martes, 21 de diciembre de 2021

El perfume de todas esas fiestas

Te prometemos que en la alegría

y la risa del festival nadie osará

dar una interpretación siniestra

a tu repentina vuelta a la forma

humana.

 

El asno de oro, Apuleyo

 

 

I

 

Hacía tiempo que la enfermedad había empezado a esparcirse por la ciudad. Los noticieros y diarios no tardaron en compararla con la peste que azotó a Tebas o la peste bubónica. Los cuerpos caían en la calle y se quedaban ahí hasta pudrirse. Eso al principio. Después empezaron a pasar camiones recolectores de basura, destinados a los cadáveres. Nadie sabía exactamente hacia dónde se los llevaban. La gente simplemente se sentía aliviada de no ver los cuerpos putrefactos, apilados en pequeñas montañas, en las veredas o en los cordones.

La peste no distinguía entre clases, ni edades, ni colores de piel. Atacaba a todos por igual. Los primeros síntomas eran dolores de cabeza y corporales. A eso le seguían síntomas similares a la tuberculosis. También se producían agudos dolores, repentinos vértigos. La marca distintiva de esta enfermedad era que dejaba unas manchas rojas: primero, unas pequeñas en el pecho y después en todo el cuerpo, de distintos tamaños, como si se tratara de la lepra. Nadie -por lo menos que él conociera- sabía bien cómo se contraía la enfermedad. Un día tan solo venía y te mataba lentamente, hasta que no quedaba nada, ni una sombra de vida.

 

 

II

 

Corría un viento cálido y húmedo, que volvía denso todo movimiento y toda quietud. Los autos pasaban por el boulevard Liverpool: cabriolés, meharis, BMWs, Volkswagen… La gente se paseaba despreocupada, mirando los autos y a sus conductores, o charlando, pero sobre todo ignorando los cuerpos caídos. Franz von Prosper observaba, acodado en la terraza del bar Solaris, mientras fumaba un cigarrillo Otrov. En la otra cuadra, en dirección para la plaza Libertador, reflectores proyectaban su luz en el cielo oscuro y vacío. A su encuentro asistían, como si fueran polillas, parejas vestidas de gala. Era, según había escuchado decir a unos de los mozos, la inauguración del boliche Óneiros. Solo había oído rumores de ese boliche: que se había construido para hacer orgías enormes, que los dueños eran gente de alta alcurnia y un largo etcétera de hipótesis tan descabelladas como posibles. Había pasado frente al edificio hacía no más que unos días. Gran parte de la estructura estaba tapada por un telón traslúcido negro, por el cual se entreveía la monstruosa construcción. Estaba cimentada por columnas de estilo clásico que iban de la vereda al techo. Lo ornamentaban gárgolas y pequeños recuadros tallados con formas de flores. Era semejante a una casona antigua de tamaño colosal. El último piso estaba protegido por paneles de vidrios de múltiples colores y por los cuales salían luces candentes.

Sintió hondos deseos de caminar por la ciudad. Tiró unos billetes arrugados en la mesa y bajó de la terraza del bar hacia la calle. Caminó a la par de todos esos hombres y mujeres engalanados. No había uno que no tuviera saco y corbata, o una camisa abombada con estampados psicodélicos metida en los pantalones. Algunos llevaban anteojos tanto de ver, como de sol. Las mujeres lucían bellos vestidos de terciopelo, de seda o de lentejuelas, de los más extravagantes colores: dorado, cobalto, esmeralda, plateado… Unas iban con vinchas emplumadas o antifaces que parecían tan suaves como la propia piel. Cruzó el boulevard, quedando en una esquina oscura, opuesta al Óneiros. Los veía entrar, esbozando risas lobeznas, entre el humo denso de los habanos y cigarros.

Y de repente, el tiempo pareció detenerse.

Todos voltearon la cabeza para dejarla quieta ante un maravilloso Chrysler negro de capot largo, con los repuestos a los costados, pulido de tal manera que todo se veía reflejado en él: la gente, sus caras, las luces… Frenó en la puerta del Óneiros. De aquel magnifico auto bajó una mujer. Alta, rubia, esbelta, vestida con un largo vestido carmesí, zapatos de taco aguja y cubierta por un tapado de piel negro. Los fotógrafos, carroñeros por naturaleza, se agolparon en un costado ante la misteriosa mujer. Gritaban su nombre, pero por el revuelo y la distancia von Prosper no logró escuchar nada. La mujer caminó por la alfombra de entrada y ante el pedido de las fotos, miró hacia los paparazzi. Los fulminó con la mirada, bajo una pálida máscara que reflejaba el rostro más inerte, como si de una estatua se tratara.

 

III

 

Quizá por el aburrimiento, quizá por el sentimiento de angustia que lo laceraba en las noches, cuando oscurecía Franz von Prosper caminaba por la ciudad. Vagaba sin rumbo por las calles semivacías, en las que se paseaban los linyeras, los noctámbulos y las prostitutas, intentando aflojar la cuerda que tanto lo asfixiaba. A veces, incluso en las horas más altas de la noche, pasaba por el club de ajedrez frente a la plaza Libertador y jugaba una partida con algún viejo insomne, no menos apesadumbrado que él. Franz von Prosper tendía, también, a evitar la luz de luna cuando caminaba en la noche. El viento era lo único que acompañaba sus pasos. Soplaba con tal fuerza, a veces, que las ramas indómitas de los arboles parecían aplaudir en la oscuridad vacua.

En una de esas caminatas, quizá una de las más largas (o por lo menos así lo sintió), pasó por el club de ajedrez. Raramente, estaba cerrado. No había ni un viejo, ni un joven, ni algún instructor. Nadie. Por casualidad, quizá, terminó frente al puesto de diarios que había a un lado del club. Estaba cerrado pero en un lateral se mostraban los diferentes diarios y revistas. Había muchas tapas con titulares sobre la peste. Fue ahí cuando la vio. Cubría la tapa de una revista desconocida. La mujer del Óneiros salía nuevamente con la máscara de rostro inerte. La coronaban sus pelos rubios y vestía de la misma manera de la última y primera vez que la había visto. Se leía un nombre: Camille Rouge-Mort.

 

IV

 

No eran apenas las cuatro de la madrugada cuando recibió un llamado a su departamento. A oscuras y somnoliento, levantó el teléfono con dificultad y preguntó quién era. No escuchaba nada. Era un silencio con estática. Luego, empezaron a brotar palabras inconexas, entrecortadas por la mala señal. Distinguió algunas: “muerte”, “sala”, “gente”, “ruido”, “enfermedad”. Después un nítido “Hola”.

-¿Hola? –preguntó Franz von Prosper pero al instante que lo dijo, la llamada se cortó.

No se pudo volver a dormir. La llamada ya lo había despertado del todo. El cansancio le hacía sentir el cuerpo ligero pero golpeado. Lo acribillaban las luces de la calle que se filtraban por lo agujeros de la persiana. Prendió el velador. Agarró la caja de cigarrillos Otrov y puso uno en sus labios. El humo grisáceo subió en un remolino, girando lentamente sobre su eje. Apagó el velador. La única luz era la de la punta de su cigarrillo. El teléfono sonó de nuevo. Atendió. Una voz murmurante dijo:

-Mis ojos, por haber sido puentes, son abismos.

Luego el silencio y el sonido de la llamada colgándose. Franz miró extrañado el teléfono y colgó.

No hubo más llamadas.

 

V

 

Lo habían invitado a la fiesta dos días antes, entre vasos de vino, olor a porro y música envolvente. No sabía exactamente qué hacía ahí –no recordaba conocer a alguien que estuviera invitado y del bulín tenía un vago recuerdo: perderse en su estructura laberíntica, hasta llegar a un salón de luz roja tenue donde un hombre vomitaba pequeñas bestias negras. Tan solo aceptó la propuesta por alguna extraña razón que él desconocía o prefería ignorar. La casa se encontraba en el borde del casco urbano. La fachada de la casa era pequeña. Estaba encima de un anticuario y se entraba por una puerta a la derecha señalizada con el nombre del lugar: Das Labyrinth. Al llegar al lugar sintió ebriedad. La noche era húmeda y densa. La ciudad sudaba un olor festivo.

La gente estaba en la sala principal. Subió las escaleras angostas de madera y, en la encrucijada del pasillo y dos puertas, entró por la del medio. El living estaba iluminado con luces LED que alternaban aleatoriamente entre diferentes colores. Habían puesto mantas en las ventanas para que no se filtrara la luz de los postes de la calle. Todos bailaban poseídos por la música electrónica que hacía temblar las paredes. El olor a porro lo golpeó en la cara al entrar. Distinguió a dos o tres conocidos. De uno de los baños (recordaba que había dos más en toda la casa), salían ajetreadas personas sobando sus narices, mujeres bañadas en glitter, transpiradas, y muchos hombres con lentes oscuros excitados. Dispuestas sobre una mesa estaban las botellas de vino, vodka, gin, agua tónica y cerveza. Se sirvió vino tinto en un vaso descartable. Bailó un rato al ritmo de la música, perdido entre la gente, la sudoración y el humo, afiebrado por las baterías electrónicas en loop retumbando desde los parlantes.

Cuando se sintió asfixiado, salió hacia un patio interno, que era a su vez un lavadero, adornado con cajas de plástico donde había envases vacíos, mangueras, unos canteros con plantas muertas. Había un largo pasillo que iba hacia otra parte de la casa, hacia otro patio interno. Prendió un cigarrillo. Las luces cambiantes lo salpicaban de vez en cuando, pero no lo suficiente como para notar algo. Lo único que iluminaba nítidamente era la punta del cigarrillo consumiéndose en cada calada. A veces, salía alguno que también iba a fumar o a charlar un rato entre amigos. En ningún momento Franz sintió el interés de entablar diálogo con alguno, ni siquiera con las mujeres. Fumaba, con cierta parsimonia, observando a cada persona, perdido en sus pensamientos, que variaban entre la mujer del Óneiros, el cuerpo putrefacto sin ojos que había visto unos días antes en la calle, la posibilidad de enfermarse y quedar ahí, en la calle, muerto, pudriéndose sin que quedara un rastro de lo que él creía -que sabía- que era en ese momento: un hombre.

Al quedar solo en el patio, Franz escuchó, con más fuerza que antes, el silencio. Miró hacia el pasillo. Vio que algo, o alguien, salía de una puerta justo en el medio del pasillo. Tan solo vio la silueta: un hombre musculoso, más alto que él, a pesar de la distancia. De la cabeza sobresalía lo que parecían ser unos cuernos imperiosos y firmes. Franz se sintió extrañado a medida que esa silueta sea alejaba. No se contuvo y lo siguió por el extenso pasillo. Sentía que a medida que avanzaba, el pasillo cada vez se hacía más largo, volviendo cada paso un paso inútil. Al llegar al final del pasillo dio con una bifurcación. A su izquierda tenía unas pequeñas escaleras que daban a un patio más amplio que el anterior, funcionando a la manera de una terraza; a su derecha una escalera profunda que bajaba.

Primero subió las pequeñas escaleras para comprobar que aquella misteriosa figura no se hubiera escapado por ahí. Dio con más canteros de flores muertas y una amplia ventana francesa que permitía el acceso a la casa. Comprobó que las puertas no se abrían. No había manera de que alguien, o algo, hubiera entrado por ahí.

Volvió a la bifurcación y bajó por las escaleras. Colgaban de las paredes enredaderas negras, petrificadas, envejecidas ya por los días y los años. Los escalones se terminaban antes del final. Alguien había puesto una chapa para hacer de puente. La atravesó con cuidado, flaqueando en cada paso, temeroso de tropezar. El ruido de los pasos sobre la chapa temblorosa se repitió infinitas veces, cada vez más bajo hasta no escucharse nada. Llegó hasta una especie de patio pequeño cubierto por un techo de chapa. Había palets, baldes y cajones de madera diseminados por el lugar. Una puerta corrediza algo oxidada revelaba una sala. Entró empujando y, aunque la puerta apenas se movió, logró entrar.

La sala estaba aún más oscura que el afuera. No había interruptores ni ningún tipo de lámpara. Se filtraba de entre unas ventanas rectangulares que bordeaban las paredes en la parte superior la opaca luz de la noche. A tientas, Franz von Prosper avanzaba. El panorama no era diferente al patio de donde venía: palets, baldes, cajones de madera. En la pared opuesta dio con una nueva puerta oxidada. Está sí se movió. Caminó, rodeado de torres de muebles antiguos de madera nacarada que formaban un estrecho pasillo. Comprendió que estaba en el anticuario. Dio con una bifurcación, avanzó por la izquierda. Escuchó un ruido detrás suyo. Al darse vuelta se encontró con una silla estilo persa, volteada, y, yéndose por donde él vino, un gato blanco con una mancha negra en la cabeza corriendo (o eso creía que era). Siguió su camino. El olor a humedad y a viejo era interminable. Podía ver, en la poca luz que parecía filtrarse de algún lado, el polvo arremolinándose. Las bifurcaciones se hacían, a su paso, más frecuentes. Optó por seguir los caminos de la izquierda porque, recordaba, esa era la manera de no perderse en los laberintos. Vio diferentes piezas de anticuario: alfombras persas, sillas bizantinas, El origen del mundo de Courbet, dagas del imperio otomano, pipas para fumar opio (probablemente del siglo XII), una tela de Watts de 1896. No dio, sin embargo, con ningún hombre, con ningún ser vivo más que con el gato. Hasta llegar a la sala principal, pensó que el lugar se encontraba vacío pero, detrás de una puerta, escuchó ruidos y luego un golpes, como si algo o alguien quisiera salir de esa pequeña habitación. Empavorecido, retrocedió sobre sus pasos.

Estaba, una vez más, en el patio con techo de chapa. Escuchó cómo alguien o algo se escabullía por la escalera pisando el puente que unía la escalera rota. Corrió a su encuentro. Vio nuevamente a esa figura musculosa alejándose en lo alto de la escalera. Lo siguió. Esta vez había doblado en el otro lado de la bifurcación, hacia el patio-terraza. Se había metido por la ventana francesa. Extenso, el pasillo iba de punta a punta. Una al lado de la otra las habitaciones se mostraban idénticas. Todas se encontraban vacías, sumidas en la penumbra. Algunas tenían la puerta cerrada. Al final del pasillo había una puerta. La abrió y se encontró nuevamente con la gente bailando. Pronto, se dio cuenta de que se había perdido y que aquel ser se debía haber ido por otra de las puertas. Cerró la que tenía enfrente e intentó abrir otras de aquel pasillo. No había más que salas vacías y oscuras. Pensó que su búsqueda ya era inútil, que no encontraría a esa persona, a ese ser musculoso, con lo que parecían ser dos cuernos imperiosos y firmes brotándole de la cabeza. Abrió donde estaba toda la gente bailando y dejó atrás ese laberinto de puertas y escaleras.

 

VI

 

Los rayos del sol refulgieron sobre su cara, despertándolo. Estaba -de a poco se fue dando cuenta- en el amplio living donde horas (por no decir días, pues para Franz no había continuidad alguna entre aquella fiesta y este amanecer triste) antes había estado bailando, entre el humo y el calor. Ahora, no había ni un rastro de una fiesta. No había rastros tampoco de gente, ni un ser vivo aparente, más que alguna cucaracha que había visto beber de un vaso casi vacío. Rápidamente se incorporó, su traje no estaba para nada desarreglado. No lograba recapitular los hechos hasta que se había dormido. Se sinceró consigo mismo: no recordaba nada de la fiesta. El recuerdo era como una gran ciénaga pantanosa en la que todo parecía lo mismo y por la cual no se podía avanzar más que lentamente, tornando cualquier tentativa de llegar algún lado inútil.

Inspeccionó brevemente la casa. No había nadie. Nadie. Ni los conocidos, siquiera los dueños de la casa se encontraban. Tan solo él. Bajó por las escaleras. Al abrir la puerta principal, se sorprendió de dar con la calle. No entendió bien el por qué. Salió, tapándose los ojos con la mano a modo de visera. El sol quemaba. La calle estaba desierta: no había autos, gente, ni cuerpos putrefactos. Sintió una honda melancolía a la que no era ajeno. Caminó en dirección a la calle. Efectivamente, no se veía ni un solo auto, ni yendo, ni viniendo de la ciudad. El anticuario permanecía cerrado. En la persiana metálica, había un gran mapa. Lo observó con detenimiento. No tenía señalizaciones. Sabía que se trataba de su ciudad. Las intersecciones de las calles la delataban, pero no había ni boulevard Liverpool, ni la plaza Libertador, etc. El único lugar marcado era el boliche Óneiros. En el margen derecho inferior del mapa se leía en letras grandes:

 

USTED SE ENCUENTRA EN NINGUN LUGAR

 

VII

 

 

El taxi era un monumento móvil a lo kitsch. Estampas de santos, rosarios colgando del retrovisor, en los asientos había almohadones que tapaban todas las zonas que el taxista usaba. En la radio sonaba un tango que Franz von Prosper desconocía pero que el hombre cantaba con emoción, sin dudar ni equivocarse. La noche caía limpia, sin una estrella. Pensaba –mientras el taxi avanzaba hacia la fiesta- que esta escena se repetía todo el tiempo: él, en una taxi, con un tango que ignoraba sonando, yendo hacia una fiesta donde no conocía a nadie o a casi nadie, donde tomaría hasta olvidarse de todo: de los cuerpos putrefactos apilados en la calle, de Camille Rouge-Mort (que cada día aparecía más en su cabeza pero a quien  no había podido volver a ver), de quién era, de todo. Todo.

Estaban cerca de la fiesta. Pararon en el semáforo en rojo, junto a una estación de servicio olvidada. Por detrás emergía la colosal estructura de la estación de trenes. El taxista seguía cantando con fervor. El segundero lentamente se extinguía. Delante del auto (era una especie de cruce entre Ford Taunus y Ford Falcon), cruzando la calle, apareció una mujer vestida de gala. Automáticamente, Franz pensó en la mujer del Óneiros. Esta, la que estaba cruzando la calle, iba vestida diferente: un vestido negro de lentejuelas la cubría, zapatos estilo plataforma negros, unos aros en forma de triángulo con un ojo en el medio. Era morena y no llevaba máscara. Ambos la miraban cautivados mientras cruzaba. Al llegar a la estación de servicio, se escabulló entre el alambrado que la rodeaba, abriendo una brecha ya hecha con anterioridad. Tanto Franz como el taxista se extrañaron ante semejante evento.

-¿Alguna vez vio algo similar? –preguntó Franz. Pero la pregunta cayó en el vacío. El taxista seguía viendo a la mujer con interés. Vio cómo, más allá del alambrado, la mujer se metió a la estación como si fuera su hogar. Sin ningún tipo de aviso, el taxista se bajó del taxi y se metió por la brecha. Franz, resignado y confundido, lo siguió. El alambrado casi rasgó su traje. El taxista ya se había metido en la estación cuando él apenas se incorporaba tras pasar la brecha. La oscuridad era total. Al fondo vio una luz.

Al entrar a la sala, dio con un fogón en el medio. El taxista estaba más acá, cerca de donde estaba Franz, mirando la escena, no sin cierta lujuria. La mujer se estaba desvistiendo lentamente, ignorando por completo a los intrusos. Dejaba las prendas sobre un colchón algo viejo, que parecía ser el lugar donde dormía. Una vez desnuda se fue achicando. Su piel fue tornándose más oscura, empezaron a salir unos primeros pelos negros. Emitía, mientras se achicaba aún más, unos maullidos mezclados con gritos humanos. Finalmente se transformó –era previsible- en una gata negra de ojos pardos.

 

VIII

 

Las piezas de ajedrez permanecían quietas sobre el tablero, esperando que alguno de los dos contrincantes las movieran. Franz von Prosper se encontraba apoyado en una de las columnas fumando un cigarrillo Otrov, viendo cómo los viejos empezaban una partida nueva. Ya era de noche nuevamente. Los hombres discutían sobre sucesos extraños que habían ocurrido recientemente en sus vidas. Franz nombró, vagamente, el incidente de la mujer-gato y el taxista. Todos lo ignoraron, quizá por lo bajo y lacónico de su voz. Uno de los hombres explicaba que había estado recibiendo llamadas extrañas. Siempre que atendía alguien le relataba los últimos minutos de su vida. Otro, no tan angustiado, decía ser visitado por una mujer todas las noches que le hacía revivir su pasado, cuando bailaba tango. Nadie, por supuesto, desconfiaba de lo que el otro narraba.

Franz von Prosper tomó coraje y expuso su obsesión por la mujer que había visto muchas noches atrás en el Óneiros.

-Vos hablás de Camille Rouge-Mort –le contestó uno de los viejos.

-Sí, ¿usted la conoce? –respondió Franz, intrigado.

-Conocerla, como conocerla… No –respondió raspándose la sien derecha con un dedo-. La he visto en las revistas y diarios. Está casada con un tipo de alta alcurnia. Nunca nadie la ha visto sin esa máscara que lleva todo el tiempo. No es de esta ciudad. Su marido, el barón de Nulle-Part, la conoció mientras estaba afuera, no sé dónde. Los periodistas estaban ansiosos por lograr una foto de ella. Nunca se había mostrado. Aquella vez que vos decís, Franz, fue la primera vez que se la vio de cuerpo entero… para que te des una idea.

Franz comprendió que, quizá, volver a encontrarse con la mujer era algo imposible. La mujer en sí –pensó en su momento- solo estaba reservada a algunos pocos: su marido y su familia. No comprendía por qué esto le generaba mucha más angustia que cualquier otra cosa. Verse muerto por la peste, por ejemplo, le resultaba menos atroz que no lograr siquiera cruzar una palabra con Camille Rouge-Mort.

-¿No hay manera de encontrarla en algún lugar? –preguntó, esperanzado.

-Dicen –interfirió otro viejo – en el diario, que va a estar presente en la próxima fiesta. Ahí, en el Óneiros. El barón es dueño de ese lugar. Lo construyó justamente para ella.

 

XIX

 

Luego de varias vacilaciones sobre cómo conseguir entrar al Óneiros, Franz von Prosper recordó algunas amistades olvidadas por el paso del tiempo. Tres llamadas bastaron para lograr conseguir la entrada a semejante lugar. Le dijeron fecha y vestimenta: trajeado elegante y una máscara.

Llegó casi puntual. El boulevard Liverpool y el boliche parecían no haber cambiado desde la última vez. Los paparazzi se agolpaban sobre los autos elegantes, sobre las mujeres tan hermosamente vestidas y los hombres con su aire de superioridad irreversible. En el aire volaban papeles plateados. Los gritos fueron la única música que Franz von Prosper logro oír antes de entrar. Una vez dentro, se dejó cautivar por el lugar. Observó que el adentro era mucho más grande que el afuera. Los salones eran enormes y estaban decorados bajo diferentes temáticas: babilónica, bizantina, macedónica, etc. Anduvo por algunos de ellos, vagando sin rumbo predeterminado y aceptando las copas que los mozos traían en bandejas de plata. No veía a Camille. Sabía que su máscara resaltaría entre todo ese carnaval. Su imagen, la imagen de la máscara, le resultaba vívida. No importaba qué tan relucientes o extravagantes fueran las de los invitados, la de Camille tenía algo que, a pesar de escaparse de una definición precisa, a Franz se le hacía inconfundible. Había todo tipo de máscaras: de media luna, con antifaz dorado, ovaladas horizontalmente; muchas de ellas, incluso, le recordaban a las estatuas del Parque de los monstruos, que creía haber visto en un libro de arquitectura.

 Subió por las amplias escaleras de mármol todos los pisos, sin reparar sino en el último donde esperaba encontrarse con la tan soñada mujer. Este carecía de temáticas. Cada sala estaba decorada bajo un color. La escalera daba directamente al salón rojo, le seguía el azul y, de ahí, el rosa y el amarillo… Hacia el fondo se encontraba una sala, la última, con cortinajes y alfombras de terciopelo negro. Un largo reloj de ébano se erigía amenazante. 

El lugar estaba lleno. Franz von Prosper no pudo impedir el sentimiento de que no pertenecía a aquel mundo opulento, cubierto de ropa de diseñador y perfume importado. Se sentía extranjero ante aquellos que efectivamente lo eran. Porque era cierto: nadie, absolutamente nadie, era de la ciudad. Eran amigos de la familia del barón o de la mujer por la cual Franz andaba al acecho.

Vagó nuevamente sin rumbo, tomando de las copas que llegaban a él como a su llamado. Fumaba un cigarrillo Otrov, algo a escondidas para que no se notara la marca. El resto de invitados fumaban Lijek, o unas bellamente ornamentadas pipas de madera. Muchas mujeres utilizaban unas boquillas negras que, a la luz, parecían estar nacaradas. Entre la incomodidad y el abuso de las copas (ya le era imposible hacer un conteo), las ganas de ir al baño acudieron.

Limpió su cara con agua. El no estar escondido bajo una máscara se asemejaba, curiosamente, a estar desnudo. La gente pasaba, mientras él permanecía frente al espejo, viéndolo con miradas juzgadoras –él sabía, por la manera en la que frenaban ante su presencia, que lo juzgaban silenciosamente debajo de las máscaras carnavalescas. Rápidamente se puso la suya y salió de nuevo a las salas de colores. El amarillo, el color de la sala por la cual había salido, hacía de algunas máscaras algo grotesco. Especialmente aquellas que eran totalmente negras. Siguió buscando a la mujer. Era imposible que no estuviera ahí, entre toda esa gente de rostro grotesco. Notaba que algunos se detenían a mirarlo pero eran los menos. La mayoría bailaba al ritmo cíclico de la música electrónica que parecía detonar los altoparlantes ocultos en las paredes. Dentro empezaron a volar los mismos papeles plateados que había visto afuera, tiñéndose del color respectivo de la sala.

Y de repente, el tiempo pareció detenerse.

La vio ahí, parada entre la gente ebria de la sala azul. Tenía nuevamente aquella máscara de rostro inerte, similar a una estatua, y un vestido carmesí. Lo miraba fijamente, inmutable. Franz sintió una mezcla rara entre certeza y desconfianza. Sin siquiera darse cuenta, comenzó a caminar hacia la mujer. No podía pensar en otra cosa que sentir, mínimamente, su cuerpo. La mujer comenzó a caminar hacia el sentido contrario, alejándose de Franz von Prosper. Él, por su parte, apuró el paso. La mujer lo imitó. A medida caminaba, y el caminar se transformaba en correr, sentía cómo la música subía de volumen haciendo retumbar su cuerpo. Sentía el corazón palpitar. La mujer escapaba de él sin mirar para atrás. Franz von Prosper sabía que se estaba quedando sin salas.

Faltaban solo dos para llegar a la última, la negra con el reloj de ébano, cuando Franz se dio cuenta de que a su alrededor la gente comenzaba a desmayarse. Algunos de ellos mostraban las marcas de la enfermedad: pequeñas manchas escarlata en los pechos desnudos y en los brazos. La gente –se dio cuenta- moría.

Al llegar a la última sala, la música se transformó en ruido. Un ruido inhumano, fuera de los producidos con instrumentos de este mundo. Camille Rouge-Mort estaba parada junto al reloj de ébano.

-¿Quién sos? –preguntó Franz, jadeando.

La mujer permaneció callada. Luego, Franz escuchó que una voz femenina le hablaba.

-Mis ojos, por haber sido puentes, son abismos.

Parecía como si la voz estuviera dentro de su cabeza. No había ente externo que profiriera las palabras. La mujer alzó una mano y se fue retirando la máscara. Franz se vio invadido por la paz que tiene alguien que cumple con una vaga promesa. Al revelar el rostro, tan bello, tan prístino, Franz sintió un fuerte vértigo y unos dolores agudos en todo el cuerpo, hasta que cayó rendido, tan inerte como la máscara que por tanto tiempo había perseguido.





lunes, 22 de noviembre de 2021

El tiempo destruye todo. Un estudio.

(sobre el cine de Gaspar Noé)

 

Exordio. En los últimos años hemos oído, a los que nos gustan las películas de cualquier índole, por lo menos, el nombre Gaspar Noé. Dependiendo de quién enuncie, nuestras expectativas de él serán buenas o malas. Independientemente de este rasgo, inherente a cualquier autor (ya sea de cine, de literatura, de ensayos o de filosofía), hay un común denominador cuando se lo nombra: nos encontramos ante un cine violento, melancólico y nihilista, donde lo visceral amenaza con destruirnos a nosotros, los espectadores.

Intentaré esbozar, a sabiendas de su imposibilidad, un estudio objetivo sobre la obra de Gaspar Noé. Me propongo a la vez que abordar su obra, es decir, sus tópicos, su estética, etc. abordar también su propuesta cinematográfica. Por último, daré una breve opinión al respecto sobre lo que creo que aporta al cine actual.

Reduciré el corpus de películas a tan solo sus largometrajes que abarcan su obra más significativa, con una mención algo breve de Lux Aeterna (2019) puesto que es lo que podríamos llamar “una obra menor”. Ellas son: Seul contre tous (1998); Irreversible (2002); Enter the void (2008); Love (2015); y, por último, Climax (2018).

 

Influencias. Estas son muchas veces obvias y explicitas dado que Noé las muestra constantemente en sus películas. Ello ocurre, por ejemplo, en el departamento de Murphy y Electra en Love. Cuelgan de las paredes posters de Taxi Diver (1976) de Martin Scorsese o 2001: A Space Odyssey (1968) de Stanley Kubrick. También aparecen cintas de VHS en la película Climax cuando se presentan las entrevistas grabadas de cada personaje. Entre ellas podemos ver Suspiria (1977) del maestro de giallo Darío Argento (el director italiano, de hecho, será el protagonista de su nueva película); Un Chien andalou (1929) del maestro del surrealismo Luis Buñuel; Possesion (1981) del polaco Andrzej Zulawski; Salò o le 120 giornate di Sodoma (1975) del poeta Pier Paolo Passolini, entre otras.

También hay, por supuesto, influencias filosóficas y literarias. Entre ellas podemos ver la del escritor argentino Osvaldo Lamborghini conocido por su literatura surrealista donde se plasma la violencia en los sujetos del hampa; el filósofo francés Georges Bataille conocido por su interés en el erotismo y los rituales; Nietzsche pensador fundamental para el siglo XX y padre del cuestionamiento a los valores morales; la contemporánea a Noé, Virginie Despentes con su famoso libro de 1993, Baise-moi; las obras de Freud, tanto como las de su discípulo Carl Gustav Jung; la literatura de Franz Kafka, conocido por su abordaje del absurdo, lo grotesco y los pesadillesco en la cotidianeidad; los pensamientos de Oscar Wilde; los estudios realizados por el famoso antropólogo Carlos Castaneda, muy popular en la contracultura hippie; entre otros.

Tanto en lo literario como en lo cinematográfico, Gaspar Noé presenta una predilección por los autores considerados de culto donde la violencia, la destrucción, la sexualidad y el surrealismo son la base constitutiva.

 

Tópicos. Por lo general, los tópicos, a diferencia de lo que ocurre con otros directores, tienden a mostrarse explícitamente en el cine de Noé. Podemos hablar, en primer lugar, del tópico de la destrucción. Desde Seul contre tous  hasta Climax, los personajes caminan al filo de un abismo de destrucción tanto autoinfligida como proporcionada por un ente ajeno a ellos, los Otros. Los personajes avanzan hacia una destrucción de los demás pero en ese movimiento también se autodestruyen. El protagonista de Love, por ejemplo, camina hacia la destrucción de su relación con Electra para finalmente darse cuenta de que lo que se destruyó no es tan solo su relación, cargada de amor y momentos tiernos, sino su vida misma.

Más que una poética de la destrucción, podríamos hablar de una poética de la aniquilación. Cuando los sujetos destruyen y se destruyen no hay nada que los permita renacer de las cenizas. No hay restos, los restos también se destruyen. No hay manera humana de reconstruir todo aquello que fue. No hay manera de seguir adelante con la vida más que en un estado de resignación e ira hacia el perpetuador de la aniquilación: uno mismo.

Ligada a la poética de la aniquilación, nos encontramos con la problemática del tiempo. Cómo bien anuncia el Carnicero (personaje recurrente en las tres primeras obras de Noé), en el prólogo a Irreversible, “el tiempo destruye todo”. Las películas de Gaspar Noé nunca se narran de manera lineal. La obra es fragmentaria. El tiempo se torna algo violento que sumerge al espectador, no más a los personajes, en una espiral que desciende en movimientos virulentos hacia el más oscuro pozo. Podemos ver cómo la tragedia empieza con el final y, a pesar de ser este el principio más violento, la violencia esta dada no por el hecho mismo, sino por cómo se ha llegado de la nada de un principio (hecho final, como ocurre en Irreversible) hacia ese final (que es, en un sentido lógico, el principio) irreversible.

El tercer tópico que aparece en la obra de Gaspar Noé es algo más elemental, también ligado a lo latente de la violencia: las relaciones interpersonales. Todas las películas están atravesadas por el deseo de Uno de encontrarse con un Otro. Pero a su vez, mostrando la violencia de las relaciones interpersonales y de cómo, mientras más nos queremos acercar hacia el otro, más nos alejamos. Noé pareciera querer hablarnos de como las relaciones interpersonales son las relaciones más frágiles que existen en la sociedad. Una mínima decisión (engañar a tu pareja, no prestarle atención, preocuparte de más, etc.) puede llevar a consecuencias desastrosas en el Otro y en Uno.

 

Estética. Aunque la obra de Noé siembra detractores, hay algo de su obra que es imborrable de la cabeza: la belleza estética de sus películas. Por lo general en el cine Gaspar Noé no hay puntos medios: o la cámara hace complejos movimientos o se queda parada en un lugar. Muchas de sus tomas son con la cámara en picado o cenital. Cuando los personajes caminan o están en movimiento, la cámara, siempre a las espaldas de los actores, queda centrada y avanza sin hacer ningún tipo de paneo o movimiento brusco.

Luego tenemos los movimientos más complejos de cámara, como los que ocurren durante la primera mitad de Irreversible donde le es imposible al espectador comprender en donde esta topológicamente. O los movimientos de grúa que aparecen en gran parte de la película Enter the void.

La paleta de colores que utiliza está muy ligada al contenido de sus películas. La utilización predominante del naranja oscuro y un naranja más claro, como el uso del rojo le dan la sensación al espectador de asfixia y de la violencia en la que están impregnadas las tramas. Casi en toda su filmografía, exceptuando Enter the void, los colores predominantes son estos. No hace falta ni mirar las películas, bastan los posters para ya hacernos una idea. Además, a estos colores, hay que sumarle el negro. La ausencia de color permite delimitar muchas cosas: un punto de vista, los personajes que son relevantes, etc. Muchas veces los personajes principales aparecen en la oscuridad, de espaldas a la cámara y aquello que se está viendo iluminado (ocurre mucho cuando los personajes se encuentran en clubes nocturnos).

 

Personajes. Ya hemos mencionado la naturaleza destructiva de los personajes. Cabe hablar también un poco de los personajes en sí, de su fisionomía, de su manera de vestirse, etc.

En primer lugar, los protagonistas de Gaspar Noé tienden a ser hombres. En algunos momentos, sin embargo, el protagonismo de disipa. En Climax, por ejemplo, la protagonista pareciera ser Selva, pero también lo es David. Lo mismo ocurre en Irreversible. Exceptuando Seul contre tous, en todas las otras películas, los protagonistas hombres, aquellos que se imponen, tienen el pelo rapado. Aunque parezca una nimiedad, es relevante señalarlo dado que el autor, es decir, el Gaspar Noé director (no confundir con el Gaspar Noé-sujeto social), es calva. Es complicado muchas veces, en el cine de Noé, separar al autor de la obra en cuanto a los personajes que actúan dentro de ella. No parece casual, por ejemplo, que Murphy tenga un poster de Taxi Driver y se vista con una campera similar a la de Travis Bickle y, por supuesto, similar con la que aparece de vez en cuando Gaspar Noé. Los hombres, tambien, tienden a ser machistas y violentos, rasgo puesto a propósito por el mismo Noé para exacerbar dicha violencia.

En segundo lugar, los personajes mujeres tienden a representar los valores de belleza hegemónicos. No hay una de ellas que no se haya desempeñado como modelo por fuera de las obras. El ejemplo paradigmático es Monica Bellucci. Sin embargo, contrario a lo que se podría creer cuando se recurren a estos binarismos, son mujeres idealistas, fuertes, independientes y determinadas que muchas veces terminan siendo más o igual de destructivas que los hombres.

Propuestas. Es complicado abordar las propuestas del cine de Noé. Principalmente porque estas no son claras o, mejor aún, son tan claras que parecen un absurdo nombrarlas. Es cierto sí que nos quiere mostrar aquello que ya hemos nombrado en los tópicos. Sin embargo, lo que quiero exponer es que en su cine hay una importancia fuerte en desacomodar, descolocar si se quiere, al espectador. El hecho mismo de sumergirlo en una espiral atemporal de violencia de cualquier índole genera un efecto peculiar en el que un espectador (sea este un fanático o un férreo detractor): uno no quiere seguir mirando pero a su vez tiene que seguir haciéndolo para lograr obtener algún tipo de enseñanza, algún tipo de resolución que de paso a la catarsis, desconociendo, más aún ignorando, que esto es inútil.

El espectador -podría argumentar- nunca llega al climax de las películas principalmente porque lo que ocurre en las películas de Noé es un desgarramiento. Si se considera el psicoanálisis para analizar las obras de Noé (del que, por cierto, no esta exento, como ya hemos mencionado), se puede hablar tranquilamente de una castración del espectador. En tanto que este nunca logra su cometido, su poder se ve reducido a la nada misma. Lo que se dice nada.

Peroración. Por más breve que haya sido la exposición, estos son los elementos constitutivos de la obra de Gaspar Noé. Lo cierto es que más allá de la estética del director, no hay nada. Las obras poco transmiten. Las historias por más verosímiles que puedan ser, lejos están de las situaciones reales que pueden atravesarlo a uno. Detrás de tanta violencia tan solo encontramos una pomposidad barroca que no trae nada de innovador. Gaspar Noé ha tendido a repetirse a sí mismo desde Love en adelante, hasta el fiasco que es Lux Aeterna. Ha recurrido, como tantos otros directores tales como Lars von Trier, pero sin la genialidad de algunas puestas en escena de este, al sensacionalismo de la provocación por el mero hecho de provocar con lo que no es políticamente correcto. No hay en este gesto un movimiento estético que sea revolucionario o que permita ser tomado en consideración.

Lo cierto es, sin embargo, que estrenará una nueva película que promete ser diferente a lo que estuvo haciendo hasta el presente. Quizá Gaspar Noé llegue finalmente a una madurez, donde los temas tan humanos que aborda en sus películas logren una profundidad más honda que se disipe con las torpes y irrelevantes provocaciones con las que insiste en plagar su obra.

martes, 2 de noviembre de 2021

Anotaciones sobre el cine de terror

I

 

Siempre que encuentro una película de terror (ya sea por las redes sociales, ya sea en los libros) tengo que por lo menos ver la trama. Y siempre que ocurre, siento una extrañeza ante este sentimiento casi in-mediato.

Me resulta extraño por dos motivos. El primero: soy muy cagón, me asusto fácilmente con esas películas y por lo general luego me generan ciertas paranoias que me acosan durante semanas. El segundo: este interés por, aunque sea, leer las tramas, no me ocurre con otros géneros. No me ocurre con la ciencia ficción, ni las películas de superhéroes, ni con las dramáticas. No sé si será el morbo o, simplemente, la oportunidad de imaginarme una trama compleja y macabra que después pueda utilizar en algún cuento. La cuestión es que siento (y el sentimiento sale de algún lugar poco claro y desconocido de mi mente) el impulso fervoroso de ver las tramas, de ver los posters de presentación, etc. de las películas de terror y, posteriormente, la película en sí.

Pero no cualquier tipo de películas de terror. Específicamente hablo de las películas de terror de los años ‘70 y ‘80 (quizá algunas de los ’60 y ‘90). La industria hollywoodense del terror gozó esos años con mucho placer. Diría, incluso (pero desconozco), que es la época más prolífica del cine de terror. En todas las novelas, libros de cuentos o las mismas películas (y acá me pongo algo williamsiano) que tratan sobre esas décadas estadounidenses, los personajes van al cine y por lo general ven películas de terror. Pensemos en Donnie Darko (2001), Less than zero (1985), la primer novela de Bret Easton Ellis o la famosa serie Mad Men. En todas ellas aparece directa o indirectamente el cine de terror.

 

II

 

Ese cine contiene algo que el cine contemporáneo lentamente va cancelando con las innovaciones tecnológicas. Acá estamos hablando de los efectos especiales. Ahora es algo bastante normal el uso de efectos especiales digitales, pero antes los efectos se limitaban a sangre falsa, maquillaje (cosa que todavía no ha quedado descartada del todo) y la inventiva de los directores y personal del set para lograr generar efectos en los espectadores. El terror al ser un género masivo y popular (y esto también ocurre en la literatura) tendía a tener presupuestos bastante ajustados. Eran películas, por decirlo de alguna manera, baratas, que a su vez recaudaban un dineral cuantioso.

Lo divertido de esas películas es justamente eso: los efectos que uno puede catalogar como “malos”, en comparación con los actuales.

Lo interesante de esas películas es observar cómo, sin tener la facilidad de las computadoras y equipos, los directores logran captar el miedo, la angustia y el horror con los materiales más rústicos. Pongamos como ejemplo una película que recientemente tuve la oportunidad de ver en la pantalla grande: The Serpent and the Rainbow [La serpiente y el arcoíris] (1988) del maestro Wes Craven. Si bien el director ya tiene experiencia, las escenas más asfixiantes y claustrofóbicas de la película son, esencialmente, hechas con “malos” efectos. No hay ni una pantalla verde, ni nada por el estilo. Cuando el protagonista se encuentra en sus pesadillas y el escenario cambia de una habitación principal a un ataúd donde lo van a enterrar vivo, todo se logra mediante el corte preciso de cámaras y un gran despliegue de personas detrás del set. Nada de lo que se usa es, en esencia, algo lujoso: sangre falsa, paredes acartonadas, corte y despliegue de tomas oblicuas.

Propongo otro ejemplo, de otro maestro del cine de terror: John Carpenter. In the mouth of madness [En la boca de la locura] (1994)[1] se centra menos en los procesos psíquicos del protagonista que La serpiente y el arcoíris, aunque si como va sucumbiendo de a poco en la locura. Podríamos decir que, si bien la de Craven juega con el sueño, la locura y la realidad, no se desprende del orden de lo real (y dentro de él, lo místico y chamanico). Mientras que la de Carpenter, convoca a escenas del orden de lo irreal. El personaje de Sam Neill se va metiendo en una trama donde lo monstruoso prima. No hay religiones, no hay sueños de la misma manera que funcionan en la de Craven. Los sueños, en En la boca de la locura, son reales, en La serpiente y el arcoíris no. Los monstruos que en estos se proyectan son reales, en tanto creados por otro. Sam Niell no logra nunca despegarse de los sueños y de sus monstruos, porque estos son inherentes a su mundo. Y, he aquí, el tema que me importa. Los monstruos que se pasean por la película de Carpenter son como enormes juguetes. Son maquetas que parecen ser movidas por algún empleado del set que anda por ahí atrás escondido. Y, sin embargo, hay algo de esa monstruosidad que asusta, que incomoda. Por más que supongamos de que están hechos, materialmente, por fuera de la ficción, esos monstruos, inquietan, no hay otra palabra para designar lo que producen

Podríamos, entonces, pensar que lo que asusta no es un “buen” efecto especial para que todo aquello luzca más parecido a las pesadillas, es decir, a como estas se le presentan al hombre: su estructura, su contenido, etc. Para que los monstruos sean tan reales como nosotros. Sino que lo que pareciera asustar –inquietar- al espectador es lo grotesco. ¿Qué importa que sepamos que lo utilizado es sangre falsa y que encima esa sangre falsa se vea como si tiráramos kétchup en un cuerpo? No importa. La mezcla entre lo “barato” y lo macabro nos da, como si esto fuera matemática, lo grotesco. Lo grotesco es lo que nos inquieta, lo que nos hace preguntarnos, como si hubiéramos tenido un déjà vu, “¿Por qué esto me asusta, me inquieta, tanto? ¿De dónde viene esto? Esto yo ya lo vi” Y, confundidos, nos daremos cuenta, que todo eso era conocido porque así son nuestras pesadillas. Así se estructuran, así se nos presentan, así –para decirlo de una vez y sin dudarlo- son nuestras pesadillas

 

III

 

Sin embargo, creo que es necesario complejizar el tópico un poco más. Si bien, como dijimos hasta ahora, hay elementos grotescos proporcionados por los efectos especiales rústicos de aquellos años, no podemos pensar el cine de terror de los ‘70 y ’80 como un producto cerrado. Nuestra manera de mirar los productos culturales del pasado tiene que ver con cómo miramos los productores culturales del presente.

Hoy en día, abundan las películas de terror de tramas psicológicas (que se mezclan, sí, con elementos sobrenaturales o de ciencia ficción), las de índole simbólico y algunas que tienen que ver con el índole de lo real, más allá de su verosimilitud. Nombraré algunos ejemplos: Get Out (2017), The VVitch (2015), The Lighthouse (2018), Sinister (2015) y Creep (2014). Otras más, que podrían entrar en la categoría de terror, de una manera más laxa, son: Mother! (2017), Split (2016) y Midsommar (2019).

Pocas de estas películas son similares a las que se puede encontrar en el inmenso catálogo de los ‘70 y ‘80. Principalmente porque las películas de los ‘70 y ‘80 tenían el objetivo, intrínseco diría, de entretener al espectador sin menospreciarlo: presentan una trama simple (aunque no menos elaborada) y una estructura no más trabajosa. El espectador se mete de lleno en la acción. En cambio, las películas estas últimas dos décadas no tienen como objetivo el entretenimiento, en la cual hay una trama y una estructura simple, sino que complejiza las formas y las tramas. Estas películas terminan siendo morosas y el espectador tiene que estar, por demás, atento a cada elemento que aparece en la trama, por más pequeño que sea. A diferencia de las películas de los ’70 y ’80, estas películas no dejan al espectador relajado para entregarse al terror. Requieren, de alguna manera, la atención constante por lo que ocurrirá y ocurrió.

Hablemos, por ejemplo, de Sinister (2015). La trama, y es fácil notarlo, presenta una complejidad constante. Aparecen constantemente personajes que no sabremos cómo van a intervenir en la historia, a los cuales el espectador tiene que prestar suma atención. Lo mismo con los elementos en los que se encuentra inmerso Ethan Hawke: todos ellos son importantes y a la vez no. Todo forma parte de una especie de universo (o no) de Schrödinger. Es y no es.

Nada hay en Sinister que nos permita entregarnos al terror. Tenemos que estar sumamente atentos a cómo se desarrollan los personajes, como intervienen y se interrelacionan, a los objetos y el hábitat de los personajes. Nada podría estar más alejado de las películas tales como La serpiente y el arcoíris o En la boca de la locura donde, a pesar de presentarnos algo interesante, todo ello se desliza sutilmente sin que el espectador asuma el rol de detective.

 

IV

 

Es necesario aclararlo: es defendible por un lado el “nuevo” cine de terror (nada de lo que diga, sin embargo, lo cambiaría), en contraposición con el “viejo”. Propone que el espectador tome una participación activa a la hora de reconstruir la trama a medida que avanza. Siempre hay elementos del principio que el espectador necesita para el presente y el futuro. Mientras que en el cine de terror “viejo” la historia avanza, el pasado no adquiere una relevancia importante. No pesa ignorar ciertas cosas. De hecho, este cine lo fomenta.[2] Pero la crítica que propongo es que el cine de terror deja de ser ocioso. El espectador es un actor más, anulándose la característica catarquica del cine de terror. El hecho de sacar al terror de su clasificación de género menor -que tan bien le hacía-, hace que expulse a cierta parte de los espectadores. Hace de algo placentero, un trabajo moroso.



[1] Aunque la película sea de una década de la que no nos ocupamos, es imposible disociar a Carpenter de su cine, y el cine, producido por los años ‘70 y ‘80.

[2] Podríamos decir que el cine viejo considera al tiempo lineal: la historia avanza, pocos (por no decir todos) elementos del pasado se requieren para resolver el presente y el futuro de la película. En cambio, en el cine nuevo vemos que la lógica temporal se quiebra. El pasado está en el presente y en el futuro y viceversa. No hay avance, ni retroceso, porque no hay una línea recta del tiempo.

viernes, 22 de octubre de 2021

Memorias para Osvaldo Schwartz

                        A current under sea

Picked his bones in whispers. As he rose and fell

He passed the stages of his age and youth

Entering the Whirlpool

T.S. Eliot


I. Mi nombre es Osvaldo Schwartz. Nací el 17 de octubre de 1945 en La Plata. 30 años después del nacimiento de Arthur Miller. 79 años después del de Aby Warburg. 17 años antes del de Tom Hanks. 27 años después del de Rita Hayworth. 30 años después del de Albert Einstein. 15 años antes de la muerte de Albert Camus. 98 años después de la de Chopin. 14 años después del encarcelamiento de Al Capone. 12 años antes del asesinato a J.F. Kennedy. 11 años antes de “La partida del siglo” entre Fischer y Byrne. El mismo día de la Lealtad Peronista.

Nunca le di importancia a todo esto, ni me pareció algo extraordinario: otros nacen exactamente el mismo día que Videla, que Borges, que Dalí y no son –ni serán- ninguno de ellos. El tiempo me resulta superfluo. Tanto que, a veces –tan solo a veces-, no sé si avanza, frena o retrocede.

Tardé alrededor de 11 horas en salir de mi madre. (La anécdota me siguió durante toda mi vida. “Casi naces el 18”, solía agregar ella.) Pesé como cualquier niño y mi cuerpito ensangrentado era de las proporciones promedias. Para molestarme, durante mi infancia, mi padre me decía que era muy cabezón y que por eso tardé tanto en salir. Luego, para apaciguar la crueldad, me explicaba que por eso lograba aprender tanto, tan rápido y recordar todos los dioses, seres y mitos griegos de los libros que él me compraba.

 

II. Ahora, mis padres no están –digamos- presentes. Pero, de vez en cuando, en las tardes vacías en el quincho, los recuerdo. No hay nada en esta casa que no contenga –por más mínimo que sea- un recuerdo de ellos. (El florero en el que alguna mañana vi a mi madre poner jazmines, los toldos de la inmensa galería siendo cerrados por mi padre una tarde de diluvio, etc.)

 

III. A veces, esos recuerdos se confunden con los de mis hijos que, como yo, crecieron en esta casa. Lo veo a Fabián leyendo una revista tirado en el sillón atigrado o a Sofía dibujando cuerpos de mujeres desproporcionadas u hombres raquíticos. (Uno de sus tantos cuadros me lo regaló para mi cumpleaños número cincuenta: consiste en un hombre, rodeado por gente riendo cerca de él y a lo lejos alguna que otra llorando, cuya cabeza contiene dentro un proyector de películas que repite una escena algo deformada de lo que ocurre a su alrededor.) No los veo hace muchos años. Fabián vive con su esposa y sus dos hijas en Bariloche, diseñando casas. Sofía vive en Buenos Aires con su novia, presentando sus obras en galerías y bares. Llaman de vez en cuando. La mayoría de veces los llamo yo.

 

IV. Mi nombre es Leónidas Schwartz. Nací el 10 de mayo de 1910. Exactamente un siglo después de la Revolución de Mayo. 94 años después de la Independencia de Argentina. Nací al calor de más ferviente nacionalismo. Al calor del avance violento de la modernización de las ciudades. Vi cómo se construía esta ciudad, La Plata, desde la nada misma.

Mi madre apenas tuvo que pujar para expulsarme de su vientre. La sorpresa de este hecho se extendió hasta que notaron mi pequeño cuerpo, casi monstruoso. El médico de cabecera afirmó que estaría –y  crecería- bien. Así fue. Crecí y me desarrollé con naturalidad.

“Fuiste un milagro”, decía siempre mi madre. “Antes de tenerte a vos perdimos a dos bebés”.

 

V. Cada año voy a controlarme al médico. A mi edad, se sufren dos cosas: la muerte (la ausencia) de los más queridos y –peor aún- el olvido de sus voces, de sus rostros, de sus gestos.

Ahora, estoy esperando que el doctor Barés me atienda. En la sala de espera está la secretaria detrás de un escritorio y, frente a mí, una señora con su esposo. Sale una enfermera del consultorio. Tiene el pelo corto y color castaño.

-Osvaldo Schwartz –dice.

Nadie responde.

-¿Osvaldo Schwartz? –pregunta ante el silencio.

Mira en redor. Yo también observo que no hay respuesta. La miro y me encojo de hombros. La muchacha vuelve a entrar. Consulto mi agenda, ya que tengo tiempo libre, y me doy cuenta que mi turno con el medico es para dentro de un mes.

 

VI. En el ’67 me recibí de abogado. Aunque sentía que mi vocación eran las Letras, complací a mis padres con aquel título que debe estar humedeciéndose en algún lugar de la casa. Un año después se recibió mi amigo del barrio y de toda la vida, Santiago. Nos conocíamos desde muy chicos, quizá desde los 10 o los 11 años. Él era el que siempre se metía en algún lío. Había recibido más golpes de su madre que de nuestros compañeros del colegio. No sé si por razones similares a las mías se anotó en la Universidad de Derecho y más aún, se recibió. (Creo que sí.)

En el ’78 poco después del mundial a Santiago lo desaparecieron. La madre lloró como nunca antes la había visto. No podía unir a aquella señora que le daba cachetazos a mi amigo con la que en ese entonces lloraba desconsolada por la desaparición de su hijo.

Tres meses después (en noviembre) encontraron –a diferencia de muchos otros- su cuerpo sin vida. Impresa en la carne había marcas de cigarrillos, marcas en los lugares donde habían apoyado la picana, moretones por todos lados. El rigor mortis mostraba que lo habían atado y amordazado, pero eso era lo menos doloroso.

 

VII. Veo a mi padre cortando las enredaderas. Cada primavera hace del paredón un coloso de hojas frondosas. Subido a la escalera, entre corte y corte mira como juego con una pelota en la galería. En el living se escucha algo que, según él, se llama tango. Le pido que juegue conmigo. Solo un ratito, le digo para convencerlo. “No”, me dice automáticamente, “estoy ocupado, Osvaldo”. Entonces quiero ir hasta donde está él para convencerlo pero me tropiezo con el escalón mientras bajo.

 

VIII. Despierto y estoy postrado en mi cama. Siento un dolor pesado, que me presiona el lado derecho de la frente. Sentado junto a mí, en el sillón de terciopelo rojo, está Sofía. Detrás de ella veo su cuadro: el hombre ríe mientras proyecta. Le pregunto que hace acá, en La Plata. Me mira extrañada cómo si hubiera dicho algo malo.

 

IX. La conocí en el secundario. Era hermosa. Su piel era suave. Su cuerpo era frágil. Era gentil y cariñosa. Se llamaba Victoria. No amé –y me gusta esta ilusión (porque sé que es una ilusión)- a otra persona en mi vida. Todavía recuerdo la primera vez que la vi: se peinaba el pelo rubio con las manos, sonreía ante algún comentario de sus amigos. Su sonrisa me parece, hoy, imborrable. Recuerdo como me acariciaba la barba. Recuerdo cuando nació Fabián. Lo feliz que estaba. Recuerdo como intenté –y no logré- contener el llanto cuando murió de un cáncer de pulmón funesto. Nos recuerdo en el quincho, bailando una canción lenta en la navidad del ’98.

 

X. Siento el cuerpo adolorido. Todavía estoy postrado en la cama. No hay nadie cerca. Tan solo oscuridad. No puedo ver el cuadro. No puedo ver nada. Solamente bordes iluminados por la luz que se filtra por debajo de la puerta del cuarto. Escucho gente hablar en la cocina.

-¿Y qué decía? –dice uno.

-No sé, balbuceaba. Creo que me preguntaba si quería jugar. –le responde otro.

-¿Jugar?

-A mí, recién me preguntó que hacía acá en La Plata, Fabián –agrega una voz femenina.

 

XI. Durante los tres meses que estuvo desaparecido, Santiago se aparecía en mis sueños. Mejor dicho: pesadillas. Algunas veces era un espectador, que asistía a un film de terror. Veía como lo electrocutaban con la maquinita. Otras veces era yo el que perpetuaba la tortura. En otras yo era el mismo Santiago sufriendo las torturas más cruentas.

Cuando el cuerpo fue encontrado las pesadillas cesaron. Ya no me levantaba sobresaltado o empapado de sudor. (Podía, digamos, dormir.) Pero él seguía apareciendo en mis sueños. A veces charlábamos con nuestras respectivas edades, en otras éramos chicos. Él siempre me contaba lo feliz que era. Me intentaba confortar, aliviar. Como si fuera él, el culpable de algo.

 

XII. Mi madre se llamaba Hipólita Gorostiaga. Era una persona fría y distante. Bajo aquella mascara escondía un profundo (e infantil) sentimentalismo. Fue, quizá, una de las personas más consideradas que conocí. Era una mujer muy bella. Rubia, de piel suave. Frágil como una rama. Mi padre la quería mucho. Creo que se amaron hasta el final.

 

XIII. Recuerdo que, cuando era chico, todos mis familiares y conocidos me decían que era igual a mi padre. A medida que fui creciendo ese parecido relegado tan solo a lo físico, comenzó también a ser un parecido de gestualidad, de expresión y de lenguaje.

No puedo negar que este hecho me molestaba (no imagino otro mal tan triste que ser un extranjero en su propio cuerpo) pero eso no impedía que lo siguiera haciendo, acentuando más esos rasgos similares.

 

XIV. Santiago entra a la habitación. Luce raro. Tiene la barba prominente y usa anteojos. Las facciones de su cara son –creo- como las que tenía en mi juventud.

-¿Te sentís bien? –me pregunta.

-Sí.

-¿Qué le dijiste al que te vino a cortar las enredaderas, papá?

-¿A quién? –pregunto, confundido-. ¿Por qué me decís “papá”, Santiago?

 

XV. Recuerdo a mi padre, llegado del trabajo, con el estetoscopio colgándole alrededor del cuello, sentado a mi lado en un banquito de mimbre. Estaba enfermo y él me hablaba para pasar el tiempo. Aquella vez me contó que cuando nació era muy chiquito y que su madre, mi abuela, le decía que era un milagro (“su milagro”) porque había perdido, antes de tenerlo a él, a dos bebés.

 

XVI. Mis torturadores se han ido. Intentaron ahogarme poniéndome un trapo en la cara y tirándome agua. Me han tenido aquí por no sé cuántos días. Apenas los he visto: eran dos hombres, bastante comunes, y una mujer, supongo que la enfermera.

Colgado en la pared opuesta a la cama hay un cuadro. En él, se ve a un hombre, rodeado por gente riendo cerca de él y a lo lejos alguna que otra llorando, cuya cabeza contiene dentro un proyector de películas que repite una escena algo deformada de lo que ocurre a su alrededor. Quizá lo han puesto acá, en esta pieza, para volverme loco y revelarles información que no tengo. Ni tendré.

 

XVII. Mi nombre es Osvaldo Schwartz. Nací el 17 de mayo de 1945 en La Plata. Exactamente un siglo después de la Revolución de Mayo. 94 años después de la Independencia de Argentina. 79 años después del nacimiento de Aby Warburg. 98 años después de la muerte de Chopin. Nací al calor de más ferviente nacionalismo. El mismo día de la Lealtad Peronista.

Nunca le di importancia a todo esto, ni me pareció algo extraordinario: otros nacen exactamente el mismo día que Videla, que Borges, que Dalí y no son –ni serán- ninguno de ellos. El tiempo me resulta superfluo. Tanto que, a veces –tan solo a veces-, no sé si avanza, frena o retrocede.

Tardé alrededor de 11 horas en salir de mi madre. (La anécdota me siguió durante toda mi vida. “Casi naces el 18”, solía agregar ella.) La sorpresa de este hecho se extendió hasta que notaron mi pequeño cuerpo, casi monstruoso. El médico de cabecera afirmó que estaría –y  crecería- bien. Así fue. Crecí y me desarrollé con naturalidad.

 

XVIII. Mi madre entra al cuarto aunque la luz tenue la hace parecer a Victoria. Me pregunta si estoy bien. Le digo que sí, pero mi cuerpo se encuentra adolorido. Me dice que ahora, en un rato, va a venir el doctor Bares. Antes de irse me pregunta si la reconozco.

-Sí –le digo.

-¿Quién soy?

-Mi mamá.

 

XIX. Recuerdo un sueño recurrente que tenía cuando era chico. Me encontraba en una escalera en espiral, amurallado. La luz era cálida y tenue, como un velador de noche. Tenía que bajar sin parar, por miedo a que algo, ahí, en las zonas oscuras que dejaba atrás, me atrapara. La escalera era infinita. A medida que bajaba mi cabeza iba cediendo a la claustrofobia, hasta que el miedo me despertaba.

 

XXI. Recuerdo a Victoria fumando un cigarrillo en el quincho, bajo la parra iluminada por pequeñas bombillas. Al largar el humo, se ríe. Su sonrisa es la misma del día en el que la vi. El humo, grisáceo, se desvanece ni bien sale de sus labios. En el cielo oscuro aparecen diseminados los fuegos artificiales. Nos saludamos por Navidad, brindando con vino. Nos abrazamos y siento que el abrazo se prolonga hacia el infinito.

 

XXII. Mi nombre es Osvaldo Schwartz. Nací el 17 de octubre de 1945. Nunca le di importancia ni me pareció algo extraordinario. Tengo 71 años. He decidido ocultarles a mis hijos mi enfermedad. Mis recuerdos del presente se mezclaran con los del pasado y con los ajenos. No quiero generar más recuerdos. Me basta con los que tengo y con los que mi imaginación proyectará. Luego olvidaré todo. No quedará ni un rostro, ni una sonrisa, ni un llanto, ni una palabra por recordar. Luego –tan luego- moriré. ¿No es acaso lo que nos ocurre a todos?


martes, 14 de septiembre de 2021

Orfeo reloaded

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[1] Este escrito fue publicado en el diario digital Visceral en noviembre del 2019, en la sección “Transfiguraciones”. Por lo general, dicha sección, presentaba ficciones o hechos reales que se asemejaban a ficciones. Este relato, narración o crónica está firmado con las iniciales FSP. (ver Diario Visceral, noviembre del 2019).

[2] No se sabe la procedencia de la cita. Aunque se afirma por un lado que pertenece a Enrique Lihn, podría pertenecer tranquilamente a Mickey Mouse o al artista británico Damien Hirst.

[3] La banda platense Peces Raros se presentó en esa ocasión en la famosa plazoleta Noche de los lápices. Junto con ellos tuvo la chance de tocar la guitarra Francisco Downey.

[4] La ketamina tiene un efecto sedativo. Cuando llega al torrente sanguíneo uno experimenta una sensación placentera. Lo más probable es que ella haya consumido una mezcla de ketamina con cocaína que produce, además del placer, la emoción y adrenalina propias de la cocaína.

[5] Este largo paréntesis más que aclarar oscurece. Suponemos que es intencional. La interpretación que uno deduce es que Marcos fue el novio de Sofía, la actual novia de Francisco Downey, y que, de alguna manera, terminaron la relación en buenos términos, sin más sentimientos que el de una amistad (de ahí lo de “el cariño que se le tiene a una hermana”).

[6] Además de que los hombres son educados de manera tal que tienden a mostrar más explícitamente su sexualidad para demostrar su virilidad, la cocaína provoca un algunos casos la liberación de hormonas. Incluso, puede llegar a tal punto que se busca cualquier agujero para meter el pene.

[7] Esta anécdota que le cuenta Marcos a Francisco es la misma que aparece en el cuento “Exactamente no fue Bernadette” de Charles Bukowski, antologado en el libro Música de cañerías (1983).

[8] Todos estos son síntomas propios de una sobredosis. No queda claro, sin embargo, el estado posterior de Sofía. Más adelante, Marcos intentará exhortar a un Francisco Downey fuera de sí de volver con Sofía y “estar con ella en el hospital”, dando a entender que ella, quizá, tenga chances de sobrevivir a la sobredosis.

[9] Es imposible determinar, cuando es un relato escrito y el narrador se encuentra bajo los efectos de la cocaína, en cuanto tiempo ocurren las cosas. Por ende, la duda de la nota 9 se sostiene.

[10] Muchos dealers o transas, cuando quieren terminar con la vida de alguien que le debe mucha plata o puede generarle problemas, cortan el producto con algún tipo de veneno o algo que facilite la sobredosis (muchas veces vidrio picado).

[11] Al igual que los abogados caranchos, en los recitales y fiestas siempre hay alguna persona esperando la desgracia ajena para provecho propio.

[12] La guitarra que entregó Francisco Downey a estos “tanques” desconocidos a cambio de información era una Gibson SG roja. El autor ha elegido omitir que información, suponemos que por el suspenso, pero por las acciones siguientes sabemos que trata de un individuo, apodado “Conejo”, de piel morena, que vestía pantalones holgados y una remera oscura. Además, tenía una marca de nacimiento o cicatriz en la mejilla derecha.

[13] Curioso que haya trabajadoras sexuales en esas zonas de Parque Saavedra. En estos últimos dos años deben haber migrado a otra zona de trabajo.

[14] Sumado a los efectos de la droga y que estaban corriendo, esa noche hizo alrededor de 34°C. Los diarios titularon la noche como “El horno que calentó a La Plata” o “Infierno en La Plata”.

[15] Las obras de arte nombradas pertenecen a dos artistas platenses Camila Jáuregui (Tw: @kamiljauregui) y Mora Petraglia (Ig: morapetraglia). El otro cartel nombrado empapeló La Plata durante un buen tiempo en un intento inútil de pelear contra el consumo constante de drogas que había en los recitales y fiestas. El mismo rezaba: “Las drogas son veneno. No consumas”.

[16] La catábasis o katabasis (del griego κατὰ, 'abajo' βαίνω 'avance') es un descenso de algún tipo, como bajar una ladera, el sol al atardecer, una retirada en una campaña militar, una expedición a los infiernos o un viaje desde el interior hacia la costa.” (ver Wikipedia).

[17] “El taxista fue asaltado por dos jóvenes, ambos bajo los efectos de las drogas. Uno de ellos le pegó con un palo con clavos que había agarrado de la calle. No paraban de gritarle y le pedían saber dónde estaba un tal ‘Conejo’. No quisieron robarle y, según dijo la víctima, la inseguridad en la zona no da tregua.” (Diario La Nación, 19 de octubre de 2019; ver nota).

[18] La Plata es reconocida, entre otras cosas, por sus diagonales. Incluso muchos jóvenes platenses tienden a perderse en ellas. Por eso es coherente, aunque tonto, que ambos no sepan realmente donde están parados, ni cómo llegaron ahí (además, hay que considerar el estado de los dos y la oscuridad de la noche platense).

[19] Las casas viejas de La Plata, especialmente las llamadas casas chorizo, son laberínticas, por más que sean una línea recta (ver Paradoja de Zenón).

[20] Dada la violencia del caso (cuando las autoridades llegaron a la escena, muchos de ellos se descompusieron) no tardaron en aparecer las entrevistas. Cuando le preguntaron a los padres sobre su hijo Marcos, aclararon: “Él nunca fue violento. Fue un buen chico toda su vida. No podíamos reconocerlo. No podemos entender como nuestro hijo podría haber llegado a hacer semejante inhumanidad”. Cuando Francisco Downey se recuperó de los golpes que le proporcionaron los que vivían en la casa tomada (le fracturaron una pierna y tuvo un contusión que lo dejó inconsciente por días), no quiso dar comentarios a los medios ni a curiosos.

[21] "La víctima fue identificada bajo el nombre de Federico Cáseres. No era conocido bajo ningún apodo. Pesaba 71kg. Medía 1,69 metros. Piel morena. Su ropa, una remera negra desteñida y un pantalón cargo, se encontraban en pésimo estado. Tenía  una distintiva marca de nacimiento en la mejilla izquierda: una mancha oscura." (Citado del informe policial)

[22] “La policía sigue interrogando al principal sospechoso del asesinato en la zona de Parque Saavedra. La victima fue un okupa, asesinado a golpes con un palo con clavos. Vivía en una casona junto con otros 4 compañeros. El sospechoso ha dicho poco y nada sobre el porqué de sus actos. La policía no puede entender porque un joven de 21 años podría matar a un triste okupa. El resto de sus compañeros afirman nunca antes haber visto antes al procesado.” (Diario La Nación, 19 de octubre de 2019; ver nota)