A current under sea
Picked his bones in whispers. As he rose and
fell
He passed the stages of his age and youth
Entering the Whirlpool
T.S. Eliot
I. Mi nombre es Osvaldo Schwartz. Nací el 17 de octubre de 1945 en La Plata. 30 años después del nacimiento de Arthur Miller. 79 años después del de Aby Warburg. 17 años antes del de Tom Hanks. 27 años después del de Rita Hayworth. 30 años después del de Albert Einstein. 15 años antes de la muerte de Albert Camus. 98 años después de la de Chopin. 14 años después del encarcelamiento de Al Capone. 12 años antes del asesinato a J.F. Kennedy. 11 años antes de “La partida del siglo” entre Fischer y Byrne. El mismo día de la Lealtad Peronista.
Nunca le di importancia a todo esto, ni me pareció
algo extraordinario: otros nacen exactamente el mismo día que Videla, que
Borges, que Dalí y no son –ni serán- ninguno de ellos. El tiempo me resulta
superfluo. Tanto que, a veces –tan solo a veces-, no sé si avanza, frena o
retrocede.
Tardé alrededor de 11 horas en salir de mi madre. (La
anécdota me siguió durante toda mi vida. “Casi naces el 18”, solía agregar
ella.) Pesé como cualquier niño y mi cuerpito ensangrentado era de las
proporciones promedias. Para molestarme, durante mi infancia, mi padre me decía
que era muy cabezón y que por eso tardé tanto en salir. Luego, para apaciguar
la crueldad, me explicaba que por eso lograba aprender tanto, tan rápido y
recordar todos los dioses, seres y mitos griegos de los libros que él me
compraba.
II. Ahora, mis padres no están –digamos- presentes.
Pero, de vez en cuando, en las tardes vacías en el quincho, los recuerdo. No
hay nada en esta casa que no contenga –por más mínimo que sea- un recuerdo de
ellos. (El florero en el que alguna mañana vi a mi madre poner jazmines, los
toldos de la inmensa galería siendo cerrados por mi padre una tarde de diluvio,
etc.)
III. A veces, esos recuerdos se confunden con los de
mis hijos que, como yo, crecieron en esta casa. Lo veo a Fabián leyendo una
revista tirado en el sillón atigrado o a Sofía dibujando cuerpos de mujeres
desproporcionadas u hombres raquíticos. (Uno de sus tantos cuadros me lo regaló
para mi cumpleaños número cincuenta: consiste en un hombre, rodeado por gente
riendo cerca de él y a lo lejos alguna que otra llorando, cuya cabeza contiene
dentro un proyector de películas que repite una escena algo deformada de lo que
ocurre a su alrededor.) No los veo hace muchos años. Fabián vive con su esposa
y sus dos hijas en Bariloche, diseñando casas. Sofía vive en Buenos Aires con
su novia, presentando sus obras en galerías y bares. Llaman de vez en cuando.
La mayoría de veces los llamo yo.
IV. Mi nombre es Leónidas Schwartz. Nací el 10 de mayo
de 1910. Exactamente un siglo después de la Revolución de Mayo. 94 años después
de la Independencia de Argentina. Nací al calor de más ferviente nacionalismo.
Al calor del avance violento de la modernización de las ciudades. Vi cómo se
construía esta ciudad, La Plata, desde la nada misma.
Mi madre apenas tuvo que pujar para expulsarme de su
vientre. La sorpresa de este hecho se extendió hasta que notaron mi pequeño
cuerpo, casi monstruoso. El médico de cabecera afirmó que estaría –y crecería- bien. Así fue. Crecí y me
desarrollé con naturalidad.
“Fuiste un milagro”, decía siempre mi madre. “Antes de
tenerte a vos perdimos a dos bebés”.
V. Cada año voy a controlarme al médico. A mi edad, se
sufren dos cosas: la muerte (la ausencia) de los más queridos y –peor aún- el
olvido de sus voces, de sus rostros, de sus gestos.
Ahora, estoy esperando que el doctor Barés me atienda.
En la sala de espera está la secretaria detrás de un escritorio y, frente a mí,
una señora con su esposo. Sale una enfermera del consultorio. Tiene el pelo
corto y color castaño.
-Osvaldo Schwartz –dice.
Nadie responde.
-¿Osvaldo Schwartz? –pregunta ante el silencio.
Mira en redor. Yo también observo que no hay
respuesta. La miro y me encojo de hombros. La muchacha vuelve a entrar. Consulto
mi agenda, ya que tengo tiempo libre, y me doy cuenta que mi turno con el
medico es para dentro de un mes.
VI. En el ’67 me recibí de abogado. Aunque sentía que
mi vocación eran las Letras, complací a mis padres con aquel título que debe
estar humedeciéndose en algún lugar de la casa. Un año después se recibió mi
amigo del barrio y de toda la vida, Santiago. Nos conocíamos desde muy chicos,
quizá desde los 10 o los 11 años. Él era el que siempre se metía en algún lío.
Había recibido más golpes de su madre que de nuestros compañeros del colegio.
No sé si por razones similares a las mías se anotó en la Universidad de Derecho
y más aún, se recibió. (Creo que sí.)
En el ’78 poco después del mundial a Santiago lo
desaparecieron. La madre lloró como nunca antes la había visto. No podía unir a
aquella señora que le daba cachetazos a mi amigo con la que en ese entonces
lloraba desconsolada por la desaparición de su hijo.
Tres meses después (en noviembre) encontraron –a
diferencia de muchos otros- su cuerpo sin vida. Impresa en la carne había
marcas de cigarrillos, marcas en los lugares donde habían apoyado la picana,
moretones por todos lados. El rigor mortis mostraba que lo habían atado y
amordazado, pero eso era lo menos doloroso.
VII. Veo a mi padre cortando las enredaderas. Cada
primavera hace del paredón un coloso de hojas frondosas. Subido a la escalera,
entre corte y corte mira como juego con una pelota en la galería. En el living
se escucha algo que, según él, se llama tango.
Le pido que juegue conmigo. Solo un ratito, le digo para convencerlo. “No”, me
dice automáticamente, “estoy ocupado, Osvaldo”. Entonces quiero ir hasta donde
está él para convencerlo pero me tropiezo con el escalón mientras bajo.
VIII. Despierto y estoy postrado en mi cama. Siento un
dolor pesado, que me presiona el lado derecho de la frente. Sentado junto a mí,
en el sillón de terciopelo rojo, está Sofía. Detrás de ella veo su cuadro: el
hombre ríe mientras proyecta. Le pregunto que hace acá, en La Plata. Me mira
extrañada cómo si hubiera dicho algo malo.
IX. La conocí en el secundario. Era hermosa. Su piel
era suave. Su cuerpo era frágil. Era gentil y cariñosa. Se llamaba Victoria. No
amé –y me gusta esta ilusión (porque sé que es una ilusión)- a otra persona en
mi vida. Todavía recuerdo la primera vez que la vi: se peinaba el pelo rubio
con las manos, sonreía ante algún comentario de sus amigos. Su sonrisa me
parece, hoy, imborrable. Recuerdo como me acariciaba la barba. Recuerdo cuando
nació Fabián. Lo feliz que estaba. Recuerdo como intenté –y no logré- contener
el llanto cuando murió de un cáncer de pulmón funesto. Nos recuerdo en el
quincho, bailando una canción lenta en la navidad del ’98.
X. Siento el cuerpo adolorido. Todavía estoy postrado
en la cama. No hay nadie cerca. Tan solo oscuridad. No puedo ver el cuadro. No
puedo ver nada. Solamente bordes iluminados por la luz que se filtra por debajo
de la puerta del cuarto. Escucho gente hablar en la cocina.
-¿Y qué decía? –dice uno.
-No sé, balbuceaba. Creo que me preguntaba si quería
jugar. –le responde otro.
-¿Jugar?
-A mí, recién me preguntó que hacía acá en La Plata,
Fabián –agrega una voz femenina.
XI. Durante los tres meses que estuvo desaparecido,
Santiago se aparecía en mis sueños. Mejor dicho: pesadillas. Algunas veces era
un espectador, que asistía a un film de terror. Veía como lo electrocutaban con
la maquinita. Otras veces era yo el que perpetuaba la tortura. En otras yo era
el mismo Santiago sufriendo las torturas más cruentas.
Cuando el cuerpo fue encontrado las pesadillas
cesaron. Ya no me levantaba sobresaltado o empapado de sudor. (Podía, digamos,
dormir.) Pero él seguía apareciendo en mis sueños. A veces charlábamos con
nuestras respectivas edades, en otras éramos chicos. Él siempre me contaba lo
feliz que era. Me intentaba confortar, aliviar. Como si fuera él, el culpable
de algo.
XII. Mi madre se llamaba Hipólita Gorostiaga. Era una
persona fría y distante. Bajo aquella mascara escondía un profundo (e infantil)
sentimentalismo. Fue, quizá, una de las personas más consideradas que conocí.
Era una mujer muy bella. Rubia, de piel suave. Frágil como una rama. Mi padre
la quería mucho. Creo que se amaron hasta el final.
XIII. Recuerdo que, cuando era chico, todos mis
familiares y conocidos me decían que era igual a mi padre. A medida que fui
creciendo ese parecido relegado tan solo a lo físico, comenzó también a ser un
parecido de gestualidad, de expresión y de lenguaje.
No puedo negar que este hecho me molestaba (no imagino
otro mal tan triste que ser un extranjero en su propio cuerpo) pero eso no
impedía que lo siguiera haciendo, acentuando más esos rasgos similares.
XIV. Santiago entra a la habitación. Luce raro. Tiene
la barba prominente y usa anteojos. Las facciones de su cara son –creo- como
las que tenía en mi juventud.
-¿Te sentís bien? –me pregunta.
-Sí.
-¿Qué le dijiste al que te vino a cortar las
enredaderas, papá?
-¿A quién? –pregunto, confundido-. ¿Por qué me decís
“papá”, Santiago?
XV. Recuerdo a mi padre, llegado del trabajo, con el
estetoscopio colgándole alrededor del cuello, sentado a mi lado en un banquito
de mimbre. Estaba enfermo y él me hablaba para pasar el tiempo. Aquella vez me
contó que cuando nació era muy chiquito y que su madre, mi abuela, le decía que
era un milagro (“su milagro”) porque había perdido, antes de tenerlo a él, a
dos bebés.
XVI. Mis torturadores se han ido. Intentaron ahogarme
poniéndome un trapo en la cara y tirándome agua. Me han tenido aquí por no sé
cuántos días. Apenas los he visto: eran dos hombres, bastante comunes, y una
mujer, supongo que la enfermera.
Colgado en la pared opuesta a la cama hay un cuadro.
En él, se ve a un hombre, rodeado por gente riendo cerca de él y a lo lejos
alguna que otra llorando, cuya cabeza contiene dentro un proyector de películas
que repite una escena algo deformada de lo que ocurre a su alrededor. Quizá lo
han puesto acá, en esta pieza, para volverme loco y revelarles información que
no tengo. Ni tendré.
XVII. Mi nombre es Osvaldo Schwartz. Nací el 17 de
mayo de 1945 en La Plata. Exactamente un siglo después de la Revolución de
Mayo. 94 años después de la Independencia de Argentina. 79 años después del
nacimiento de Aby Warburg. 98 años después de la muerte de Chopin. Nací al
calor de más ferviente nacionalismo. El mismo día de la Lealtad Peronista.
Nunca le di importancia a todo esto, ni me pareció
algo extraordinario: otros nacen exactamente el mismo día que Videla, que
Borges, que Dalí y no son –ni serán- ninguno de ellos. El tiempo me resulta
superfluo. Tanto que, a veces –tan solo a veces-, no sé si avanza, frena o
retrocede.
Tardé alrededor de 11 horas en salir de mi madre. (La
anécdota me siguió durante toda mi vida. “Casi naces el 18”, solía agregar
ella.) La sorpresa de este hecho se extendió hasta que notaron mi pequeño cuerpo,
casi monstruoso. El médico de cabecera afirmó que estaría –y crecería- bien. Así fue. Crecí y me
desarrollé con naturalidad.
XVIII. Mi madre entra al cuarto aunque la luz tenue la
hace parecer a Victoria. Me pregunta si estoy bien. Le digo que sí, pero mi
cuerpo se encuentra adolorido. Me dice que ahora, en un rato, va a venir el
doctor Bares. Antes de irse me pregunta si la reconozco.
-Sí –le digo.
-¿Quién soy?
-Mi mamá.
XIX. Recuerdo un sueño recurrente que tenía cuando era
chico. Me encontraba en una escalera en espiral, amurallado. La luz era cálida
y tenue, como un velador de noche. Tenía que bajar sin parar, por miedo a que
algo, ahí, en las zonas oscuras que dejaba atrás, me atrapara. La escalera era
infinita. A medida que bajaba mi cabeza iba cediendo a la claustrofobia, hasta
que el miedo me despertaba.
XXI. Recuerdo a Victoria fumando un cigarrillo en el
quincho, bajo la parra iluminada por pequeñas bombillas. Al largar el humo, se
ríe. Su sonrisa es la misma del día en el que la vi. El humo, grisáceo, se desvanece ni bien sale de sus labios. En
el cielo oscuro aparecen diseminados los fuegos artificiales. Nos saludamos por
Navidad, brindando con vino. Nos abrazamos y siento que el abrazo se prolonga
hacia el infinito.
XXII. Mi nombre es Osvaldo Schwartz. Nací el 17 de octubre de 1945. Nunca le di importancia ni me pareció algo extraordinario. Tengo 71 años. He decidido ocultarles a mis hijos mi enfermedad. Mis recuerdos del presente se mezclaran con los del pasado y con los ajenos. No quiero generar más recuerdos. Me basta con los que tengo y con los que mi imaginación proyectará. Luego olvidaré todo. No quedará ni un rostro, ni una sonrisa, ni un llanto, ni una palabra por recordar. Luego –tan luego- moriré. ¿No es acaso lo que nos ocurre a todos?