viernes, 1 de septiembre de 2023

La luz que nunca se agota

a Amparo Franchi, por la conversación infinita


“No (nada que ver con el tema)” (Osvaldo Lamborghini)

 

Creo (yo y no un médico) que deje de comer a los 8 años. Mi peso no ha cambiado desde los 8 años, se amesetó por ese año. 45 kilos amesetados en un cuerpo raquítico, casi inexistente.

 

Mi “letra de insecto” (Borges sobre Pierre Menard), aunque irreproducible para quien lea, es, quizá, un sistema de mi flaquedad.

 

¿Es flaquedad o flaqueza?

 

No escribo hace meses. Todo lo que empiezo no termina. No quiere terminar. Las ideas se asientan, toman forma, tienen sentido, se hace un sistema casi laberintico. Todo tiene sentido hasta que nada lo tiene.

 

La escritura se define por la negación. Uno no sabe lo que quiere escribir sino lo que no quiere escribir. Esto es el ABC de la historia de la literatura: parricidio, construcción de una imagen y un estilo que se opone a su antecesor. También es un lugar común en la crítica genética: todos los manuscritos muestran lo que no se quiere escribir.

 

Escribo algo. Corrijo. Tacho. Borro. Elimino. Destruyo. Hasta que, finalmente, no queda nada. La escritura es inexistente.

 

Uno de mis grandes miedos cuando comencé a escribir era el temor a que el posible lector de mis formas breves no lograra entender los sentidos que cuidadosamente había pensado para él.

 

Mi mamá siempre se preocupó por mi aspecto físico: si comía, si no comía (más que nada esto último), si estaba recto, si estaba encorvado. Si mi pecho tenía una forma normal.

 

“Tórax en quilla o pectus carinatum es una deformidad de la caja torácica en la que el pecho protuye en quilla de barco” (Wikipedia)

 

Lo que escribí hasta este momento son intentos, etapas que no se terminan de definir como un estilo: oralidad (“La sirena”), estructura en abismo/textos encontrados (“Samsara”), fragmentación radical (“Detritus”), metatextualidad (“Las mutilaciones”).

 

Más que etapas son tendencias de una escritura, son categorías que se pueden rastrear en tan solo 2 años de verdadera escritura.

 

Debo escribir de manera falsa desde los 8 años, a la misma edad en la que dejo de comer.

 

No hay nada romántico en esto.

 

Escribir es saber cómo utilizar la verdad para decir una mentira. En el proceso toda verdad es mentira y toda mentira es una verdad.

 

“Un libro no tiene objeto ni sujeto, está hecho de materias diversamente formadas, de fechas y de velocidades muy diferentes. Cuando se atribuye el libro a un sujeto, se está descuidando ese trabajo de las materias, y la exterioridad de sus relaciones” (Gilles Deleuze)

 

Las entrevistas a escritores muestran la unión que existe entre su manera de hablar y lo que escriben. Saer, por ejemplo, hablaba largo y con muchas pausas, sin que sus oyentes supieran cuando iba a terminar.

 

A veces, Saer contaba chistes y se reía solo, frente a una audiencia no entendía su gracia.

 

Los escritores críticos (Judith Podlubne) escriben en la lengua de los autores sobre los que hacen crítica (Jorge Panesi).

 

Un profesor solía contar que en un evento organizado por la universidad lograron que venga Giorgio Agamben. Él no entendía demasiado a Agamben pero asistió al evento. Por supuesto, en el evento, pocos entendían lo que el filósofo italiano decía (traducción mediante).

 

Mucha gente en una pequeña aula, escuchando a un filósofo italiano que era traducido al rioplatense, del cual nadie entendía nada.

 

Intento que mi vida no aparezca en mis escritos. Borrar el yo: otro tipo de utopía.

 

Las madres han hecho maravillas por la literatura: Mario Bellatin, Néstor Perlongher, Osvaldo Lamborghini. Los padres tampoco se quedan atrás: Franz Kafka.

 

No puedo escribir con unidad, me fragmento. La escritura no tiene unidad, es pura multiplicidad y fragmentación.

 

Si estos apuntes son ficción en potencia, entonces la escritura se torna incesante.

 

“… ha sido, es y será un fuego vivo, incesante, que se enciende y se apaga sin desmesura…” (Heráclito)

 

“Con toda seguridad se puede escribir sin preguntarse por qué se escribe” (Maurice Blanchot)

 

Sueño con un libro de formas breves, grueso, de unas 300 páginas, que se fuera haciendo grande a medida que las formas proliferaran. Tendría un primer volumen, cuando tenga material saldría el segundo. Lo titularía: La luz que nunca se agota.

 

Al escribir (“Otros, ellos, antes, podían”, Saer a través de Carlos Tomatis) surgían (im)pulsos que me llevaban a estar obsesionado con lo que escribía. Era imposible entender por qué aparecían las palabras pero lo hacían. Y no paraba. Quizá estaba en un teórico en el cual hablaban sobre Beatriz Sarlo y su declive intelectual y yo no podía dejar de pensar en la escritura, en cómo escribir, en qué escribir, en dónde poner las comas. Me obsesionaba por formular las oraciones y que estas quedaran perfectas.

 

Más tarde supe que esa forma de pensar era propia de los poetas, género que no me gusta para nada y que leo por obligación estética.

 

Ahora nada viene, solo imágenes fugaces que no (im)pulsan nada.

 

“A veces he constatado, aterrado, el carácter profético de la palabra escrita. Me he visto envuelto, quince o veinte años después de haberlas concebido, en situaciones similares a las que aparece en los textos” (Mario Bellatin)

 

Muchos de mis cuentos los escribí a partir de contratapas de libros que nunca me atreví, pasada esa lectura, a leer. Era más interesante lo que mi mente me imaginaba que los libros en sí.

 

“Artillería pesada” surge a partir de la lectura de una reseña a los libros de Chuck Palahniuk (autor que me gustó en la edad juvenil de mis lecturas).

 

El sueño de todo escritor-lector (que no son todos) es la obra propuesta por Walter Benjamin: un libro hecho completamente de citas. La idea cautivo a Ricardo Piglia (que intentó realizarla en Respiración artificial) y a Alejandra Pizarnik (su última obra se iba a llamar Casa de citas). El recorte –y no la cita en sí- da cuenta del yo que parecería estar borrado o ausente.

 

“Todo se ha escrito, todo se ha dicho, todo se ha hecho, oyó Dios que le decían y aún no había creado el mundo, todavía no había nada” (Macedonio Fernández)

 

Hace años que he desarrollado un miedo particular al verano. A pesar de que me gusta el calor, hay algo con el verano que no tolero: la ciudad se vacía. No hay nadie, todos se vuelven a sus pueblos o ciudades, se van a vacacionar a la costa. Siento que los días se repiten, se mezclan y ya deja de tener sentido saber si es viernes o lunes. Todo es una masa amorfa de tiempos.

 

Esta experiencia agobiante, creo, apareció en el cuento “Detritus”, que inicialmente se iba a titularse “Enero”, en la que se repiten las mismas escenas de un día durante la vida de un sujeto que nada y traduce (una de las formas de la repetición).

 

Los sábados fueron durante mucho tiempo un día lleno de vida. Al día de hoy lo siguen siendo. A los 8 años mi mamá me mandó a catequesis, que era los sábados a las 9 de la mañana. Aunque esto podría generar rechazo, yo iba feliz. Al finalizar el día, a las 12 del mediodía, cuando salía, mi abuelo me pasaba a buscar.

 

El espejo devuelve una imagen poco atractiva: se me notan las costillas, mis dedos parecen estirados por una aplanadora, mi espalda se curva como el mundo. Sospecho que existe algo adentro mío.

 

“Si lo llamo cuerpo sin órganos es porque se opone a todos los estratos de organización, del organismo, pero también a las organizaciones de poder” (Gilles Deleuze)

 

Pizarnik titula a su última obra Casa de citas. El gesto de utilizar ese lugar en un doble sentido condensa todo: soy yo quien lee, soy yo quien se da cita al texto (a las citas) y soy yo quien es abrazado por la felicidad y la angustia de ese encuentro con ellas.

 

El otro me recuerda la finitud de mi existencia.

 

Nunca fui un lector voraz. Comencé a ser uno a los 17 años, pero antes hacía todo lo posible para no leer. Me gustaba más leer resúmenes que las novelas que tenía que leer para el colegio.

 

Con mi abuelo íbamos a un café (que ya no está mas), de esos clásicos que ya casi ni existen, en la esquina de 6 y 49, frente al Pasaje Dardo Rocha. Él se pedía un americano cortado y yo una Coca-Cola y, algunas veces, lo acompañaba con un tostado. Charlábamos, más que nada hablaba yo, de historias que aprendía de los juegos que jugaba pero también de las que inventaba. Mi abuelo me escuchaba con atención.

 

Con mi abuelo aprendía la importancia de sentirme escuchado.

 

Todos estos apuntes son ejemplo de lo que no debe ser una ficción: no se debe decir la hipótesis de la ficción sino que debe demostrarse en forma y en contenido.

 

La primera vez que escribí fue en el secundario, en primer año. Había una consigna de escritura la cual yo no lleve resuelta. Como mi apellido era uno de los últimos, y solo teníamos clase los lunes, mientras mis compañeros leían yo escribía. Luego de tres lunes, me tocó leer. A medida que lo hacía, notaba los problemas argumentales y de redacción y los cambiaba. Cuando termine el aula era un silencio. Todos empezaron a aplaudirme.

 

“Hay ficciones que se resisten a ser escritas” (decía Rodolfo Walsh)

 

“El perfume de todas esas fiestas” es un cuento de amor y una reescritura de un cuento de Poe. Está pensado como una pequeña novela de aventuras, por lo que sus capítulos son episódicos y deforman mis salidas en un teatro onírico.

 

La imposibilidad de escribir quizá se deba a que mi vida se volvió aburrida. Recuerdo el día en que escribí “Samsara”. Era un lunes al mediodía de invierno. Estaba en la terraza con el sol dándome en la cara. Como si nada, empecé a escribir. En menos de una hora el relato estaba terminado. Lo había escrito en medio de un desamor. En ese momento, malo, podía afirmar que algo me pasaba, que algo latía en mí.

 

Hoy, ahora, siento que nada late, que la inercia se arrastra y me arrastra.

 

Post-scriptum. He escrito, finalmente, algo.

lunes, 24 de abril de 2023

Postumación

 La cuchilla cae tajante sobre la carne. No. Sobre mi cabeza. Es mi mano la que la blande y es sobre mi cabeza que cae la lámina plateada. La parte en dos. No tiene nada. Solo vísceras la llenan.

***

El espejo me devuelve la imagen: un hombre de 40 años, de pelo algo largo, castaño claro, flaco, casi a punto de desaparecer, recostado sobre la cama de sabanas carmesí, con una mesa cruzando el pecho y un cuaderno. Escribe.

***

“Querido Pablo,

Te escribo estas palabras desde un camastro en un cuartito de una calle que pronto dejará de existir para mí, en la que he vivido gran parte de aquello que yo llamo mi vida…”

***

No queda otra cosa que eso. Escribir. No son memorias, no es una autobiografía. Apuntes de la muerte. Muerte que cada día es más amigable que el dolor. La soledad.

***

Recibí visitas hace unas semanas. Germán apareció en la puerta de la habitación, taciturno. Una oscuridad particular se desprendía de sus ojos. Hablaba como si ya estuviera muerto. Es decir, de la manera correcta.

***

La revista Visceral, en su último número, tiene un breve artículo en el que el crítico Héctor Scotto reseña mi último libro.

***

El mar se expande en fuga infinita. Sangre lo tiñe. Sangre negra, putrefacta. No queda nada vivo en él, salvo yo.

***

En algún número de una revista porteña perdida en el tiempo (tiempo oscuro en lo posible) debe haber una crónica, firmada por Roberto Salessi. En ella se habla de lo que ocurre en los baños de Belgrano “R”.

***

 “… Debo confesarte muchas cosas, cosas que no podría confesar de otra manera que no fuera mediante la palabra escrita. Palabra escrita que quizá no se lea o que quizá se lea pero ya, con el tiempo que ha transcurrido, no tenga sentido ser leída…”

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El Otro a veces no me imita. Hace lo que quiere. Se levanta de la cama, deja los papeles, revistas y libros a un lado y me mira. Sale por la puerta y ahí dejo de verlo.

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… todos los escritores tienen sus etapas. Las etapas que más gustan a tal o cual sector son varias. En este caso, el de La experiencia muerta, entramos en una etapa desconocida y quizá la más extraña…

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La letra M toma con sus manos una maza. La levanta bien alto. La deja caer. La hace caer. Sobre mis piernas. El dolor es nulo, aunque veo cómo el hueso sobresale y la sangre corre.

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“… Confesar el amor es inútil, el amor es lo más inconfesable que tengo. Escribir sobre él es lo mismo que no escribir…”

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Nadie, hasta ese entonces, hablaba de lo que pasa en los baños (y no solo los de Belgrano “R”). Lugares santos, templos si se quiere para nosotros. Todos sabían, pero nadie hablaba. Verbalizar algo es hacerlo real. Nadie quería que eso se hiciera real.

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Germán es de los pocos que vienen a visitarme, con sus ojos llenos de oscuridad. Me trae diarios, revistas, libros y papel. A veces me ayuda a lavarme o me cocina. Pero más que nada habla conmigo, me cuenta cosas que ocurren.

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… porque si hasta ahora habíamos visto provocación, exhibición, sexualidad y languidez pero, por sobre todo, estructura, ahora encontraremos eso, menos la estructura. El material heterogéneo que se despliega en La experiencia muerta es…

***

El Otro sonríe mucho más que yo. Se encuentra con otros en los baños, o en algún hotelucho de la zona. Sabe lo que quieren los otros, sabe lo que él quiere. No le tiene miedo al frío, no le tiene miedo a nada, ni siquiera a él mismo.

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“… Nunca he dejado de escribirte. No cartas, sino todo lo que escribo. Cada palabra, por incomprensible que se torne, fue posible porque sabía a quién le escribía…”

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El cuerpo se recubre de sangre. Atravesado por estacas. Estaqueado. Indómita la lengua perdura hasta que comienza a pudrirse.

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Intenté –aunque no fui el único- contar una experiencia colectiva a partir de mí mismo. Salir de noche. Levantar. Coger. Ir algún lugar escondido donde todo era, en su suciedad, más bello.

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… síntoma de una vuelta hacia lo autobiográfico. Todo: las imágenes, las cartas, los poemas, las crónicas, los microrrelatos, los dibujos…

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Algo en ese momento debía estar vivo. La línea era recta, se expandía y extendía, hasta que, en algún punto, todo eso se quebró. Y todo lo vivo, finalmente, empezó a morir.

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“… Cada vez que te escribía, también, moría. Dejaba partes de mí en el camino. Era una muerte necesaria para dejar algo vivo…”

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El Otro muta de cara, es y no es al mismo tiempo. No quiere serlo, ni lo será. No muestra las heridas de Uno. No tiene heridas. Vive, no muere.

***

Germán debe ser la única persona que me puede ver. No creo que los demás no vengan porque simplemente no me tengan estima, sino porque su estima es tan grande que les es imposible ver cómo, a medida que pasa el tiempo, a medida que mi cuerpo se corrompe, voy muriendo.

***

… Es un recorrido, una suerte de paneo, a través de su vida o, mejor dicho, momentos de su vida: andanzas por la ciudad porteña oculta y nocturna, los shows de locas, su paso por la revista Visceral, la publicación de sus primeros libros…

***

El espejo me devuelve la imagen: un hombre de 40 años, de pelo algo largo, castaño claro, flaco, casi a punto de desaparecer, parado frente a él. Las sabanas rojas detrás de él comienzan a moverse, se enrollan sobre sí. Violentamente, lo va tomando. Ata sus manos, sus tobillos, su cuello y se lo lleva consigo hasta el lecho.

***

“… Confieso que lo que yo llamo mi vida empieza con vos. O, mejor dicho, con el momento que determina que tenía que encontrarte a vos. Que era necesario que Pablo y Roberto se cruzaran…”

***

Nuestra belleza siempre agradeció al barro. Ese oropel marrón que bañaba todo. Incluso a las lentejuelas, a las boas de plumas fucsias, a los tacones punta alta, a los pintalabios carmesís, a las sudoraciones, a las pintadas en los baños, al paraíso de algún cine.

***

Los dolores se tornan en mi anestesia: cada uno insiste en la cercanía de mi cuerpo por dejar de ser tal. Por pudrirse finalmente.

***

… La vida termina siendo obra. Lo vivido es un suceso. Algo que ocurre y que ya no puede ser borrado. Cada vez que alguien lea estas líneas, la vida de Roberto Salessi ocurre una y otra vez, indeleble en los ríos de tinta de la Historia.

domingo, 26 de marzo de 2023

Las mutilaciones

Dinanzi a me non fuor cose create
se non etterne, e io etterno duro.
Lasciate ogne speranza, voi ch'entrate

 

Inferno, III, 7-9.

 

el infierno podría ser otra cosa y no esto. Nuevamente solo en mi estudio. El silencio permite que mis pensamientos se ordenen. Sirvo, gentilmente, en el vaso de culo gordo, el whisky. El primer sorbo basta para tranquilizar los nervios acumulados a lo largo del día. El rollo fílmico, ya en el carrete, comienza a rodar cuando presiono el botón, proyectando, instantáneamente, sobre la pantalla blanca, las imágenes en movimiento. Una mujer camina sola, en la oscuridad de la noche. La cámara la sigue lateralmente. De vez en cuando, los faroles le salpican el sobretodo, el pañuelo que le envuelve la cabeza, los zapatitos negros, revelándolos, aunque incoloros por el blanco y negro de la filmación. A medida que avanza, aparecen los créditos: el director, los productores, los guionistas, los actores, el compositor, etc. Anoto cada uno de sus nombres, dándome cuenta de que algunos ya han formado parte de otras películas. Películas no aprobadas, por supuesto. La mujer llega a un edificio. El portero, un hombre de piel morena, uniformado, la saluda. Al presionar el botón del ascensor, instantáneamente después del sonido, aparece un dedo, varonil, sin duda, por el pelo, presionando un pezón. Anoto la presencia de desnudez. La cámara comienza a alejarse, revelando a la mujer de la escena anterior desnuda. La piel, visualmente suave, enceguece de blanca. El hombre, sin desnudarse aún, la besa, lentamente, sin faltarle ningún lugar donde hacerlo, en dirección hacia abajo. La cámara, ahora, solo muestra la cara de placer de la mujer. Cuando comienza a gemir y sollozar, adelanto el rollo fílmico. Al hacerlo, llego a la conclusión, viendo estas primeras escenas, de que esta noche será larga.

 

La puerta se abre, como si fuera automática. Fernández y su esposa aparecen bajo una luz cálida. El pelo rubio con un rodete coronándole la perfecta redondez de su cabeza. El rostro prístino de facciones marcadas. Los aros con pequeñas esmeraldas, quizá artificiales pero que sin duda brillan incluso bajo esta luz sucia. El vestido negro de seda pegado al cuerpo como si no hubiese vestido, solo mujer, moldeándose a la curvatura de su figura, ensanchándose para volverse nuevamente angosto… Fernández, firme, de traje gris, como si no tuviera otra cosa para vestir, la tiene tomada por la cintura. Nos saludamos con cierta alegría. Alegría, creo, totalmente simulada, incentivada por los nervios de tenerme a mí enfrente. Pasamos a la casa. Bernarda comenta su belleza pero por su rostro noto que ciertas cosas le disgustan.

-Siéntense, pónganse cómodos –dice Elisa, la esposa de Fernández.

Bernarda me toma del brazo con suavidad mientras nos dirigimos a los sillones, brillantes incluso bajo esta luz sucia. Fernández se sienta en el bordó, nosotros en el verde oscuro. Adornan la mesa ratona de madera, cuyo centro es un rectángulo de cristal, unos baccarat con caramelos y un centro de mesa con flores artificiales, ornamentales cuanto menos. Elisa, que había desaparecido por un pasillo de la casa, vuelve con una bandeja de plata. Dos vasos de culo gordo con un poco, creo, de whisky y unas copas con una bebida transparente que, espero, sea agua. El roce de mis manos con las de Elisa al alcanzar el vaso hace salir una sonrisita de dientes perlados. Doy un sorbo mientras me acomodo.

-No sé cómo será en su casa pero acá, entre tantas… -Elisa duda- visitas, los aperitivos y licores se acaban rapidísimo. 

-No tenemos mucho de esto en casa, a mí, de hecho, me gusta muy poco pero a José Luis sí -dice Bernarda.

¿Visitas? ¿Fernández con visitas? Sin dudas se toma cada botella él y no lo culpo. Si Bernarda no estuviera a mi lado o si pasara todo el día en la oficina, tomaría tanto o más que él.

Fernández me hace seña de salir al patio mientras esperamos que se haga la comida. Al levantarme, aliso mi traje pero es inútil: no hay arrugas. El frío nos envuelve al salir de la casa. Apenas se distinguen unos objetos diseminados por todo el patio, manchados sutilmente por dos faroles pegados a la pared. El agua de la pileta se remueve en la oscuridad, murmurándonos. Fernández prende un cigarrillo mientras nos alejamos un poco de la puerta. Una marca mala que fuma siempre. El olor queda flotando, latente, mientras habla.

-¿Ha podido ver eso? –me pregunta nervioso.

-¿”Eso”?

-Sí, eso. La película que encontraron en…

-Ah, sí. No, todavía no. Ni siquiera he leído la ficha técnica. ¿Usted llegó a ver algo?

-Sí, casi toda… Y verla me dejo algo perturbado… Fue como vivir una pesadilla ajena… Usted…

Fernández se queda pensativo, abstraído en algún recuerdo.

-¿Yo qué? Dígalo.

- Bueno, verá…

Desde la puerta llega el grito de Elisa, avisando que la comida ya está servida. Optamos por no seguir la charla ante su insistencia. Le aclaro a Fernández que luego retomaremos la conversación.

 

Aunque comí más de lo que estoy acostumbrado, no estoy, cuando me siento nuevamente en el sillón del living, entorpecido. Noto que Bernarda, por su parte, está algo borracha, risueña cuanto menos, cosa que luego recriminaré cuando lleguemos a casa. Se sienta a mi lado, tomándome el brazo izquierdo, acariciando suavemente con los dedos la parte superior. El vestido de Elisa permanece pegado a su cuerpo, como si no hubiera vestido, tan solo mujer. Entre cambio y cambio de pierna, se descubren los más bellos muslos, broncíneos. Hablan sobre algo que no distingo hasta que mi ensoñación termina.

-Viste como es ahora, Bernarda. Estos están todo el día ocupados.

-¿Cómo “estos”? –la voz de Fernández se aclara de una palabra a otra, como sí él, al igual que yo, también saliera de algún sueño.

-Ustedes, bueno… Siempre con las palabritas, qué decir, cómo decirlo… Insoportable –se queja Elisa-. Como te decía, Bernarda, estos –mirada pícara a Fernández- están todo el día ocupados. Entran a las 8 a esas oficinas y a veces a Carlos no lo veo hasta la madrugada.

Cruzamos miradas con Fernández, ambos pensando en cuánto nos beneficiaríamos del silencio.

-Sí, ni me digas. José Luis llega a la noche y hay días que ni cena, va directo al estudio.

-Podemos hablar de otra cosa, por favor –interfiero, enojado de que hable con soltura de lo que hago y no hago.

Doy un trago largo al vaso, dejándolo a la mitad. Lo miro a Fernández que se encuentra abstraído en sus pensamientos, ignorando, como yo, esta charla tan tonta. No se inmuta cuando lo nombran, ni ante mi mirada inquisidora, tan solo mira su vaso, que cada vez se va vaciando más hasta que no queda nada.

 

Sin siquiera saludar a Bernarda que, escucho desde la puerta de entrada, corta alguna verdura, me dirijo directamente a mi estudio. Al cerrar la puerta detrás de mí, se oye un “Ho” hasta que finalmente la puerta se cierra y ya no se escucha casi el “la”. Cuelgo mi sobretodo en el perchero. Luego, dejo el maletín junto a mi escritorio y prendo la lámpara. Prendo el proyector. El motor, que ha estado fallando desde hace ya unas semanas, me devuelve sus gruñidos como si lo despertara de la más cómoda siesta. Sirvo un poco de coñac en un vaso. El aroma fuerte me pega en la nariz, tranquilizándome. El olor a comida, me doy cuenta ahora, no se ha filtrado al estudio.

Busco en la pila de documentación el último dossier de la pila, cuidando que el resto no caiga hacia el vacío. Aunque algo empolvado, lo puedo agarrar sin ensuciarme. Al abrirlo cae un papel rectangular, lo levanto. “Todos mutilados”, dice, en una letra algo torcida, casi como la de alguien que recién aprende a escribir. El título del dossier, como siempre, es el del objeto en cuestión: Las mutilaciones. No hace falta, entonces, siquiera leer la ficha técnica. Se tratará, la experiencia me lo indica, de una película obscenamente sanguinaria sin más razón que esa: la violencia. Dejo los papeles sobre la mesa ratona, dejando solo afuera el rollo fílmico. Luego, lo inserto con sumo cuidado en el proyector. La luz sale en cono instantáneamente hacia la pantalla blanca. Al principio, no hay nada. Se mantiene así por unos minutos: en blanco, encegueciéndome. Adelanto un poco el rollo fílmico. Quizá el proyector está fallando nuevamente pero no. Aparece, de un momento a otro, mágicamente, un prado de flores. Flores de colores vivos que, intuyo, son crisantemos. Me siento en el sillón. Es de día. El hombre, de espaldas, recorre libremente el prado. Parece, por su forma de caminar, feliz… Pero su felicidad se ve parcialmente perturbada por la presencia de un caballo rubio que come pacientemente los crisantemos. La cámara enfoca un ojo, el ojo del caballo, negro, vacío, sin siquiera un atisbo de vida. El hombre parece sentir que algo lo incomoda, algo en el caballo como a su alrededor. Aparece, más adelante, algo de entre las flores, apenas sobresaliendo. Pareciera ser un… La imagen se empieza a desintegrar desde el centro hasta los bordes, como un hongo visto desde arriba. El olor se precipita al mismo tiempo que me doy cuenta que, efectivamente, el rollo fílmico se quema. Lo saco apurado, con todo el cuidado que puedo. Cae al piso y logro apagarlo. El rollo se ha dañado bastante, dejando solo unos pocos centímetros de película, que, quizá, por la exposición al fuego, pueda estar tan estropeada como la que ahora ha desaparecido. Mañana me desharé de este proyector.

 

El campo de crisantemos se extiende hacia el infinito. Esa idea me reconforta. Camino despacio, con suma tranquilidad. Aunque no veo el sol, hay una luz que muestra todo a mí alrededor completamente nítido. Siento las flores acariciándome. A lo lejos, escucho un caballo. Entre perturbado e intrigado, me acerco. El caballo, rubio y resplandeciente, come los crisantemos con parsimonia. Los ojos locos, detrás de su oscuridad profunda, quieren revelarme algo, algo que yo sé pero que ignoro. Lo intento acariciar pero se niega, relinchando. Nuevamente a lo lejos, veo algo, algo mucho más pequeño, que apenas sobresale de entre los crisantemos. Al acercarme, lo veo bien: un pastor alemán. Ladra y su ladrido se intensifica, me aturde y comienza a rebotar sin fin por mi cabeza. Lentamente, el ladrido se metamorfosea en palabras: “Como vivir una pesadilla ajena”. Y mientras intento quitarme las palabras-ladridos de la cabeza, un espejo emerge frente a mí y observo mi rostro detenidamente: los anteojos redondos, los ojos marrón avellana, las facciones firmes, escondidas detrás de una barba que ya revela sus primeras canas, mi pelo negro que cada día desaparece más por las entradas laterales…

La transpiración que me cubre es semejante a cuando salgo de nadar. Respiro aceleradamente, aunque intentando serenarme para frenar el corazón que late como en estampida. Bernarda, de quien ignoraba siquiera su presencia, está asustada a mi lado, mirándome.

-¿Tuviste una pesadilla? Ya pasó, querido –me dice en tono maternal, acariciándome la espalda -. Ya está.

 

La transpiración, a medida que me abro paso por los pasillos de la casa, se va enfriando en mi piel caliente. Abro la puerta del estudio. Avanzo a oscuras hasta la lámpara de mi escritorio. La luz me enceguece sin mediaciones. Siento, sin saber con seguridad, que mis ojos se achinan, con los parpados pesados, irreconciliables con la idea de que estoy, a las dos de la mañana, despierto. Toscamente busco el dossier. Cuando lo tengo en mis manos, me siento, ansioso por leerlo. Despliego los papeles sobre la carpeta de cuero.

Observaciones: La película se presenta como un muestreo de torturas psicológicas crueles y sádicas que atentan contra la autoridad máxima que es el Estado. Incentiva la ideología perversa subversiva en detrimento de los valores morales tradicionales, no-pervertidos, cristianos y correctos. Quedaría terminantemente prohibida su distribución en los cinematógrafos nacionales, al menos que se pudiera corregir e invertir su sentido.”

Al finalizar la hoja de las observaciones paso a otra algo menos humedecida.

“Ficha técnica:

Título: Las mutilaciones

Duración: 1h 23m 48s

Género: Terror

Sinopsis: 


 








                                      .”

La hoja se ennegrece por si sola antes de que pueda siquiera leer el argumento de semejante película.

 

Un hombre, pelo engominado, traje tan elegante como el mío, me detiene mientras subo las escaleras del edificio. Nos quedamos en la balaustrada. Por el ventanal se filtra la luz del sol. Su rostro, fofo cuanto menos, se eclipsa hasta medio camino. En la comisura de sus labios, pacientes, algunas migas. Se presenta: él trabaja para la Secretaría.

-Usted ya sabe… con Oscar –me dice, concluyente.

-Sí… ¿qué tal? –respondo, inquiriendo una explicación más elaborada para ocupar mi tiempo.

-Verá. Ando buscando a Carlos Fernández. Necesito hablar con él y tengo entendido que trabaja con usted. En estos días no ha aparecido por acá.

-¿Con respecto a qué quiere usted hablar con Fernández?

-No podría decirle, realmente. Tan solo puedo confesarle que se trata de eso que encontramos. La película.

-¿Qué película? Vemos como seis películas por día.

-…

-¿Usted habla de la película de terror, no cierto?¿Qué pasó con esa película?

-Bueno… Eso es algo que debo hablar con Fernández y no con usted. Y no por ser irreverente, no me malinterprete, sino por cuestiones de responsabilidad. Usted sabe.

-Por supuesto. No se haga problema. Si lo veo le diré que lo busca…

-                , mucho gusto –me extiende la mano, que estrecho desconcertado.

 

Al entrar a la oficina, Renata asiste a tomar mis cosas, saludándome con su efusividad nerviosa que tanto me molesta. Otros dos empleados me saludan. Mientras Renata se encarga de llevar mis cosas a mi despacho, busco, aunque de antemano inútilmente, a Fernández. No está. No hay rastros de que alguien haya estado en este despacho oscuro y húmedo en los últimos días. Le pregunto a Renata si sabe algo de Fernández. No sabe nada. Nunca sabe nada.

-Si llegás a saber algo, me podés encontrar en mi despacho.

Cierro la puerta y el sonido de las máquinas siendo tecleadas desaparece. Prendo la lámpara del escritorio. Me siento. Debería llamar a la casa de Fernández antes de ponerme a ver la película. De buscar, mejor dicho, si queda alguna copia del rollo. Debe quedar una, si es que los dossiers se repartieron como es debido. Aunque ocurrió que Renata ordenó un dossier con un rollo original. Era una película que no aprobaría ningún tipo de examinación, sin embargo. Pero en este caso… La película debe tener importancia si es que             manda a este tipo a buscar a Fernández… Aunque con una duda extraña, levanto el tubo. Marco el número. El silencio se interrumpe por el tono intermitente que parece intensificarse en cada bocina. Nadie responde. Cuelgo. Tendré que ir a la casa cuando salga de acá.

 

El depósito se ilumina gradualmente, un tubo a la vez. En los diferentes anaqueles, descansan los originales y copias de las películas. La película debería encontrarse en los anaqueles hacia el fondo. Observo al pasar los carretes de cada película: se confunden los unos a los otros, tan solo un rectángulo de cinta adhesiva de papel con su nombre los permite diferenciar. Nada impide que se traspapelen. Las últimas palabras del Capitán tranquilamente podría encontrarse en el carrete de El amor dura dos semanas, y viceversa. Nada me asegura que Las mutilaciones esté en el carrete de Las mutilaciones. A nadie le importaría tampoco, más que a mí; y tan solo ahora, cuando necesito, por algo que desconozco, ver esa película de principio a fin.

Los carretes del último anaquel posan en fila, firmes. Busco, leyendo cada rectángulo: Olor a tigre, El pasado, Seis cuchillos en la noche, Confesiones de unas botas, La última tentación de Carlos Gardel, La vida inútil del obrero, Trama macabra, El diablo a plena luz del día… Ni rastros de Las mutilaciones.

 

El frio dentro del auto hace parecer que afuera está más caliente pero no es así. Es un infierno helado, fuera o dentro. Al abrir mi boca, el aliento desaparece al instante que sale. Pasado unos minutos ya ni siquiera sale, como si el calor de mi cuerpo me hubiera abandonado. Las calles están desiertas. Ni un alma. Arriba, el cielo es una cúpula oscura y grisácea. Los truenos suenan omnipresentes. Estaciono frente a la casa de Fernández  Las luces del living y el recibidor están prendidas. Al tocar el timbre, Elisa abre casi al instante. Sus ojeras son indisimulables, tanto como las marcas en el rostro de que ha estado llorando: la cara hinchada, un maquillaje corrido… Lleva puesto un camisón de seda pegado al cuerpo como si no hubiese camisón, solo mujer. El aliento delata el exceso de alcohol.

-Carlos no ha vuelto a casa en días… Me pasé toda la tarde buscándolo. Pensé que usted podría ser él.

-Ando buscándolo yo también. ¿Hace cuánto no vuelve? –pregunto mientras cierro la puerta.

-Desde… -Elisa intenta hacer memoria-. Desde el día siguiente a que cenamos acá, con su esposa.

-¿En qué lugares buscaste?

-En la casa de sus padres, en la oficina, en el bar al que va siempre, incluso con un amigo… Nada. No sé dónde se metió y temo lo…

Sus pies pequeños, la piel broncínea, su pelo rubio etéreo, los labios curvados como pinceladas finales, me distraen incluso bajo esta luz sucia, incluso bajo estos eventos.

-Ya lo encontraremos. Vos quédate tranquila. Llamáme por cualquier cosa que necesites. ¿Tenés mi número? –le pregunto, a lo que ella responde asintiendo tímidamente.

 

El rollo fílmico, carcomido por el fuego, reducido a unos pocos centímetros, empieza a correr en el nuevo proyector del estudio. Anotador sobre el muslo, whisky en mano, me siento cómodamente en el sillón. Las precarias imágenes presentan borrones, manchas aquí y allá, que impiden imaginar siquiera la presencia de algo de este mundo. Tarda un poco hasta que la película se vuelve nítida. La oscuridad de la noche se aprecia: el silencio abrumador, interrumpido por el ruido de las hojas moviéndose por el viento. Imágenes salpicadas de una casa que me resulta conocida. De repente un ruido de una puerta cerrándose: estamos en un pasillo oscuro donde se filtra una luz de luna. La silueta de un hombre se dibuja gracias a ella. Avanza rápidamente, nervioso. Entra en una habitación. La pantalla negra pasa, mágicamente, a estar iluminada por una lámpara de escritorio, como si la oscuridad no fuera un corte de escena sino que nos encontrábamos desde antes en la habitación, a oscuras, con el hombre. La mala iluminación de la película me impide ver su rostro. Busca de entre una pila de expedientes algo que parece ser importante. Cuando encuentra el expediente que busca, lo abre. La cámara hace un plano detalle a las hojas escritas:

Observaciones: La película se presenta como un muestreo de torturas psicológicas crueles y sádicas que atentan contra la autoridad máxima que es el Estado. Incentiva la ideología perversa subversiva en detrimento de los valores morales tradicionales, no-pervertidos, cristianos y correctos. Quedaría terminantemente prohibida su distribución en los cinematógrafos nacionales, al menos que se pudiera corregir e invertir su sentido.”

Una electricidad recorre, inverosímil, mi cuerpo. Siento mis manos entumecerse, a la par que mis pelos se empuntan. El hombre pasa a otra hoja:

“Ficha técnica:

Título: Las mutilaciones

Duración: 1h 23m 48s

Género: Terror

Sinopsis:                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                    …”

La hoja que tiene entre sus manos se ennegrece por sí sola, desde el centro, en expansión hacia los bordes. La cámara pasa a grabar los pies del hombre y, luego, a subir, pasando por el escritorio, luego por las tapas del expediente, hasta llegar a su rostro: anteojos redondos, ojos marrón avellana, las facciones firmes, escondidas detrás de una barba con rastros de canas, el pelo negro que parece comenzar a desaparecer por las entradas laterales.

 

Las paredes son de terciopelo rojo. Elisa me invita provocativamente a acostarme con ella. El pelo rubio con un rodete coronándole la perfecta redondez de su cabeza. El rostro prístino de facciones marcadas. Un vestido negro de seda pegado al cuerpo como si no hubiese vestido, solo mujer, moldeándose a la curvatura de su figura, ensanchándose para volverse nuevamente angosto… Nos vamos desnudando. Sus colosales       rebotan al                                     . Al ver mi           , siente la urgencia de                  . Le puedo ver y tocar el     , así, como está, en        , como si fuera una perra                         . Con la mano firme,                    , dejando una marca calcada en       derecha. A gritos pide         . Ahora, nos hemos puesto al revés. Su enorme      apunta hacia         . Se sin cuidado, con rapidez y fuerza. Sus preciosas        empiezan a         contra mi cuerpo. Con una mano la controlo, mientras que con la otra toco sus suaves      . Seguimos así hasta que      .

 

La luz se filtra por la persiana, acribillando la habitación. Bernarda no está a mi lado. Curiosamente, se ha despertado antes que yo. Mientras me desperezo, voy levantándome. Me pongo un traje. Atravieso los pasillos de la casa bostezando, con algo de frio todavía. Bernarda me espera en el comedor con una taza llena de lo que creo que es café caliente. Cuando aparezco en el umbral de la puerta, levanta su vista, automáticamente. Noto que ha estado llorando.

-¿No te da vergüenza? –me pregunta con asco.

-¿Eh?

-¿No te da vergüenza ser tan             ?

-No te entiendo.

-¿Cómo que no me entendés,             ? Te         a la esposa de tu compañero, a Elisa.

-¿Qué hice qué con Elisa?

-Te la        , José Luis. Y no me lo niegues. Anoche hablabas dormido. Y te he escuchado fantasear otras veces pero nunca diciendo el nombre de nadie. Y ahora empezás a gritar el nombre de la       esa.

Intento repasar el sueño de anoche, nerviosamente. Elisa está, sí, en una sala de terciopelo rojo, con el vestido negro de la otra noche. Luego nos desnudamos y… Todo se empieza a mezclar, hay partes que parecen recortadas, como si no existieran.

-No recuerdo nada de lo que soñé anoche, Berni.

-No me digas Berni,         . ¿Te pensás que soy        yo?

La              esta es insoportable cuando… La              esta es…             .

-No te entiendo nada, Bernarda. No hice nada. No recuerdo mis sueños al pie de la letra. No puedo ni…

Bernarda violentamente se levanta y arroja la taza de café por encima de mi cabeza. Luego, se pierde por un pasillo hasta que escucho el portazo de nuestra habitación y el sollozo asfixiado por las paredes.

 

Renata abre la puerta de mi despacho apurada.

-Fernández está en el teléfono.

Le pido que me comunique de inmediato. Levanto el tubo. El sonido de estática no permite escuchar mucho

-¿Hola?¿Fernández?

-…

-¿Hola?

-Señor. Por fin logro comunicarme.

-¿Qué es lo que está pasando?¿Dónde está?

-No puedo explicarle. Pero usted… ¿qué más da decirle? Incluso esto debe haber sido planeado de ante mano.

-¿Decirme qué?

-Verá… La película… Las mutilaciones  No es una película cualquiera. Imagino que si la vio me entenderá…

-No pude verla, parte de ella se quemó.

-Tiene que terminar de ver la película, señor. ¿Recuerda que le dije que se trataba de una pesadilla?

-Sí, lo recuerdo.

-No es cualquier pesadilla. Es su pesadilla.

-¿A qué se refiere?

-Tiene que terminar de verla… No puedo hab…

La llamada se corta, tajante, dejándome tan solo con el silencio.

 

      Las manos me tiemblan. Sirvo, mecánicamente, mi quinto vaso de whisky. Aunque no paro de dar vueltas alrededor de la mesa, el rollo fílmico amenazante en el centro, no siento mareos, ni la necesidad de sentarme. Al dar el último trago largo a mi vaso, tomo el coraje de poner la película. El rollo comienza a rodar. La luz sale en cono a la pantalla blanca.
     El hombre… Yo. Entro a la oficina. Renata asiste a tomar mis cosas, saludándome con su efusividad nerviosa que tanto me molesta. Otros dos empleados me saludan. Mientras Renata se encarga de llevar mis cosas a mi despacho, busco, aunque de antemano inútilmente, a Fernández. No está. …Adelanto el rollo… Estoy en mi auto. Al abrir mi boca, el aliento desaparece al instante que sale. Pasado unos minutos ya ni siquiera sale, como si el calor de mi cuerpo mi hubiera abandonado. Las calles están desiertas. Ni un alma. …Adelanto el rollo… Estoy en una sala. Las paredes son de terciopelo rojo. Elisa me invita provocativamente a acostarme con ella. El pelo rubio con un rodete coronándole la perfecta redondez de su cabeza. El rostro prístino de facciones marcadas. Un vestido negro de seda pegado al cuerpo como si no hubiese vestido, solo mujer, moldeándose a la curvatura de su figura, ensanchándose para volverse nuevamente angosto. Nos vamos desnudando… Las imágenes comienzan a mutilarse por escenas negras. No se logra comprender que es lo que sucede. …Adelanto el rollo… Fernández es dejado por un Ford Falcon verde en una esquina. Ha sido brutalmente golpeado. Llega a una cabina telefónica y marca un número. Alguien le habla, indistintamente, a lo que Fernández responde: “Señor. Por fin logro comunicarme.” …Adelanto el rollo… Estoy en mi estudio, sentado en el sillón, frente a la pantalla. El proyector prendido muestra una película en la cual estoy en mi estudio, sentado en el sillón, frente a la pantalla. El proyector prendido muestra una película en la cual estoy en mi estudio, sentado en el sillón, frente a la pantalla. El proyector prendido… Una voz, mi voz, en off comienza a hablar: ¿Quién será el que ahora habla?¿Será aquel que me censura y condice?¿O seré yo, José Luis Covarrubias?¿Será que todas las ficciones me han asimilado?¿Será que soy yo, entonces, una ficción? Estas palabras, quizá, no sean mías, sino las que otro ha pensado para mí. Quizá el que endereza mis palabras me deja fantasear sobre su existencia y sus intenciones para que dude de las mismas. Quizá nada de lo que pienso, ni de lo que me ocurre, es propio, sino de alguien más. Si es así, si es que alguna vez hubo cosa semejante a una historia, ese alguien le pondrá fin a la mía. Hasta entonces, solo queda este infierno incesante y mutilado, que amenaza con repetirse, como una línea de fuga al infinito; pero siento que el infierno aún no ha venido porque…

viernes, 27 de enero de 2023

Obras resumidas

 



Todo se ha escrito, todo se ha dicho, todo se ha hecho,

oyó Dios que le decían y aún no había creado el mundo,

todavía no había nada.

Macedonio Fernández


Una mujer anota en su diario -entre otras locuras- su obsesión de encontrarse con una mujer en Budapest, que no es nadie más que ella misma.

La repetición obsesiva de un fin de semana en el litoral. Un hombre y su pareja viven en una quinta a la orilla del río. En el pueblo, alguien está matando caballos. Un amigo le pide al hombre que cuide al suyo. Nunca pasa nada.

Una especie de coming of age isabelino. El príncipe, cual detective, debe dilucidar la muerte del padre, luego de la aparición de su fantasma.

Las confesiones de un estilista travesti. Regenta un salón de belleza que, lentamente, se fue convirtiendo en un lugar donde mueren (y sólo mueren) personas, víctimas de una enfermedad sin nombre.

Las impresiones de un forastero que llega a un pueblo habitado por fantasmas, buscando a su padre, que nunca lo reconoció como hijo. A la par, la biografía del padre, tirano del pueblo fantasma.

Una historia hecha tan solo de fragmentos y citas. Sobrino y tío se mandan cartas, en las que se mezcla y mimetiza la historia argentina del siglo XIX y los años más oscuros de la historia argentina del siglo XX.

Una nena acompaña a una modista a la casa de una clienta. A medida que la modista confecciona el vestido, la nena nota que el dragón que lo decora estrangula a la clienta hasta lograr matarla. Esto le produce mucha risa.

Ni la muerte de su madre, ni las cosas que suceden a su alrededor parecieran importarle a un francés cualquiera de entreguerras. Hasta que el asesinato de un árabe y el exceso de haberle disparado a su cuerpo inerte, lo pone frente a la posibilidad de su muerte.

Un gaucho padece un mal: recuerda todo. Luego de caer de un caballo, queda postrado en su cama. El aburrimiento que le proporciona el ocio es tal que comienza a inventar otro lenguaje, uno que cree más preciso que el nuestro.

Un fray, perdido en la selva, es capturado por los nativos mayas. Con su conocimiento intenta salvarse de su sacrificio: quiere hacerles creer que sabe, dado que leyó a Aristóteles, cuándo se producirá un eclipse. Igual muere, porque los nativos, igual o más inteligentes que él, también lo sabían gracias a su calendario.

Dos hermanos viven en una casa antigua, tipo chorizo, que, con el pasar del tiempo, comienza a ser habitada por algo o alguien. Los hermanos se limitan a vivir en las partes no ocupadas de la casa, hasta que deciden irse.

Luego de una traición amorosa, una madre planea la venganza contra su esposo: la muerte de  sus propios hijos.

Una década de espera por un ascenso laboral con traslado a la capital en la vida de un funcionario americano a fines del siglo XVIII.

Alguien se despierta y se da cuenta que el dinosaurio seguía allí.

Dos momentos, mismo mes, diferente año: el mundial de 1978 y la vuelta de la democracia. Las peripecias de un soldado que cumple con lo que le es ordenado, guiado por la pregunta: ¿A partir de qué edad se puede empesar a torturar a un niño?

Un gaucho le relata a otro lo que ha visto en la ciudad: un hombre ha hecho un pacto con el diablo, vendiéndole su alma para obtener el amor de una mujer.

Un comerciante se despierta convertido en un monstruoso insecto. Lo único que le preocupa es su trabajo. Es maltratado por su familia hasta que finalmente muere.

Una orgía tremebunda, sádica e ilegible que termina siendo una alegoría de la situación social y política de la Argentina de los años ’60 y ’70.

El ultimo día en la vida de Leopoldo Lugones.

Mientras sus compañeros pelean y defienden, en unas islas, lo que el gobierno les ha hecho creer que es la patria, un grupo de soldados se esconde bajo tierra hasta que la guerra termine. Aunque finalmente es inútil.

La escueta descripción de una tortura del siglo XIX argentino: mientras suena música, tajear a la víctima; cuando la sangre brote, esperar a que el hombre se resbale; luego, una vez que la diversión cese, degollarlo.

Un hombre es procesado pero no arrestado. Inútilmente intenta descubrir por qué se lo ha procesado. Finalmente es asesinado, sin saber de qué se lo acusaba.

El mapa psíquico de un corredor de la bolsa en Nueva York, obsesionado con las prendas de marca y con asesinar en serie prostitutas, niños y compañeros de trabajo.

1536. Sitiados por los nativos, muchos muriendo por el hambre (se han comido ya todo tipo de carne, incluso la putrefacta), un ballestero decide comerse, cuando haga guardia, a los ahorcados que han desobedecido a los líderes. Caída la noche, entre él y los cadáveres se interpone uno de ellos. Lo asesina. Cuando comienza a comerlo se da cuenta que no era uno de sus líderes, sino su hermano. El ballestero busca muerte en manos de los nativos.

Francisco Freyre investiga clandestinamente la masacre perpetuada por un gobierno dictatorial antes de que se dictara la ley marcial, gracias a una vislumbre de esperanza cuando, en una noche asfixiante de verano, frente a un vaso de cerveza, un hombre le dice: Hay un fusilado que vive.

Dos hombres esperan a un tercero que nunca parece llegar.

Los años de formación de un chico que fracasa continuamente: como ladrón, como pirómano, como inventor para los militares, como suicida. Finalmente, al enterarse de que se llevará a cabo un robo, hace algo correcto, aunque condenable: delata al ladrón, su amigo de la infancia.

La recreación de lo que hubiera ocurrido si los nazis hubieran ganado la Segunda Guerra Mundial.

Un hombre lee con interés una novela de intriga y crimen, hasta que se da cuenta que él es la víctima.

Un gaucho manso, que ha formado una familia y es respetado por sus pares, es llevado por el camino del crimen, convirtiéndose en un cuchillero respetado. A diferencia del otro Gaucho, este muere como le ha tocado vivir: peleando contra las fuerzas de la ley.

Una chica porteña de clase media descubre que seres que habitan en nuestros sueños quieren infiltrarse en nuestro mundo. Queda en ella, sus poderes y en un tarotista que esto no ocurra.

Un jardinero, algo tonto, no conoce otro lugar que no sea el jardín de una casa. Cuando el dueño se muere, debe salir a la calle. Toda persona que lo conoce cree que es un genio por sus ideas: él solo repite las maneras de cuidar bien un jardín.

Un drama familiar. La peste azota a la ciudad. El rey, bastante obstinado, debe, según le ha dicho el oráculo, resolver un misterio resolver el misterio de quién ha asesinado al anterior rey. Sus pesquisas lo llevan a la conclusión fatal: él es el asesino del antiguo rey, su padre, y su esposa es, en realidad, su madre.

Luego de 3 supuestas noches de carnaval, un hombre despierta con la certeza de que ahí, en aquellas noches, hay una revelación, ahora perdida. Para recuperarla, intenta replicar el itinerario nocturno. Esa obsesión nubla el hecho final: esas noches serán sus últimas.

Una larga sesión de terapia en la que un hombre cuenta su frustrante relación con la madre y las mujeres.

Un muchacho de no más de 20 años asesina a 4 taxistas, sin razón aparente, durante una semana de septiembre en la Buenos Aires de 1982.

Las peripecias de una mujer durante el día en que va a escuchar por primera vez la voz de su infancia.

Un hombre llega, en la unánime noche, a unas ruinas. Allí comienza un trabajo imposible: crear a otro hombre a partir de sus sueños. Cuando lo logra, se da cuenta que él también es producto de un sueño.