La cuchilla cae tajante sobre la carne. No. Sobre mi cabeza. Es mi mano la que la blande y es sobre mi cabeza que cae la lámina plateada. La parte en dos. No tiene nada. Solo vísceras la llenan.
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El espejo me devuelve la imagen:
un hombre de 40 años, de pelo algo largo, castaño claro, flaco, casi a punto de
desaparecer, recostado sobre la cama de sabanas carmesí, con una mesa cruzando
el pecho y un cuaderno. Escribe.
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“Querido Pablo,
Te escribo estas palabras desde
un camastro en un cuartito de una calle que pronto dejará de existir para mí,
en la que he vivido gran parte de aquello que yo llamo mi vida…”
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No queda otra cosa que eso.
Escribir. No son memorias, no es una autobiografía. Apuntes de la muerte.
Muerte que cada día es más amigable que el dolor. La soledad.
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Recibí visitas hace unas semanas.
Germán apareció en la puerta de la habitación, taciturno. Una oscuridad
particular se desprendía de sus ojos. Hablaba como si ya estuviera muerto. Es
decir, de la manera correcta.
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La revista Visceral, en su último número, tiene un breve artículo en el que el
crítico Héctor Scotto reseña mi último libro.
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El mar se expande en fuga
infinita. Sangre lo tiñe. Sangre negra, putrefacta. No queda nada vivo en él,
salvo yo.
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En algún número de una revista
porteña perdida en el tiempo (tiempo oscuro en lo posible) debe haber una
crónica, firmada por Roberto Salessi. En ella se habla de lo que ocurre en los
baños de Belgrano “R”.
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“… Debo confesarte muchas cosas, cosas que no
podría confesar de otra manera que no fuera mediante la palabra escrita.
Palabra escrita que quizá no se lea o que quizá se lea pero ya, con el tiempo
que ha transcurrido, no tenga sentido ser leída…”
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El Otro a veces no me imita. Hace
lo que quiere. Se levanta de la cama, deja los papeles, revistas y libros a un
lado y me mira. Sale por la puerta y ahí dejo de verlo.
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… todos los escritores tienen sus etapas. Las etapas que más gustan a
tal o cual sector son varias. En este caso, el de La experiencia muerta, entramos en una etapa desconocida y quizá
la más extraña…
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La letra M toma con sus manos una
maza. La levanta bien alto. La deja caer. La hace caer. Sobre mis piernas. El
dolor es nulo, aunque veo cómo el hueso sobresale y la sangre corre.
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“… Confesar el amor es inútil, el
amor es lo más inconfesable que tengo. Escribir sobre él es lo mismo que no
escribir…”
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Nadie, hasta ese entonces,
hablaba de lo que pasa en los baños (y no solo los de Belgrano “R”). Lugares
santos, templos si se quiere para nosotros. Todos sabían, pero nadie hablaba.
Verbalizar algo es hacerlo real. Nadie quería que eso se hiciera real.
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Germán es de los pocos que vienen
a visitarme, con sus ojos llenos de oscuridad. Me trae diarios, revistas,
libros y papel. A veces me ayuda a lavarme o me cocina. Pero más que nada habla
conmigo, me cuenta cosas que ocurren.
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… porque si hasta ahora habíamos visto provocación, exhibición,
sexualidad y languidez pero, por sobre todo, estructura, ahora encontraremos
eso, menos la estructura. El material heterogéneo que se despliega en La
experiencia muerta es…
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El Otro sonríe mucho más que yo.
Se encuentra con otros en los baños, o en algún hotelucho de la zona. Sabe lo
que quieren los otros, sabe lo que él quiere. No le tiene miedo al frío, no le
tiene miedo a nada, ni siquiera a él mismo.
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“… Nunca he dejado de escribirte.
No cartas, sino todo lo que escribo. Cada palabra, por incomprensible que se
torne, fue posible porque sabía a quién le escribía…”
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El cuerpo se recubre de sangre.
Atravesado por estacas. Estaqueado. Indómita la lengua perdura hasta que
comienza a pudrirse.
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Intenté –aunque no fui el único-
contar una experiencia colectiva a partir de mí mismo. Salir de noche.
Levantar. Coger. Ir algún lugar escondido donde todo era, en su suciedad, más
bello.
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… síntoma de una vuelta hacia lo autobiográfico. Todo: las imágenes,
las cartas, los poemas, las crónicas, los microrrelatos, los dibujos…
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Algo en ese momento debía estar
vivo. La línea era recta, se expandía y extendía, hasta que, en algún punto,
todo eso se quebró. Y todo lo vivo, finalmente, empezó a morir.
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“… Cada vez que te escribía,
también, moría. Dejaba partes de mí en el camino. Era una muerte necesaria para
dejar algo vivo…”
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El Otro muta de cara, es y no es
al mismo tiempo. No quiere serlo, ni lo será. No muestra las heridas de Uno. No
tiene heridas. Vive, no muere.
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Germán debe ser la única persona
que me puede ver. No creo que los demás no vengan porque simplemente no me
tengan estima, sino porque su estima es tan grande que les es imposible ver
cómo, a medida que pasa el tiempo, a medida que mi cuerpo se corrompe, voy
muriendo.
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… Es un recorrido, una suerte de paneo, a través de su vida o, mejor
dicho, momentos de su vida: andanzas por la ciudad porteña oculta y nocturna, los
shows de locas, su paso por la revista Visceral, la publicación de sus primeros libros…
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El espejo me devuelve la imagen:
un hombre de 40 años, de pelo algo largo, castaño claro, flaco, casi a punto de
desaparecer, parado frente a él. Las sabanas rojas detrás de él comienzan a
moverse, se enrollan sobre sí. Violentamente, lo va tomando. Ata sus manos, sus
tobillos, su cuello y se lo lleva consigo hasta el lecho.
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“… Confieso que lo que yo llamo mi vida empieza con vos. O, mejor dicho,
con el momento que determina que tenía que encontrarte a vos. Que era necesario
que Pablo y Roberto se cruzaran…”
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Nuestra belleza siempre agradeció
al barro. Ese oropel marrón que bañaba todo. Incluso a las lentejuelas, a las boas
de plumas fucsias, a los tacones punta alta, a los pintalabios carmesís, a las
sudoraciones, a las pintadas en los baños, al paraíso de algún cine.
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Los dolores se tornan en mi
anestesia: cada uno insiste en la cercanía de mi cuerpo por dejar de ser tal.
Por pudrirse finalmente.
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… La vida termina siendo obra. Lo vivido es un suceso. Algo que ocurre
y que ya no puede ser borrado. Cada vez que alguien lea estas líneas, la vida
de Roberto Salessi ocurre una y otra vez, indeleble en los ríos de tinta de la
Historia.