viernes, 1 de septiembre de 2023

La luz que nunca se agota

a Amparo Franchi, por la conversación infinita


“No (nada que ver con el tema)” (Osvaldo Lamborghini)

 

Creo (yo y no un médico) que deje de comer a los 8 años. Mi peso no ha cambiado desde los 8 años, se amesetó por ese año. 45 kilos amesetados en un cuerpo raquítico, casi inexistente.

 

Mi “letra de insecto” (Borges sobre Pierre Menard), aunque irreproducible para quien lea, es, quizá, un sistema de mi flaquedad.

 

¿Es flaquedad o flaqueza?

 

No escribo hace meses. Todo lo que empiezo no termina. No quiere terminar. Las ideas se asientan, toman forma, tienen sentido, se hace un sistema casi laberintico. Todo tiene sentido hasta que nada lo tiene.

 

La escritura se define por la negación. Uno no sabe lo que quiere escribir sino lo que no quiere escribir. Esto es el ABC de la historia de la literatura: parricidio, construcción de una imagen y un estilo que se opone a su antecesor. También es un lugar común en la crítica genética: todos los manuscritos muestran lo que no se quiere escribir.

 

Escribo algo. Corrijo. Tacho. Borro. Elimino. Destruyo. Hasta que, finalmente, no queda nada. La escritura es inexistente.

 

Uno de mis grandes miedos cuando comencé a escribir era el temor a que el posible lector de mis formas breves no lograra entender los sentidos que cuidadosamente había pensado para él.

 

Mi mamá siempre se preocupó por mi aspecto físico: si comía, si no comía (más que nada esto último), si estaba recto, si estaba encorvado. Si mi pecho tenía una forma normal.

 

“Tórax en quilla o pectus carinatum es una deformidad de la caja torácica en la que el pecho protuye en quilla de barco” (Wikipedia)

 

Lo que escribí hasta este momento son intentos, etapas que no se terminan de definir como un estilo: oralidad (“La sirena”), estructura en abismo/textos encontrados (“Samsara”), fragmentación radical (“Detritus”), metatextualidad (“Las mutilaciones”).

 

Más que etapas son tendencias de una escritura, son categorías que se pueden rastrear en tan solo 2 años de verdadera escritura.

 

Debo escribir de manera falsa desde los 8 años, a la misma edad en la que dejo de comer.

 

No hay nada romántico en esto.

 

Escribir es saber cómo utilizar la verdad para decir una mentira. En el proceso toda verdad es mentira y toda mentira es una verdad.

 

“Un libro no tiene objeto ni sujeto, está hecho de materias diversamente formadas, de fechas y de velocidades muy diferentes. Cuando se atribuye el libro a un sujeto, se está descuidando ese trabajo de las materias, y la exterioridad de sus relaciones” (Gilles Deleuze)

 

Las entrevistas a escritores muestran la unión que existe entre su manera de hablar y lo que escriben. Saer, por ejemplo, hablaba largo y con muchas pausas, sin que sus oyentes supieran cuando iba a terminar.

 

A veces, Saer contaba chistes y se reía solo, frente a una audiencia no entendía su gracia.

 

Los escritores críticos (Judith Podlubne) escriben en la lengua de los autores sobre los que hacen crítica (Jorge Panesi).

 

Un profesor solía contar que en un evento organizado por la universidad lograron que venga Giorgio Agamben. Él no entendía demasiado a Agamben pero asistió al evento. Por supuesto, en el evento, pocos entendían lo que el filósofo italiano decía (traducción mediante).

 

Mucha gente en una pequeña aula, escuchando a un filósofo italiano que era traducido al rioplatense, del cual nadie entendía nada.

 

Intento que mi vida no aparezca en mis escritos. Borrar el yo: otro tipo de utopía.

 

Las madres han hecho maravillas por la literatura: Mario Bellatin, Néstor Perlongher, Osvaldo Lamborghini. Los padres tampoco se quedan atrás: Franz Kafka.

 

No puedo escribir con unidad, me fragmento. La escritura no tiene unidad, es pura multiplicidad y fragmentación.

 

Si estos apuntes son ficción en potencia, entonces la escritura se torna incesante.

 

“… ha sido, es y será un fuego vivo, incesante, que se enciende y se apaga sin desmesura…” (Heráclito)

 

“Con toda seguridad se puede escribir sin preguntarse por qué se escribe” (Maurice Blanchot)

 

Sueño con un libro de formas breves, grueso, de unas 300 páginas, que se fuera haciendo grande a medida que las formas proliferaran. Tendría un primer volumen, cuando tenga material saldría el segundo. Lo titularía: La luz que nunca se agota.

 

Al escribir (“Otros, ellos, antes, podían”, Saer a través de Carlos Tomatis) surgían (im)pulsos que me llevaban a estar obsesionado con lo que escribía. Era imposible entender por qué aparecían las palabras pero lo hacían. Y no paraba. Quizá estaba en un teórico en el cual hablaban sobre Beatriz Sarlo y su declive intelectual y yo no podía dejar de pensar en la escritura, en cómo escribir, en qué escribir, en dónde poner las comas. Me obsesionaba por formular las oraciones y que estas quedaran perfectas.

 

Más tarde supe que esa forma de pensar era propia de los poetas, género que no me gusta para nada y que leo por obligación estética.

 

Ahora nada viene, solo imágenes fugaces que no (im)pulsan nada.

 

“A veces he constatado, aterrado, el carácter profético de la palabra escrita. Me he visto envuelto, quince o veinte años después de haberlas concebido, en situaciones similares a las que aparece en los textos” (Mario Bellatin)

 

Muchos de mis cuentos los escribí a partir de contratapas de libros que nunca me atreví, pasada esa lectura, a leer. Era más interesante lo que mi mente me imaginaba que los libros en sí.

 

“Artillería pesada” surge a partir de la lectura de una reseña a los libros de Chuck Palahniuk (autor que me gustó en la edad juvenil de mis lecturas).

 

El sueño de todo escritor-lector (que no son todos) es la obra propuesta por Walter Benjamin: un libro hecho completamente de citas. La idea cautivo a Ricardo Piglia (que intentó realizarla en Respiración artificial) y a Alejandra Pizarnik (su última obra se iba a llamar Casa de citas). El recorte –y no la cita en sí- da cuenta del yo que parecería estar borrado o ausente.

 

“Todo se ha escrito, todo se ha dicho, todo se ha hecho, oyó Dios que le decían y aún no había creado el mundo, todavía no había nada” (Macedonio Fernández)

 

Hace años que he desarrollado un miedo particular al verano. A pesar de que me gusta el calor, hay algo con el verano que no tolero: la ciudad se vacía. No hay nadie, todos se vuelven a sus pueblos o ciudades, se van a vacacionar a la costa. Siento que los días se repiten, se mezclan y ya deja de tener sentido saber si es viernes o lunes. Todo es una masa amorfa de tiempos.

 

Esta experiencia agobiante, creo, apareció en el cuento “Detritus”, que inicialmente se iba a titularse “Enero”, en la que se repiten las mismas escenas de un día durante la vida de un sujeto que nada y traduce (una de las formas de la repetición).

 

Los sábados fueron durante mucho tiempo un día lleno de vida. Al día de hoy lo siguen siendo. A los 8 años mi mamá me mandó a catequesis, que era los sábados a las 9 de la mañana. Aunque esto podría generar rechazo, yo iba feliz. Al finalizar el día, a las 12 del mediodía, cuando salía, mi abuelo me pasaba a buscar.

 

El espejo devuelve una imagen poco atractiva: se me notan las costillas, mis dedos parecen estirados por una aplanadora, mi espalda se curva como el mundo. Sospecho que existe algo adentro mío.

 

“Si lo llamo cuerpo sin órganos es porque se opone a todos los estratos de organización, del organismo, pero también a las organizaciones de poder” (Gilles Deleuze)

 

Pizarnik titula a su última obra Casa de citas. El gesto de utilizar ese lugar en un doble sentido condensa todo: soy yo quien lee, soy yo quien se da cita al texto (a las citas) y soy yo quien es abrazado por la felicidad y la angustia de ese encuentro con ellas.

 

El otro me recuerda la finitud de mi existencia.

 

Nunca fui un lector voraz. Comencé a ser uno a los 17 años, pero antes hacía todo lo posible para no leer. Me gustaba más leer resúmenes que las novelas que tenía que leer para el colegio.

 

Con mi abuelo íbamos a un café (que ya no está mas), de esos clásicos que ya casi ni existen, en la esquina de 6 y 49, frente al Pasaje Dardo Rocha. Él se pedía un americano cortado y yo una Coca-Cola y, algunas veces, lo acompañaba con un tostado. Charlábamos, más que nada hablaba yo, de historias que aprendía de los juegos que jugaba pero también de las que inventaba. Mi abuelo me escuchaba con atención.

 

Con mi abuelo aprendía la importancia de sentirme escuchado.

 

Todos estos apuntes son ejemplo de lo que no debe ser una ficción: no se debe decir la hipótesis de la ficción sino que debe demostrarse en forma y en contenido.

 

La primera vez que escribí fue en el secundario, en primer año. Había una consigna de escritura la cual yo no lleve resuelta. Como mi apellido era uno de los últimos, y solo teníamos clase los lunes, mientras mis compañeros leían yo escribía. Luego de tres lunes, me tocó leer. A medida que lo hacía, notaba los problemas argumentales y de redacción y los cambiaba. Cuando termine el aula era un silencio. Todos empezaron a aplaudirme.

 

“Hay ficciones que se resisten a ser escritas” (decía Rodolfo Walsh)

 

“El perfume de todas esas fiestas” es un cuento de amor y una reescritura de un cuento de Poe. Está pensado como una pequeña novela de aventuras, por lo que sus capítulos son episódicos y deforman mis salidas en un teatro onírico.

 

La imposibilidad de escribir quizá se deba a que mi vida se volvió aburrida. Recuerdo el día en que escribí “Samsara”. Era un lunes al mediodía de invierno. Estaba en la terraza con el sol dándome en la cara. Como si nada, empecé a escribir. En menos de una hora el relato estaba terminado. Lo había escrito en medio de un desamor. En ese momento, malo, podía afirmar que algo me pasaba, que algo latía en mí.

 

Hoy, ahora, siento que nada late, que la inercia se arrastra y me arrastra.

 

Post-scriptum. He escrito, finalmente, algo.