(mi primera autobiografía)
Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo.
César Vallejo
Nací muerto.
Me lo confío una tarotista. Lo vio en sus cartas.
Me había alejado del carnaval y del ruido. Como si fuera un espejismo, en medio del bosque en el que me encontraba, apareció una carpa violeta y bordó. Me acerqué sin esperar nada. Dentro estaba esa mujer, la tarotista.
No esperaba a nadie más que a mí.
Naciste muerto, me dijo.
No había otra manera de que yo naciera.
La primera vez que pensé que estaba muerto fue en una fiesta de disfraces. Salí al patio a fumar. El resto de los que estaban ahí expulsaban de sus bocas nubarrones de aliento. Yo, sin embargo, no sacaba nada. Nada.
En el Paraíso yo era feliz, que es un sinónimo de estar vivo. Una vez afuera no tenía signos vitales.
Tu camino es inexistente, me confió la tarotista. No tenes camino de llegada, ni tampoco de ida.
Al nacer, mi cuerpo era el de alguien que había sufrido el hambre. Me confundieron con los coágulos de sangre. Era como si mi carne se hubiera evaporado hasta dejar tan solo los huesos.
La arena muchas veces me tapa el único ojo que sale de la superficie.
La segunda vez que pensé que estaba muerto me encontraba en la penumbra de mi habitación. Estaba fumando, al borde de mi cama. Era de madrugada y no podía dormir. Noté que mi corazón no latía.
Antes de volver al carnaval, la tarotista me confío que no había manera de cambiar nada. La suerte (la palabra sonó rara en sus labios) ya estaba echada.
Desde que nací añoré volver al Paraíso. Quería quedarme en aquella posición fetal en la que había nacido, hasta que sea hora de volver.
El resto de mi cuerpo es ya uno con las arenas de este páramo.
Una vez en el carnaval, tiré a la cloaca el antifaz que llevaba puesto.
Las absurdas leyes de la naturaleza, y no mi voluntad, hicieron que mi cuerpo cambiara, creciera. Pero, en efecto, era el mismo coagulo de costillas salientes y extremidades raquíticas que parió mi madre.
A veces algún nene viene y mea con malicia la única mitad de mi rostro que sobresale. Es el único contacto que tengo con el exterior.
La tercera vez que pensé que estaba muerto fue un día de sol. Caminaba por la calle principal, pensando en nada, cuando noté que no proyectaba ningún tipo de sombra.
Lo que había, al principio, eran simulacros. Simulacros del Paraíso. Este montón de arena, este nicho de arena y azufre tan solo es un simulacro.
Es, como me avisó la tarotista, imposible volver al Paraíso.
Ahora, mi cuerpo parece huir de la luz.
En el Paraíso había solo luz.
Y la medida justa de libertad. Al ser un lugar pequeño no requería mucho movimiento y mi libertad era limitada.
En este páramo en el que espero tengo tanta libertad que no sé qué hacer con ella.
Siento que mis recuerdos del Paraíso son similares a cuando despertamos de un hermoso sueño, el cual queremos recuperar. Pero, a medida que lo reconstruimos, nos damos cuenta que es imposible. El placer y la felicidad son perdidos para siempre.
Un día decidí quedarme en el páramo a esperar algo que no será un simulacro. Tan solo sobresale la mitad de mi rostro. Nunca abro la boca porque se me llena de arena. Los vientos fueron arrastrando la arena, hasta enterrarme.
Quizá mañana todo cambie. Solo queda esperar.