de la casa se encontraban. Tan solo él. Bajó por las escaleras. Al abrir
la puerta principal, se sorprendió de dar con la calle. No entendió bien el por
qué. Salió, tapándose los ojos con la mano a modo de visera. El sol quemaba. La
calle estaba desierta: no había autos, gente, ni cuerpos putrefactos. Sintió
una honda melancolía a la que no era ajeno. Caminó en dirección a la calle.
Efectivamente, no se veía ni un solo auto, ni yendo, ni viniendo de la ciudad.
El anticuario permanecía cerrado. En la persiana metálica, había un gran mapa.
Lo observó con detenimiento. No tenía señalizaciones. Sabía que se trataba de
su ciudad. Las intersecciones de las calles la delataban, pero no había ni
boulevard Liverpool, ni la plaza Libertador, etc. El único lugar marcado
era el boliche Óneiros. En el margen
derecho inferior del mapa se leía en letras grandes:
USTED SE ENCUENTRA EN NINGUN LUGAR
VII
El taxi era un monumento móvil a lo kitsch. Estampas
de santos, rosarios colgando del retrovisor, en los asientos había almohadones
que tapaban todas las zonas que el taxista usaba. En la radio sonaba un tango
que Franz von Prosper desconocía pero que el hombre cantaba con emoción, sin
dudar ni equivocarse. La noche caía limpia, sin una estrella. Pensaba –mientras
el taxi avanzaba hacia la fiesta- que esta escena se repetía todo el tiempo:
él, en una taxi, con un tango que ignoraba sonando, yendo hacia una fiesta
donde no conocía a nadie o a casi nadie, donde tomaría hasta olvidarse de todo:
de los cuerpos putrefactos apilados en la calle, de Camille Rouge-Mort (que
cada día aparecía más en su cabeza pero a quien
no había podido volver a ver), de quién era, de todo. Todo.
Estaban cerca
de la fiesta. Pararon en el semáforo en rojo, junto a una estación de servicio
olvidada. Por detrás emergía la colosal estructura de la estación de trenes. El
taxista seguía cantando con fervor. El segundero lentamente se extinguía.
Delante del auto (era una especie de cruce entre Ford Taunus y Ford Falcon),
cruzando la calle, apareció una mujer vestida de gala. Automáticamente, Franz
pensó en la mujer del Óneiros. Esta,
la que estaba cruzando la calle, iba vestida diferente: un vestido negro de
lentejuelas la cubría, zapatos estilo plataforma negros, unos aros en forma de
triángulo con un ojo en el medio. Era morena y no llevaba máscara. Ambos la
miraban cautivados mientras cruzaba. Al llegar a la estación de servicio, se
escabulló entre el alambrado que la rodeaba, abriendo una brecha ya hecha con
anterioridad. Tanto Franz como el taxista se extrañaron ante semejante evento.
-¿Alguna vez
vio algo similar? –preguntó Franz. Pero la pregunta cayó en el vacío. El
taxista seguía viendo a la mujer con interés. Vio cómo, más allá del alambrado,
la mujer se metió a la estación como si fuera su hogar. Sin ningún tipo de
aviso, el taxista se bajó del taxi y se metió por la brecha. Franz, resignado y
confundido, lo siguió. El alambrado casi rasgó su traje. El taxista ya se había
metido en la estación cuando él apenas se incorporaba tras pasar la brecha. La
oscuridad era total. Al fondo vio una luz.
Al entrar a la
sala, dio con un fogón en el medio. El taxista estaba más acá, cerca de donde
estaba Franz, mirando la escena, no sin cierta lujuria. La mujer se estaba
desvistiendo lentamente, ignorando por completo a los intrusos. Dejaba las prendas
sobre un colchón algo viejo, que parecía ser el lugar donde dormía. Una vez
desnuda se fue achicando. Su piel fue tornándose más oscura, empezaron a salir
unos primeros pelos negros. Emitía, mientras se achicaba aún más, unos
maullidos mezclados con gritos humanos. Finalmente se transformó –era
previsible- en una gata negra de ojos pardos.
VIII
Las piezas de
ajedrez permanecían quietas sobre el tablero, esperando que alguno de los dos
contrincantes las movieran. Franz von Prosper se encontraba apoyado en una de
las columnas fumando un cigarrillo Otrov,
viendo cómo los viejos empezaban una partida nueva. Ya era de noche nuevamente.
Los hombres discutían sobre sucesos extraños que habían ocurrido recientemente
en sus vidas. Franz nombró, vagamente, el incidente de la mujer-gato y el
taxista. Todos lo ignoraron, quizá por lo bajo y lacónico de su voz. Uno de los
hombres explicaba que había estado recibiendo llamadas extrañas. Siempre que
atendía alguien le relataba los últimos minutos de su vida. Otro, no tan
angustiado, decía ser visitado por una mujer todas las noches que le hacía
revivir su pasado, cuando bailaba tango. Nadie, por supuesto, desconfiaba de lo
que el otro narraba.
Franz von
Prosper tomó coraje y expuso su obsesión por la mujer que había visto muchas
noches atrás en el Óneiros.
-Vos hablás de
Camille Rouge-Mort –le contestó uno de los viejos.
-Sí, ¿usted la
conoce? –respondió Franz, intrigado.
-Conocerla,
como conocerla… No –respondió raspándose la sien derecha con un dedo-. La he
visto en las revistas y diarios. Está casada con un tipo de alta alcurnia.
Nunca nadie la ha visto sin esa máscara que lleva todo el tiempo. No es de esta
ciudad. Su marido, el barón de Nulle-Part,
la conoció mientras estaba afuera, no sé dónde. Los periodistas estaban
ansiosos por lograr una foto de ella. Nunca se había mostrado. Aquella vez que
vos decís, Franz, fue la primera vez que se la vio de cuerpo entero… para que
te des una idea.
Franz
comprendió que, quizá, volver a encontrarse con la mujer era algo imposible. La
mujer en sí –pensó en su momento- solo estaba reservada a algunos pocos: su
marido y su familia. No comprendía por qué esto le generaba mucha más angustia
que cualquier otra cosa. Verse muerto por la peste, por ejemplo, le resultaba
menos atroz que no lograr siquiera cruzar una palabra con Camille Rouge-Mort.
-¿No hay
manera de encontrarla en algún lugar? –preguntó, esperanzado.
-Dicen
–interfirió otro viejo – en el diario, que va a estar presente en la próxima
fiesta. Ahí, en el Óneiros. El barón
es dueño de ese lugar. Lo construyó justamente para ella.
XIX
Luego de
varias vacilaciones sobre cómo conseguir entrar al Óneiros, Franz von Prosper recordó algunas amistades olvidadas por
el paso del tiempo. Tres llamadas bastaron para lograr conseguir la entrada a
semejante lugar. Le dijeron fecha y vestimenta: trajeado elegante y una
máscara.
Llegó casi
puntual. El boulevard Liverpool y el
boliche parecían no haber cambiado desde la última vez. Los paparazzi se agolpaban sobre los autos
elegantes, sobre las mujeres tan hermosamente vestidas y los hombres con su
aire de superioridad irreversible. En el aire volaban papeles plateados. Los
gritos fueron la única música que Franz von Prosper logro oír antes de entrar.
Una vez dentro, se dejó cautivar por el lugar. Observó que el adentro era mucho
más grande que el afuera. Los salones eran enormes y estaban decorados bajo
diferentes temáticas: babilónica, bizantina, macedónica, etc. Anduvo por algunos
de ellos, vagando sin rumbo predeterminado y aceptando las copas que los mozos
traían en bandejas de plata. No veía a Camille. Sabía que su máscara resaltaría
entre todo ese carnaval. Su imagen, la imagen de la máscara, le resultaba
vívida. No importaba qué tan relucientes o extravagantes fueran las de los
invitados, la de Camille tenía algo que, a pesar de escaparse de una definición
precisa, a Franz se le hacía inconfundible. Había todo tipo de máscaras: de
media luna, con antifaz dorado, ovaladas horizontalmente; muchas de ellas,
incluso, le recordaban a las estatuas del Parque
de los monstruos, que creía haber visto en un libro de arquitectura.
Subió por las amplias escaleras de mármol
todos los pisos, sin reparar sino en el último donde esperaba encontrarse con
la tan soñada mujer. Este carecía de temáticas. Cada sala estaba decorada bajo
un color. La escalera daba directamente al salón rojo, le seguía el azul y, de
ahí, el rosa y el amarillo… Hacia el fondo se encontraba una sala, la última,
con cortinajes y alfombras de terciopelo negro. Un largo reloj de ébano se
erigía amenazante.
El lugar
estaba lleno. Franz von Prosper no pudo impedir el sentimiento de que no
pertenecía a aquel mundo opulento, cubierto de ropa de diseñador y perfume
importado. Se sentía extranjero ante aquellos que efectivamente lo eran. Porque
era cierto: nadie, absolutamente nadie, era de la ciudad. Eran amigos de la
familia del barón o de la mujer por la cual Franz andaba al acecho.
Vagó
nuevamente sin rumbo, tomando de las copas que llegaban a él como a su llamado.
Fumaba un cigarrillo Otrov, algo a
escondidas para que no se notara la marca. El resto de invitados fumaban Lijek, o unas bellamente ornamentadas
pipas de madera. Muchas mujeres utilizaban unas boquillas negras que, a la luz,
parecían estar nacaradas. Entre la incomodidad y el abuso de las copas (ya le
era imposible hacer un conteo), las ganas de ir al baño acudieron.
Limpió su cara
con agua. El no estar escondido bajo una máscara se asemejaba, curiosamente, a
estar desnudo. La gente pasaba, mientras él permanecía frente al espejo,
viéndolo con miradas juzgadoras –él sabía, por la manera en la que frenaban
ante su presencia, que lo juzgaban silenciosamente debajo de las máscaras
carnavalescas. Rápidamente se puso la suya y salió de nuevo a las salas de
colores. El amarillo, el color de la sala por la cual había salido, hacía de
algunas máscaras algo grotesco. Especialmente aquellas que eran totalmente
negras. Siguió buscando a la mujer. Era imposible que no estuviera ahí, entre
toda esa gente de rostro grotesco. Notaba que algunos se detenían a mirarlo
pero eran los menos. La mayoría bailaba al ritmo cíclico de la música
electrónica que parecía detonar los altoparlantes ocultos en las paredes.
Dentro empezaron a volar los mismos papeles plateados que había visto afuera,
tiñéndose del color respectivo de la sala.
Y de repente,
el tiempo pareció detenerse.
La vio ahí, parada
entre la gente ebria de la sala azul. Tenía nuevamente aquella máscara de
rostro inerte, similar a una estatua, y un vestido carmesí. Lo miraba
fijamente, inmutable. Franz sintió una mezcla rara entre certeza y
desconfianza. Sin siquiera darse cuenta, comenzó a caminar hacia la mujer. No
podía pensar en otra cosa que sentir, mínimamente, su cuerpo. La mujer comenzó
a caminar hacia el sentido contrario, alejándose de Franz von Prosper. Él, por
su parte, apuró el paso. La mujer lo imitó. A medida caminaba, y el caminar se
transformaba en correr, sentía cómo la música subía de volumen haciendo
retumbar su cuerpo. Sentía el corazón palpitar. La mujer escapaba de él sin
mirar para atrás. Franz von Prosper sabía que se estaba quedando sin salas.
Faltaban solo
dos para llegar a la última, la negra con el reloj de ébano, cuando Franz se
dio cuenta de que a su alrededor la gente comenzaba a desmayarse. Algunos de
ellos mostraban las marcas de la enfermedad: pequeñas manchas escarlata en los
pechos desnudos y en los brazos. La gente –se dio cuenta- moría.
Al llegar a la
última sala, la música se transformó en ruido. Un ruido inhumano, fuera de los
producidos con instrumentos de este mundo. Camille Rouge-Mort estaba parada
junto al reloj de ébano.
-¿Quién sos?
–preguntó Franz, jadeando.
La mujer
permaneció callada. Luego, Franz escuchó que una voz femenina le hablaba.
-Mis ojos, por
haber sido puentes, son abismos.
Parecía como
si la voz estuviera dentro de su cabeza. No había ente externo que profiriera
las palabras. La mujer alzó una mano y se fue retirando la máscara. Franz se
vio invadido por la paz que tiene alguien que cumple con una vaga promesa. Al
revelar el rostro, tan bello, tan prístino, Franz sintió un fuerte vértigo y
unos dolores agudos en todo el cuerpo, hasta que cayó rendido, tan inerte como
la máscara que por tanto tiempo había perseguido.