Tanto los golpes como los besos del destino ilustran la impotencia básica del individuo con respecto a los eventos realmente significativos de su vida. El 99% de lo que le sucede a uno en la vida no tiene nada que ver con uno mismo, y el 1% restante que uno controla consiste casi en su totalidad en aceptar o negar la impotencia que se tiene sobre el 99%.
D. Foster Wallace
Estuve acá durante mucho tiempo. Aunque acá, quizá, puede resultar algo impreciso. Hay muchos acá: en el mundo, en la vida, en esta casa, en esta habitación, en el pulmón de hierro, en mi mente. Estoy inhabilitado desde mucho. No puedo precisar desde cuándo, pero hace mucho. Aunque venido al caso el tiempo resulta indiferente: un día es lo mismo que decir un año o un siglo. Quizá estuve encerrado desde siempre, sin siquiera darme cuenta. Toda una vida respirando artificialmente.
El tiempo no es una línea recta. Creo que nunca lo fue. No es mas que un círculo aplastado y curvo. Todos los hechos del pasado ocurren ahora y todos los hechos del futuro van a suceder ahora. El presente -no pierdo tiempo en decirlo- también ocurre ahora. Alguien -quizá yo-, seguro, ya debió, debe y deberá estar diciendo esto.
Estamos encerrados en las mismas palabras, en los mismos gestos, en las mismas situaciones: ellas se repiten, mueren, se pudren y renacen (no necesariamente en ese orden). A esto me refiero con que el tiempo no es lineal, es tan solo un círculo donde se comprimen nuestras vidas. Uroboros. Esa es la palabra. Esa es nuestra condena.
Las mujeres entran y me saludan, revisan que todo este bien; que siga respirando. Siempre lo hacen cuando yo abro los ojos. Algunas veces me distraigo, en mi tiempo libre, intentando dilucidar los mecanismos de esa coincidencia. Pienso que quizá mi cuerpo, lo que los médicos llaman reloj biológico, se ha acostumbrado a su temprana visita. O quizá ellas empezaron a entrar a esa hora para controlar mi reloj. O quizá, simplemente, trabajan a esa hora. No creo que importe mucho.
No tengo dudas de que existe vida allá afuera, detrás de esas ventanas, de estas paredes. A veces nos olvidamos -creo que jamás lo recordamos- que la vida no se extiende únicamente hasta donde nuestras percepciones nos limitan. Nosotros no somos el centro gravitacional del universo. Somos tan solo un punto extraviado en el centro de la nada. La vida, eso que llaman vida, se opone a respirar. Mientras otros viven, yo tan solo respiro. Y no me refiero a esta máquina que me permite respirar. Acá es donde únicamente respiro. Allá, pasando esas ventanas, la gente vive, camina ríe, llora; yo, inmóvil, impoluto, respiro. Tan solo respiro.
Nadie debería confundirse: aunque solo respire, no soy diferente al resto. Ellos se piensan que mi tragedia es diferente a la suya. La historia -repito- es siempre la misma: de la nada vamos, lentamente, hacia la nada.
Ahora, el sol de las doce me pega en la cara, ilumina mi cuerpo, la máquina. Nunca me gustó la oscuridad, siento una profunda aversión por ella. La noche desvela, trae consigo el insomnio, los recuerdos, los remordimientos, la oscuridad que va despacio corrompiendo todo. Por eso dormimos, para no lidiar con las noches. Esta hora es la única que me tranquiliza. Soñé -aunque soñar es lo mismo que decir que he vivido- que me acercaba al Sol. Gravitaba en el espacio, sin máquina, con el cuerpo desnudo, mientras el Sol me atraía. Sentía su calor, pero no me quemaba como todos dicen, sino que me envolvía con sus rayos de terciopelo. Soñé que me acercaba tanto, que me unía al Sol y ahí, solo ahí, sentí la interminable paz. Luego, desperté.
No recuerdo la ultima vez que tuve tiempo de olvidar.
Hace tiempo que pedí que quitaran todos los espejos u objetos que pudieran reflejarme. Excepto uno. Al principio no lo noté, pero el vidrio de un cuadro que cuelga junto al marco de mi puerta, reflejaba únicamente mi cara. Sentí enojo y luego vergüenza, que se disipo rápidamente al ver lo que se escondía detrás del cristal. Era una pintura vieja, rudimentaria quizá, que mi padre había comprado a una amiga. Era el retrato de un Minotauro. Recordé en ese instante mi gusto por las mitologías cuando era mas chico. Recordé, también, un cuento, cuyo título ignoro, que mi padre me leyó poco tiempo antes de ser una máquina. En él, se recreaba el mito, pero narrado por el Minotauro. Supongo, ahora, que el Minotauro y yo no diferimos muchos. Él mitad hombre y mitad bestia; yo mitad hombre, mitad máquina. Imagino, al ver el cuadro, que debajo de esa piel animal, al igual que, ahora, debajo de mi piel metálica, se esconde un hombre. El cuento solo confirma esa certeza.
No difieren tampoco nuestros laberintos. Al fin y al cabo, el Minotauro debía desconocer el significado de la palabra laberinto. Casa era la única palabra que debía conocer. Su laberinto era conocido por él, tanto como yo ahora conozco el mío. En el suyo (uno de ellos al menos) todos se pierden, pero él lo conoce a la perfección. El otro laberinto solo es visible ante sus ojos. En el mío, todos pretenden no perderse, aunque la arquitectura sea siempre la misma, piensan que me curaré o, mejor dicho, que viviré -porque lo importante es siempre seguir “viviendo”-, piensan que saben todo lo que ocurre en mi cuerpo, pero no es así. Su conocimiento es finito porque las partes de mi cuerpo son infinitas. El otro laberinto, el que nadie ve, está en mis pensamientos, el único lugar donde vivo: mi casa.
Yo mismo he labrado su arquitectura, yo mismo conozco sus pasillos, sus arcos, sus escaleras, sus balaustradas, sus umbrales, sus bancos, sus flores, sus recovecos. Lo conozco a la perfección, y a veces, como el Minotauro, finjo perderme.
Las mujeres entran al cuarto para revisarme. Siempre son las mismas, siempre hacen lo mismo. Intercambiamos pocas palabras. Ellas siempre condescendientes y amables. Ante mi situación cualquiera lo sería. Al salir, escucho unos murmullos entre los que distingo, nítidamente: “Ha muerto el ultimo hombre en un pulmotor, según el diario”.
El tiempo no es una línea recta. Creo que nunca lo fue. No es más que un círculo aplastado y curvo. Todos los hechos del pasado ocurren ahora y todos los hechos del futuro van a suceder ahora. El presente -no pierdo tiempo en decirlo- también ocurre ahora. Alguien -quizá yo-, seguro, ya debió, debe y deberá estar diciendo esto.
Yo no debo estar vivo, solo debo estar respirando.
Ahora, el Sol de las doce me pega en la cara, ilumina mi cuerpo, la máquina. Una miríada de rayos se refleja sobre el acero, iluminando la sala. Nunca la he visto tan iluminada. Las horas pasan y el Sol permanece, se agranda. Los edificios, tan imponentes y molestos, se van reduciendo mientras el Sol avanza sobre la ciudad. No veo nada más que a él detrás del vidrio. Las ventanas no tardan en abrirse hacia su lado. Luego, arrastra a la máquina, que me impide ver lo que sigue.
El calor me abraza. La maquina me libera, se rompe como un cristal. Sigo siendo un humano. El Sol brilla como la ultima estrella del universo. Enceguece. Cada vez me acerco más, cada vez me olvido más de todo: de mi habitación, de la máquina, de las mujeres, de mi padre, del Minotauro, del laberinto, del tiempo, de la oscuridad.
La paz, la paz es en lo único que puedo pensar. Es lo único que siento cuando mi cuerpo humano, en su totalidad, se sumerge en la pulcritud solar para jamás volver.
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