miércoles, 4 de agosto de 2021

Samsara

( fragmentos de un naufragio etílico)[1]

 

El frío me martilla las extremidades en estas épocas del año. Es por eso que escribo. Es la única forma de olvidarme de mi cuerpo. Es en estos momentos, cuando la resaca se comienza a disipar, cuando tengo miedo, que puedo volver a verme. A darme cuenta de quien, si es que el lenguaje permite la expresión, soy; precisamente porque es mí ser el que tiembla. Es un plazo breve, antes de que lleguen los delirium tremens, en el que algo, tan solo algo, tiene sentido. Escribo porque no paro de tenerte presente. Es en la ausencia cuando más presente estas. Estas, a veces, en todos lados: en las pequeñas charlas (que mantengo cada vez menos), en mis escritos, en todos mis disparos contra el porvenir[2].

Ayer, u hoy, o mañana, me pasó algo raro y pensé en contártelo. No tenía cómo. Un hombre me preguntó: “¿Por qué bebes tanto?” Sabía que no me hablaba a mí, que le hablaba al Otro. No podía hablarle al joven antropólogo que tenía ante sus ojos, sino al viejo devenido en naufrago etílico. No pude responderle. Algo me hizo quedar callado.

“¿Por qué bebes tanto?” Sorprende que no me haya dicho que debía dejar de tomar (tanto) o que simplemente no me mirara con soberbia. ¿Por qué bebo tanto? Vos ya sabés como soy. Ni me cicatriza una herida que ya algo o alguien (¿el destino?¿la vida?¿un Dios?) prepara las navajas para clavármelas en el alma. Sin crueldad no hay fiesta, podría objetarse. Una persona soberbia, o ególatra, diría que está pagando la fiesta de muchos, mientras la crueldad lo tortura. Pero yo no soy mártir de nadie: soy un joven antropólogo, cuya alma naufraga entre los restos de un barco ebrio. Es azar, no más que eso. No hay sentido en el azar.

 

Hay veces en las que sé que me llamas por teléfono, porque cuando levanto el identificador dice Llamada privada. Al contestar, solo se escuchan murmullos ilógicos y luego una respiración intermitente. Luego tan solo el sonido del teléfono siendo colgado. Me imagino, por el lugar en el que te encontrás, que sos vos. Esas llamadas llegan justo cuando te tengo presente. Por ejemplo: el otro día, ayer, u hoy, o mañana, estaba acostado en el suelo de mi habitación, cuando salió una araña de entre mis labios. Agarré una de mis pantuflas y la maté. De ella emergieron unas pequeñas arañitas más. Al instante sonó el teléfono.

 

Ayer, u hoy, o mañana, alguien llamó. Pensé que eras vos porque decía Llamada privada pero era alguien que gritaba en la lejanía algo así como: “Las sombras en la caja”.

 

La última noche, o quizá la primera, tuve un sueño en el que estaba en una bolsa de consorcio, en un basurero municipal. No era más grande que una colilla de cigarrillo y sentía como las cucarachas caminaban por todos lados, por fuera de la bolsa. Eran bestiales, todavía recuerdo el sonido inhumano que emitían[3]. Intentaban comerme. Con lo único que me podía defender era con un escarbadientes que me astillaba las manos. Por inutilidad terminé haciendo un agujero en la bolsa. El sueño dejó de ser en primera persona. Ahora flotaba, ya no era alguien o algo corpóreo. Las cucarachas se abalanzaron sobre mí y podía ver como despedazaban mi cuerpo y engullían sus partes con placer.

 

A veces, ayer, u hoy, o mañana, agarro un fibrón e intento poner límites para beber. Marco en el cristal cuanta cantidad puedo tomar por día. Un día, ayer, u hoy, o mañana, mientras lo hacía, recibí un llamado. Un amigo me invitaba a tomar ayahuasca. Por supuesto asistí.

Era algo así como meditación guiada. El departamento estaba decorado con todo tipo de cosas pertenecientes a las culturas indígenas (pinturas tribales, plumas, etc.) pero ninguna que pertenezca a las tribus andinas de donde es propia la ayahuasca.

Nos acomodamos y cada uno le dio un sorbo al cuenco de barro donde la habían preparado. Lo siguiente  se vuelve complicado de explicar con este lenguaje, con el que escribo estas líneas, que todo lo aleja, falseándolo. Estaba ahí, sí, tomando la ayahuasca. Mi cuerpo estaba tomando la ayahuasca, no yo. Podía moverme libremente. Podía dejar mi cuerpo ahí, con esa gente, e irme a otro lugar.

Deambulé por una ciudad vacía, sobrevolándola. Me metí en el sueño de un viejo que reposaba en un sillón aterciopelado. Encontré su cuerpo siendo despedazado por cucarachas que engullían sus partes con placer. Luego, llegué a la casa de mi infancia. (La habíamos vendido cuando yo empecé el secundario.) Dentro veía a una pareja desnuda, que tendría mi misma edad. Se acariciaban, se agarraban los pelos, se rasguñaban, él se la metía suavemente, ella gemía de placer. El reloj digital Sony en la mesa de luz decía: 11:11 PM. 11/08/89. Al terminar se dieron vuelta. Reconocí a la pareja: eran mis padres.

 

Esto ocurrió ayer, u hoy, o mañana.

 

Creo que voy a meter las sombras en la caja de una vez por todas. No veo otra manera de hacerlo. Lo haré antes de que lleguen los delirium tremens. Ahora que tengo miedo. Sé que en el camino se me pasará, serán 49 días agotadores[4]. No quiero que nos encontremos con miedo (si es que nos encontramos nuevamente).

 

Augusto Jáuregui. 11 de Agosto del 2020.[5]



[1] El día 11 de agosto de 2020 a las 11:11 PM, a los 30 años, Carlos Chaneton se cortó las venas con una Gillette en vertical y saltó de su balcón en la calle 1 y 61. Esto que reproducimos es una página suelta, suponemos que lo último que escribió. La dejó encima de una caja donde se encontraban sus diarios y muchos escritos. Ellos han quedado en prensa para ser publicados el próximo año. (N. del E.)

[2] En el original, la gramática esta forzada con el fin de hacer un juego de palabras entre disparos y shots (“tragos” en inglés). Por ello hemos corregido y optado por el subrayado. (N. del E.)

[3] Cosa curiosa: ya sean sueños, ya sean personas fallecidas, ya sean cosas, el sonido es lo primero que se olvida. (N. del E.)

[4] El libro tibetano de los muertos explica que el período para la reencarnación dura 49 días. (N. del E.)

[5] No sabemos de quién se trata ni porque Carlos Chaneton firma como Augusto Jáuregui en este escrito. Él no utilizaba seudónimos. Tampoco podría deberse al alcohol o la locura, en pasajes demuestra su cordura y explicita su estado de sobriedad. Lo curioso: exactamente 49 días después que dictaminaron la muerte del antropólogo, nació un niño en el departamento contiguo bajo el nombre de Augusto Jáuregui. El dato fue proporcionado por los vecinos, quienes mantenían una amistad con Chaneton, casi por casualidad cuando nos acercamos para obtener datos biográficos sobre el antropólogo, que serían compilados e incluidos en los diarios y escritos previamente mencionados en la nota 1. (N. del E.)