Dinanzi a me non fuor
cose create
se non etterne, e io
etterno duro.
Lasciate ogne
speranza, voi ch'entrate
Inferno,
III, 7-9.
… el infierno podría
ser otra cosa y no esto. Nuevamente solo en mi estudio. El silencio permite
que mis pensamientos se ordenen. Sirvo, gentilmente, en el vaso de culo gordo,
el whisky. El primer sorbo basta para tranquilizar los nervios acumulados a lo
largo del día. El rollo fílmico, ya en el carrete, comienza a rodar cuando
presiono el botón, proyectando, instantáneamente, sobre la pantalla blanca, las
imágenes en movimiento. Una mujer camina sola, en la oscuridad de la noche. La
cámara la sigue lateralmente. De vez en cuando, los faroles le salpican el
sobretodo, el pañuelo que le envuelve la cabeza, los zapatitos negros,
revelándolos, aunque incoloros por el blanco y negro de la filmación. A medida
que avanza, aparecen los créditos: el director, los productores, los
guionistas, los actores, el compositor, etc. Anoto cada uno de sus nombres,
dándome cuenta de que algunos ya han formado parte de otras películas.
Películas no aprobadas, por supuesto. La mujer llega a un edificio. El portero,
un hombre de piel morena, uniformado, la saluda. Al presionar el botón del
ascensor, instantáneamente después del sonido, aparece un dedo, varonil, sin
duda, por el pelo, presionando un pezón. Anoto la presencia de desnudez. La
cámara comienza a alejarse, revelando a la mujer de la escena anterior desnuda.
La piel, visualmente suave, enceguece de blanca. El hombre, sin desnudarse aún,
la besa, lentamente, sin faltarle ningún lugar donde hacerlo, en dirección
hacia abajo. La cámara, ahora, solo muestra la cara de placer de la mujer.
Cuando comienza a gemir y sollozar, adelanto el rollo fílmico. Al hacerlo,
llego a la conclusión, viendo estas primeras escenas, de que esta noche será
larga.
La puerta se abre, como si fuera automática. Fernández y su
esposa aparecen bajo una luz cálida. El pelo rubio con un rodete coronándole la
perfecta redondez de su cabeza. El rostro prístino de facciones marcadas. Los
aros con pequeñas esmeraldas, quizá artificiales pero que sin duda brillan
incluso bajo esta luz sucia. El vestido negro de seda pegado al cuerpo como si
no hubiese vestido, solo mujer, moldeándose a la curvatura de su figura, ensanchándose
para volverse nuevamente angosto… Fernández, firme, de traje gris, como si no
tuviera otra cosa para vestir, la tiene tomada por la cintura. Nos saludamos
con cierta alegría. Alegría, creo, totalmente simulada, incentivada por los
nervios de tenerme a mí enfrente. Pasamos a la casa. Bernarda comenta su
belleza pero por su rostro noto que ciertas cosas le disgustan.
-Siéntense, pónganse cómodos –dice Elisa, la esposa de
Fernández.
Bernarda me toma del brazo con suavidad mientras nos
dirigimos a los sillones, brillantes incluso bajo esta luz sucia. Fernández se
sienta en el bordó, nosotros en el verde oscuro. Adornan la mesa ratona de
madera, cuyo centro es un rectángulo de cristal, unos baccarat con caramelos y
un centro de mesa con flores artificiales, ornamentales cuanto menos. Elisa,
que había desaparecido por un pasillo de la casa, vuelve con una bandeja de
plata. Dos vasos de culo gordo con un poco, creo, de whisky y unas copas con
una bebida transparente que, espero, sea agua. El roce de mis manos con las de
Elisa al alcanzar el vaso hace salir una sonrisita de dientes perlados. Doy un
sorbo mientras me acomodo.
-No sé cómo será en su casa pero acá, entre tantas… -Elisa
duda- visitas, los aperitivos y licores se acaban rapidísimo.
-No tenemos mucho de esto en casa, a mí, de hecho, me gusta
muy poco pero a José Luis sí -dice Bernarda.
¿Visitas? ¿Fernández con visitas? Sin dudas se toma cada
botella él y no lo culpo. Si Bernarda no estuviera a mi lado o si pasara todo
el día en la oficina, tomaría tanto o más que él.
Fernández me hace seña de salir al patio mientras esperamos
que se haga la comida. Al levantarme, aliso mi traje pero es inútil: no hay
arrugas. El frío nos envuelve al salir de la casa. Apenas se distinguen unos
objetos diseminados por todo el patio, manchados sutilmente por dos faroles
pegados a la pared. El agua de la pileta se remueve en la oscuridad,
murmurándonos. Fernández prende un cigarrillo mientras nos alejamos un poco de
la puerta. Una marca mala que fuma siempre. El olor
queda flotando, latente, mientras habla.
-¿Ha podido ver eso? –me pregunta nervioso.
-¿”Eso”?
-Sí, eso. La película que encontraron en…
-Ah, sí. No, todavía no. Ni siquiera he leído la ficha
técnica. ¿Usted llegó a ver algo?
-Sí, casi toda… Y verla me dejo algo perturbado… Fue como
vivir una pesadilla ajena… Usted…
Fernández se queda pensativo, abstraído en algún recuerdo.
-¿Yo qué? Dígalo.
- Bueno, verá…
Desde la puerta llega el grito de Elisa, avisando que la
comida ya está servida. Optamos por no seguir la charla ante su insistencia. Le
aclaro a Fernández que luego retomaremos la conversación.
Aunque comí más de lo que estoy acostumbrado, no estoy,
cuando me siento nuevamente en el sillón del living, entorpecido. Noto que
Bernarda, por su parte, está algo borracha, risueña cuanto menos,
cosa que luego recriminaré cuando lleguemos a casa. Se sienta a mi lado,
tomándome el brazo izquierdo, acariciando suavemente con los dedos la parte
superior. El vestido de Elisa permanece pegado a su cuerpo, como si no hubiera
vestido, tan solo mujer. Entre cambio y cambio de pierna, se descubren los más
bellos muslos, broncíneos. Hablan sobre algo que no distingo hasta que mi
ensoñación termina.
-Viste como es ahora, Bernarda. Estos están todo el día
ocupados.
-¿Cómo “estos”? –la voz de Fernández se aclara de una
palabra a otra, como sí él, al igual que yo, también saliera de algún sueño.
-Ustedes, bueno… Siempre con las palabritas, qué decir,
cómo decirlo… Insoportable –se queja Elisa-. Como te decía, Bernarda, estos –mirada pícara a Fernández- están
todo el día ocupados. Entran a las 8 a esas oficinas y a veces a Carlos no lo
veo hasta la madrugada.
Cruzamos miradas con Fernández, ambos pensando en cuánto
nos beneficiaríamos del silencio.
-Sí, ni me digas. José Luis llega a la noche y hay días que
ni cena, va directo al estudio.
-Podemos hablar de otra cosa, por favor –interfiero,
enojado de que hable con soltura de lo que hago y no hago.
Doy un trago largo al vaso, dejándolo a la mitad. Lo miro a
Fernández que se encuentra abstraído en sus pensamientos, ignorando, como yo,
esta charla tan tonta. No se inmuta cuando lo nombran, ni ante mi mirada
inquisidora, tan solo mira su vaso, que cada vez se va vaciando más hasta que
no queda nada.
Sin siquiera saludar a Bernarda que, escucho desde la
puerta de entrada, corta alguna verdura, me dirijo directamente a mi estudio.
Al cerrar la puerta detrás de mí, se oye un “Ho” hasta que finalmente la puerta
se cierra y ya no se escucha casi el “la”. Cuelgo mi sobretodo en el perchero.
Luego, dejo el maletín junto a mi escritorio y prendo la lámpara. Prendo el
proyector. El motor, que ha estado fallando desde hace ya unas semanas, me
devuelve sus gruñidos como si lo despertara de la más cómoda siesta. Sirvo un
poco de coñac en un vaso. El aroma fuerte me pega en la nariz,
tranquilizándome. El olor a comida, me doy cuenta ahora, no se ha filtrado al
estudio.
Busco en la pila de documentación el último dossier de la
pila, cuidando que el resto no caiga hacia el vacío. Aunque algo empolvado, lo
puedo agarrar sin ensuciarme. Al abrirlo cae un papel rectangular, lo levanto.
“Todos mutilados”, dice, en una letra algo torcida, casi como la de alguien que
recién aprende a escribir. El título del dossier, como siempre, es el del
objeto en cuestión: Las mutilaciones.
No hace falta, entonces, siquiera leer la ficha técnica. Se tratará, la
experiencia me lo indica, de una película obscenamente sanguinaria sin más
razón que esa: la violencia. Dejo los papeles sobre la mesa ratona, dejando
solo afuera el rollo fílmico. Luego, lo inserto con sumo cuidado en el
proyector. La luz sale en cono instantáneamente hacia la pantalla blanca. Al
principio, no hay nada. Se mantiene así por unos minutos: en blanco,
encegueciéndome. Adelanto un poco el rollo fílmico. Quizá el proyector está
fallando nuevamente pero no. Aparece, de un momento a otro, mágicamente, un
prado de flores. Flores de colores vivos que, intuyo, son crisantemos. Me
siento en el sillón. Es de día. El hombre, de espaldas, recorre libremente el
prado. Parece, por su forma de caminar, feliz… Pero su felicidad se ve parcialmente
perturbada por la presencia de un caballo rubio que come pacientemente los
crisantemos. La cámara enfoca un ojo, el ojo del caballo, negro, vacío, sin
siquiera un atisbo de vida. El hombre parece sentir que algo lo incomoda, algo
en el caballo como a su alrededor. Aparece, más adelante, algo de entre las
flores, apenas sobresaliendo. Pareciera ser un… La imagen se empieza a
desintegrar desde el centro hasta los bordes, como un hongo visto desde arriba.
El olor se precipita al mismo tiempo que me doy cuenta que, efectivamente, el
rollo fílmico se quema. Lo saco apurado, con todo el cuidado que puedo. Cae al
piso y logro apagarlo. El rollo se ha dañado bastante, dejando solo unos pocos
centímetros de película, que, quizá, por la exposición al fuego, pueda estar tan
estropeada como la que ahora ha desaparecido. Mañana me desharé de este
proyector.
El campo de crisantemos se extiende hacia el infinito. Esa
idea me reconforta. Camino despacio, con suma tranquilidad. Aunque no veo el
sol, hay una luz que muestra todo a mí alrededor completamente nítido. Siento
las flores acariciándome. A lo lejos, escucho un caballo. Entre perturbado e
intrigado, me acerco. El caballo, rubio y resplandeciente, come los crisantemos
con parsimonia. Los ojos locos, detrás de su oscuridad profunda, quieren revelarme
algo, algo que yo sé pero que ignoro. Lo intento acariciar pero se niega,
relinchando. Nuevamente a lo lejos, veo algo, algo mucho más pequeño, que
apenas sobresale de entre los crisantemos. Al acercarme, lo veo bien: un pastor
alemán. Ladra y su ladrido se intensifica, me aturde y comienza a rebotar sin
fin por mi cabeza. Lentamente, el ladrido se metamorfosea en palabras: “Como
vivir una pesadilla ajena”. Y mientras intento quitarme las palabras-ladridos
de la cabeza, un espejo emerge frente a mí y observo mi rostro detenidamente:
los anteojos redondos, los ojos marrón avellana,
las facciones firmes, escondidas detrás de una barba que ya revela sus primeras
canas, mi pelo negro que cada día desaparece más por las entradas laterales…
La transpiración que me cubre es semejante a cuando salgo
de nadar. Respiro aceleradamente, aunque intentando serenarme para frenar el
corazón que late como en estampida. Bernarda, de quien ignoraba siquiera su
presencia, está asustada a mi lado, mirándome.
-¿Tuviste una pesadilla? Ya pasó, querido –me dice en tono
maternal, acariciándome la espalda -. Ya está.
La transpiración, a medida que me abro paso por los
pasillos de la casa, se va enfriando en mi piel caliente. Abro la puerta del
estudio. Avanzo a oscuras hasta la lámpara de mi escritorio. La luz me
enceguece sin mediaciones. Siento, sin saber con seguridad, que mis ojos se
achinan, con los parpados pesados, irreconciliables con la idea de que estoy, a
las dos de la mañana, despierto. Toscamente busco el dossier. Cuando lo tengo
en mis manos, me siento, ansioso por leerlo. Despliego los papeles sobre la
carpeta de cuero.
“Observaciones: La
película se presenta como un muestreo de torturas psicológicas crueles y sádicas
que atentan contra la autoridad máxima que es el Estado. Incentiva la ideología
perversa subversiva en detrimento de los valores morales tradicionales,
no-pervertidos, cristianos y correctos. Quedaría terminantemente prohibida su
distribución en los cinematógrafos nacionales, al menos que se pudiera corregir
e invertir su sentido.”
Al finalizar la hoja de las observaciones paso a otra algo
menos humedecida.
“Ficha técnica:
Título: Las
mutilaciones
Duración: 1h 23m 48s
Género: Terror
Sinopsis:
.”
La hoja se ennegrece por si sola antes de que pueda siquiera
leer el argumento de semejante película.
Un hombre, pelo engominado, traje tan elegante como el mío,
me detiene mientras subo las escaleras del edificio. Nos quedamos en la
balaustrada. Por el ventanal se filtra la luz del sol. Su rostro, fofo cuanto
menos, se eclipsa hasta medio camino. En la comisura de sus labios, pacientes,
algunas migas. Se presenta: él trabaja para la Secretaría.
-Usted ya sabe… con Oscar
–me dice, concluyente.
-Sí… ¿qué tal? –respondo, inquiriendo una explicación más
elaborada para ocupar mi tiempo.
-Verá. Ando buscando a Carlos Fernández. Necesito hablar
con él y tengo entendido que trabaja con usted. En estos días no ha aparecido
por acá.
-¿Con respecto a qué quiere usted hablar con Fernández?
-No podría decirle, realmente. Tan solo puedo confesarle
que se trata de eso que encontramos.
La película.
-¿Qué película? Vemos como seis películas por día.
-…
-¿Usted habla de la película de terror, no cierto?¿Qué pasó
con esa película?
-Bueno… Eso es algo que debo hablar con Fernández y no con
usted. Y no por ser irreverente, no me malinterprete, sino por cuestiones de
responsabilidad. Usted sabe.
-Por supuesto. No se haga problema. Si lo veo le diré que
lo busca…
- , mucho gusto –me extiende la mano, que
estrecho desconcertado.
Al entrar a la oficina, Renata asiste a tomar mis
cosas, saludándome con su efusividad nerviosa que tanto me molesta. Otros dos
empleados me saludan. Mientras Renata se encarga de llevar mis cosas a mi
despacho, busco, aunque de antemano inútilmente, a Fernández. No está. No hay
rastros de que alguien haya estado en este despacho oscuro y húmedo en los
últimos días. Le pregunto a Renata si sabe algo de Fernández. No sabe nada.
Nunca sabe nada.
-Si llegás a saber algo, me podés encontrar en mi despacho.
Cierro la puerta y el sonido de las máquinas siendo
tecleadas desaparece. Prendo la lámpara del escritorio. Me siento. Debería
llamar a la casa de Fernández antes de ponerme a ver la película. De buscar,
mejor dicho, si queda alguna copia del rollo. Debe quedar una, si es que los
dossiers se repartieron como es debido. Aunque ocurrió que Renata ordenó un
dossier con un rollo original. Era una película que no aprobaría ningún tipo de
examinación, sin embargo. Pero en este caso… La película debe tener importancia
si es que manda a este tipo a buscar a Fernández… Aunque con una duda extraña, levanto el
tubo. Marco el número. El silencio se interrumpe por el tono intermitente que
parece intensificarse en cada bocina. Nadie responde. Cuelgo. Tendré que ir a
la casa cuando salga de acá.
El depósito se ilumina gradualmente, un tubo a la vez. En
los diferentes anaqueles, descansan los originales y copias de las películas.
La película debería encontrarse en los anaqueles hacia el fondo. Observo al
pasar los carretes de cada película: se confunden los unos a los otros, tan
solo un rectángulo de cinta adhesiva de papel con su nombre los permite
diferenciar. Nada impide que se traspapelen. Las últimas palabras del Capitán tranquilamente podría encontrarse
en el carrete de El amor dura dos semanas,
y viceversa. Nada me asegura que Las
mutilaciones esté en el carrete de Las
mutilaciones. A nadie le importaría tampoco, más que a mí; y tan solo
ahora, cuando necesito, por algo que desconozco, ver esa película de principio
a fin.
Los carretes del último anaquel posan en fila, firmes.
Busco, leyendo cada rectángulo: Olor a tigre,
El pasado, Seis cuchillos en la noche, Confesiones
de unas botas, La última tentación de
Carlos Gardel, La vida inútil del
obrero, Trama macabra, El diablo a plena luz del día… Ni
rastros de Las mutilaciones.
El frio dentro del auto hace parecer que afuera está más
caliente pero no es así. Es un infierno helado, fuera o dentro. Al abrir mi
boca, el aliento desaparece al instante que sale. Pasado unos minutos ya ni
siquiera sale, como si el calor de mi cuerpo me hubiera abandonado. Las calles
están desiertas. Ni un alma. Arriba, el cielo es una cúpula oscura y grisácea.
Los truenos suenan omnipresentes. Estaciono frente a la casa de Fernández Las luces del living y el recibidor están
prendidas. Al tocar el timbre, Elisa abre casi al instante. Sus ojeras son
indisimulables, tanto como las marcas en el rostro de que ha estado llorando:
la cara hinchada, un maquillaje corrido… Lleva puesto un camisón de seda pegado
al cuerpo como si no hubiese camisón, solo mujer. El aliento delata el exceso
de alcohol.
-Carlos no ha vuelto a casa en días… Me pasé toda la tarde
buscándolo. Pensé que usted podría ser él.
-Ando buscándolo yo también. ¿Hace cuánto no vuelve?
–pregunto mientras cierro la puerta.
-Desde… -Elisa intenta hacer memoria-. Desde el día
siguiente a que cenamos acá, con su esposa.
-¿En qué lugares buscaste?
-En la casa de sus padres, en la oficina, en el bar al que
va siempre, incluso con un amigo… Nada. No sé dónde se metió y temo lo…
Sus pies pequeños, la piel broncínea, su pelo rubio etéreo,
los labios curvados como pinceladas finales, me distraen incluso bajo esta luz
sucia, incluso bajo estos eventos.
-Ya lo encontraremos. Vos quédate tranquila. Llamáme por
cualquier cosa que necesites. ¿Tenés mi número? –le pregunto, a lo que ella
responde asintiendo tímidamente.
El rollo fílmico, carcomido por el fuego, reducido a unos
pocos centímetros, empieza a correr en el nuevo proyector del estudio. Anotador
sobre el muslo, whisky en mano, me siento cómodamente en el sillón. Las
precarias imágenes presentan borrones, manchas aquí y allá, que impiden
imaginar siquiera la presencia de algo de este mundo. Tarda un poco hasta que
la película se vuelve nítida. La oscuridad de la noche se aprecia: el silencio
abrumador, interrumpido por el ruido de las hojas moviéndose por el viento.
Imágenes salpicadas de una casa que me resulta conocida. De repente un ruido de
una puerta cerrándose: estamos en un pasillo oscuro donde se filtra una luz de
luna. La silueta de un hombre se dibuja gracias a ella. Avanza rápidamente,
nervioso. Entra en una habitación. La pantalla negra pasa, mágicamente, a estar
iluminada por una lámpara de escritorio, como si la oscuridad no fuera un corte
de escena sino que nos encontrábamos desde antes en la habitación, a oscuras,
con el hombre. La mala iluminación de la película me impide ver su rostro.
Busca de entre una pila de expedientes algo que parece ser importante. Cuando
encuentra el expediente que busca, lo abre. La cámara hace un plano detalle a
las hojas escritas:
“Observaciones: La
película se presenta como un muestreo de torturas psicológicas crueles y
sádicas que atentan contra la autoridad máxima que es el Estado. Incentiva la
ideología perversa subversiva en detrimento de los valores morales tradicionales,
no-pervertidos, cristianos y correctos. Quedaría terminantemente prohibida su
distribución en los cinematógrafos nacionales, al menos que se pudiera corregir
e invertir su sentido.”
Una electricidad recorre, inverosímil, mi cuerpo. Siento
mis manos entumecerse, a la par que mis pelos se empuntan. El hombre pasa a
otra hoja:
“Ficha técnica:
Título: Las
mutilaciones
Duración: 1h 23m 48s
Género: Terror
Sinopsis: …”
La hoja que tiene entre sus manos se ennegrece por sí sola,
desde el centro, en expansión hacia los bordes. La cámara pasa a grabar los
pies del hombre y, luego, a subir, pasando por el escritorio, luego por las
tapas del expediente, hasta llegar a su rostro: anteojos redondos, ojos marrón
avellana, las facciones firmes, escondidas detrás de una barba con rastros de
canas, el pelo negro que parece comenzar a desaparecer por las entradas
laterales.
Las paredes son de terciopelo rojo. Elisa me invita
provocativamente a acostarme con ella. El pelo rubio con un rodete coronándole
la perfecta redondez de su cabeza. El rostro prístino de facciones marcadas. Un
vestido negro de seda pegado al cuerpo como si no hubiese vestido, solo mujer,
moldeándose a la curvatura de su figura, ensanchándose para volverse nuevamente
angosto… Nos vamos desnudando. Sus colosales rebotan al . Al ver mi , siente la urgencia
de . Le
puedo ver y tocar el ,
así, como está, en ,
como si fuera una perra . Con la mano firme, , dejando una marca calcada en derecha. A gritos pide . Ahora, nos
hemos puesto al revés. Su enorme apunta hacia . Se sin cuidado, con rapidez y fuerza. Sus preciosas empiezan a contra mi cuerpo.
Con una mano la controlo, mientras que con la otra toco sus suaves . Seguimos así hasta
que .
La luz se filtra por la persiana, acribillando la
habitación. Bernarda no está a mi lado. Curiosamente, se ha despertado antes
que yo. Mientras me desperezo, voy levantándome. Me pongo un traje. Atravieso
los pasillos de la casa bostezando, con algo de frio todavía. Bernarda me
espera en el comedor con una taza llena de lo que creo que es café caliente.
Cuando aparezco en el umbral de la puerta, levanta su vista, automáticamente.
Noto que ha estado llorando.
-¿No te da vergüenza? –me pregunta con asco.
-¿Eh?
-¿No te da vergüenza ser tan ?
-No te entiendo.
-¿Cómo que no me entendés, ? Te a la esposa de tu compañero, a Elisa.
-¿Qué hice qué con Elisa?
-Te la ,
José Luis. Y no me lo niegues. Anoche hablabas dormido. Y te he escuchado
fantasear otras veces pero nunca diciendo el nombre de nadie. Y ahora empezás a
gritar el nombre de la esa.
Intento repasar el sueño de anoche, nerviosamente. Elisa
está, sí, en una sala de terciopelo rojo, con el vestido negro de la otra
noche. Luego nos desnudamos y… Todo se empieza a mezclar, hay partes que
parecen recortadas, como si no existieran.
-No recuerdo nada de lo que soñé anoche, Berni.
-No me digas Berni, . ¿Te pensás que soy yo?
La esta es insoportable cuando… La esta es… .
-No te entiendo nada, Bernarda. No hice nada. No recuerdo
mis sueños al pie de la letra. No puedo ni…
Bernarda violentamente se levanta y arroja la taza de café
por encima de mi cabeza. Luego, se pierde por un pasillo hasta que escucho el
portazo de nuestra habitación y el sollozo asfixiado por las paredes.
Renata abre la puerta de mi despacho apurada.
-Fernández está en el teléfono.
Le pido que me comunique de inmediato. Levanto el tubo. El
sonido de estática no permite escuchar mucho
-¿Hola?¿Fernández?
-…
-¿Hola?
-Señor. Por fin logro comunicarme.
-¿Qué es lo que está pasando?¿Dónde está?
-No puedo explicarle. Pero usted… ¿qué más da decirle?
Incluso esto debe haber sido planeado de ante mano.
-¿Decirme qué?
-Verá… La película… Las
mutilaciones… No es una película cualquiera.
Imagino que si la vio me entenderá…
-No pude verla, parte de ella se quemó.
-Tiene que terminar de ver la película, señor. ¿Recuerda
que le dije que se trataba de una pesadilla?
-Sí, lo recuerdo.
-No es cualquier pesadilla. Es su pesadilla.
-¿A qué se refiere?
-Tiene que terminar de verla… No puedo hab…
La llamada se corta, tajante, dejándome tan solo con el
silencio.