( fragmentos de un naufragio etílico)[1]
El frío me martilla las extremidades en estas
épocas del año. Es por eso que escribo. Es la única forma de olvidarme de mi
cuerpo. Es en estos momentos, cuando la resaca se comienza a disipar, cuando
tengo miedo, que puedo volver a verme. A darme cuenta de quien, si es que el
lenguaje permite la expresión, soy;
precisamente porque es mí ser el que
tiembla. Es un plazo breve, antes de que lleguen los delirium tremens, en el
que algo, tan solo algo, tiene sentido. Escribo porque no paro de tenerte
presente. Es en la ausencia cuando más presente estas. Estas, a veces, en todos
lados: en las pequeñas charlas (que mantengo cada vez menos), en mis escritos,
en todos mis disparos contra el
porvenir[2].
Ayer, u hoy, o mañana, me pasó algo raro y pensé en
contártelo. No tenía cómo. Un hombre me preguntó: “¿Por qué bebes tanto?” Sabía
que no me hablaba a mí, que le hablaba al Otro. No podía hablarle al joven
antropólogo que tenía ante sus ojos, sino al viejo devenido en naufrago
etílico. No pude responderle. Algo me hizo quedar callado.
“¿Por qué bebes tanto?” Sorprende que no me haya
dicho que debía dejar de tomar (tanto) o que simplemente no me mirara con
soberbia. ¿Por qué bebo tanto? Vos ya sabés como soy. Ni me cicatriza una
herida que ya algo o alguien (¿el destino?¿la vida?¿un Dios?) prepara las
navajas para clavármelas en el alma. Sin crueldad no hay fiesta,
podría objetarse. Una persona soberbia, o ególatra, diría que está pagando la
fiesta de muchos, mientras la crueldad lo tortura. Pero yo no soy mártir de
nadie: soy un joven antropólogo, cuya alma naufraga entre los restos de un
barco ebrio. Es azar, no más que eso. No hay sentido en el azar.
Hay veces en las que sé que me llamas por teléfono,
porque cuando levanto el identificador dice Llamada privada. Al
contestar, solo se escuchan murmullos ilógicos y luego una respiración
intermitente. Luego tan solo el sonido del teléfono siendo colgado. Me imagino,
por el lugar en el que te encontrás, que sos vos. Esas llamadas llegan justo
cuando te tengo presente. Por ejemplo: el otro día, ayer, u hoy, o mañana,
estaba acostado en el suelo de mi habitación, cuando salió una araña de entre
mis labios. Agarré una de mis pantuflas y la maté. De ella emergieron unas
pequeñas arañitas más. Al instante sonó el teléfono.
Ayer, u hoy, o mañana, alguien llamó. Pensé que
eras vos porque decía Llamada privada pero era alguien que
gritaba en la lejanía algo así como: “Las sombras en la caja”.
La última noche, o quizá la primera, tuve un sueño
en el que estaba en una bolsa de consorcio, en un basurero municipal. No era
más grande que una colilla de cigarrillo y sentía como las cucarachas caminaban
por todos lados, por fuera de la bolsa. Eran bestiales, todavía recuerdo el
sonido inhumano que emitían[3]. Intentaban comerme. Con
lo único que me podía defender era con un escarbadientes que me astillaba las
manos. Por inutilidad terminé haciendo un agujero en la bolsa. El sueño dejó de
ser en primera persona. Ahora flotaba, ya no era alguien o algo corpóreo. Las
cucarachas se abalanzaron sobre mí y podía ver como despedazaban mi cuerpo y
engullían sus partes con placer.
A veces, ayer, u hoy, o mañana, agarro un fibrón e
intento poner límites para beber. Marco en el cristal cuanta cantidad puedo
tomar por día. Un día, ayer, u hoy, o mañana, mientras lo hacía, recibí un
llamado. Un amigo me invitaba a tomar ayahuasca. Por supuesto asistí.
Era algo así como meditación guiada. El
departamento estaba decorado con todo tipo de cosas pertenecientes a las
culturas indígenas (pinturas tribales, plumas, etc.) pero ninguna que
pertenezca a las tribus andinas de donde es propia la ayahuasca.
Nos acomodamos y cada uno le dio un sorbo al cuenco
de barro donde la habían preparado. Lo siguiente se vuelve
complicado de explicar con este lenguaje, con el que escribo estas líneas, que
todo lo aleja, falseándolo. Estaba ahí, sí, tomando la ayahuasca. Mi cuerpo
estaba tomando la ayahuasca, no yo.
Podía moverme libremente. Podía dejar mi cuerpo ahí, con esa gente, e irme a
otro lugar.
Deambulé por una ciudad vacía, sobrevolándola. Me
metí en el sueño de un viejo que reposaba en un sillón aterciopelado. Encontré
su cuerpo siendo despedazado por cucarachas que engullían sus partes con
placer. Luego, llegué a la casa de mi infancia. (La habíamos vendido cuando yo
empecé el secundario.) Dentro veía a una pareja desnuda, que tendría mi misma
edad. Se acariciaban, se agarraban los pelos, se rasguñaban, él se la metía
suavemente, ella gemía de placer. El reloj digital Sony en la mesa de luz
decía: 11:11 PM. 11/08/89. Al terminar se dieron vuelta. Reconocí a la pareja:
eran mis padres.
Esto ocurrió ayer, u hoy, o mañana.
Creo que voy a meter las sombras en la caja de una
vez por todas. No veo otra manera de hacerlo. Lo haré antes de que lleguen los
delirium tremens. Ahora que tengo miedo. Sé que en el camino se me pasará,
serán 49 días agotadores[4]. No quiero que nos encontremos
con miedo (si es que nos encontramos nuevamente).
Augusto Jáuregui. 11 de Agosto del 2020.[5]
[1]
El día 11 de agosto de 2020 a las 11:11 PM, a los 30
años, Carlos Chaneton se cortó las venas con una Gillette en vertical y saltó
de su balcón en la calle 1 y 61. Esto que reproducimos es una página suelta,
suponemos que lo último que escribió. La dejó encima de una caja donde se
encontraban sus diarios y muchos escritos. Ellos han quedado en prensa para ser
publicados el próximo año. (N. del E.)
[2]
En el original, la gramática esta forzada con el fin de hacer un juego de
palabras entre disparos y shots
(“tragos” en inglés). Por ello hemos corregido y optado por el subrayado. (N. del E.)
[3]
Cosa curiosa: ya sean sueños, ya sean personas
fallecidas, ya sean cosas, el sonido es lo primero que se olvida. (N. del E.)
[4]
El libro tibetano de los muertos explica que el
período para la reencarnación dura 49 días. (N. del E.)
[5]
No sabemos de quién se trata ni porque Carlos
Chaneton firma como Augusto Jáuregui en este escrito. Él no utilizaba
seudónimos. Tampoco podría deberse al alcohol o la locura, en pasajes demuestra
su cordura y explicita su estado de sobriedad. Lo curioso: exactamente 49 días
después que dictaminaron la muerte del antropólogo, nació un niño en el
departamento contiguo bajo el nombre de Augusto Jáuregui. El dato fue
proporcionado por los vecinos, quienes mantenían una amistad con Chaneton, casi por casualidad cuando nos acercamos para
obtener datos biográficos sobre el antropólogo, que serían compilados e
incluidos en los diarios y escritos previamente mencionados en la nota 1. (N. del E.)